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Adiós a Sly Stone, la revuelta habita solo en la mente

Foto: Bob Cato

Recuperamos este artículo publicado en el especial 400 de nuestra revista —febrero de 2022— para despedirnos de Sylvester Stewart (1943-2025), más conocido por su nombre artístico Sly Stone, una de las grandes leyendas del soul, el funk y de la música en toda su extensión.

Estás en lo más alto, el lugar que anhelabas conseguir desde que en 1952, siendo tan solo un niño de once años, entraste en un estudio de grabación por primera vez a registrar junto a tus hermanos y hermanas aquél precioso góspel «On The Battlefield», que en tu voz sonaba a un rock and roll primario, pues ya tenías un sentido del ritmo y una definición de la música totalmente propia. Estuviste mucho tiempo dando lo mejor de ti para otros: Bobby Freeman, The Mojo Men, The Vejtables… Más tarde empezaste a ejercer de DJ en la emisora KSOL de San Francisco, y a cada éxito que pasabas en antena te decías a ti mismo: «Yo puedo ser mejor». No tardaste en formar LA BANDA. Era tan cojonuda que, con tan solo cuatro meses de vida, cerraste un contrato discográfico con Epic.

Sin preámbulos, sin pasos cortos por discográficas de tres al cuarto; directo a una subsidiaria de la poderosa Columbia. La llamaste Sly & The Family Stone y fue la primera banda «racialmente integrada» en conseguir notoriedad. Querías lo mejor, sin importarte credo, sexo, raza o procedencia. Se trataba de dar color, de unir, no dividir. En menos de un año llegaste al top ten con «Dance To The Music». Pasó otro periodo de tiempo y entonces sí, al número uno con «Everyday People». Pusiste una sonrisa en la cara a millones de personas; provocaste un disturbio entre la multitud en el clasicista festival de Newport; dejaste en evidencia a la mayoría de artistas que actuaron en Woodstock; grabaste tu primera obra maestra, Stand; llenaste el Madison Square Garden; y seguiste mirando al sol de cara, inundando de felicidad a tus oyentes con otra oda a la vida: «Hot Fun In The Summertime».

Pero te exigieron más. Los Black Phanter, de entrada: ¿qué carajos significa eso de compartir el reinado con un par de blanquitos aseados como Greg Errico y Jerry Martini? ¿Y el enano judío de David Kapralik ejerciendo de manager y manejando tu dinero? Tío, te has vendido. Como el cabronazo de Hendrix, que revolcándose en su vergüenza ha montado esa pantomima de Band Of Gypsys. Pero no nos lo creemos. Y a ti tampoco. Dios, la cabeza te va a estallar y empiezas a fumar el maldito Polvo de Angel. Y para compensar el efecto alucinógeno te vas a la cocaína. Te encanta tener mucha de ella en casa, escondida donde nadie pueda birlártela. La paranoia te lleva a ningunear a Kapralik, un tipo al que habías respetado por su integridad, al que habías brindado tu amistad.  Y te agencias a un «chulo», un viejo conocido de las calles de San Francisco llamado Hamp «Bubba» Banks.

Nadie podrá dirigirse a ti sin el consentimiento de tu colega Bubba. Pero nadie quiere tener que tratar con el peligroso Bubba. Saben de su reputación. Te va bien así. Ahora se va a enterar ese bajista que toca a tu lado cada noche, el arrogante de Larry Graham. ¿Quién se ha creído que es él para intentar igualar mi carisma en el escenario? Soy Sly Stone, el único que brilla aquí. ¡Ese puto Larry que ha sido capaz de acostarse con mi cuñada sin mi consentimiento! ¡Arggg! «Ahora compraré un pit bull y será mi sombra. Ese puto perro va a joder a todos los que quieran joderme». Drogas, un chulo, un perro y, claro, cómo olvidarlo, pistolas. Siempre pistolas. Y dos pavos reales. Delirante. Sin olvidar el cambio de residencia y ciudad: de San Francisco a Los Ángeles. Bienvenido al infierno, Sly.

THERE’S A RIOT GOIN’ ON

«Ese álbum fue una declaración revolucionaria. Era liberador, y a los artistas jóvenes como yo, nos dio la habilidad de soñar». Nile Rodgers.

«Un disco asfixiante, pero adictivamente embriagador». Bobby Gillespie.

«Es oscuro, pero no disminuye la felicidad que nos proporciona oírlo una vez más. En otro género, Sly era como Bach o Duke Ellington». Booker T Jones

«En algunas canciones las voces están fuera de lugar, pero todo eso se une a la mística del disco. Cuando eres tan creativo, ves las cosas tan diferentes que acabas alucinando. El tono sombrío expresa la forma en que él estaba viajando a su yo más interior, pero puedes sentir la energía e inspirarte en ella». Steve Vai.

Las declaraciones fueron acopiadas por Dave Simpson en un artículo para el diario británico The Guardian.

Dicen que Riot es uno de esos discos que aúnan compromiso social y musical, que entienden como pocos el momento en que fue concebido. Y es así, pero no por los motivos por los que muchos apuntan: la guerra en Vietnam, los asesinatos de Martin Luther King y Malcolm X, el desempleo juvenil que aplasta aún más a la clase baja negra, el fin de la utopía hippie… No, no quieran ver en Riot una versión ampliada de What’s Going On, porque los tiros no van por ahí. El disco de Marvin Gaye sí era un estamento de los tiempos, un disco en el que el cantante se convertía en artista y apelaba a la razón social para crear su ópera magna. Fue, también, su lucha por demostrar credibilidad musical, su divorcio con el orden dictatorial de Motown y ese régimen de apostar por el sencillo y no por el álbum.

Sly, por el contrario, no tenía que demostrar su valía integral, pues se le seguía efervescentemente a cada paso desde hacía años. Sly era un genio en movimiento constante y su credibilidad artística estaba intacta. Que Riot, al contrario que Stand (su antecesor, descontando singles aislados y el recopilatorio Greatest Hits del 70), pasase del hi-fi al lo-fi, es una unidad invertida de un cambio que nadie veía venir, pero nada relacionado con la política social del momento. Lo que hizo de Riot algo tan atrayente, retorcido, tenebroso y sugerente, fue la mezcla de drogas, genialidad y la mala asimilación del éxito. Nada más. Y quizás por ello ha ganado la batalla al tiempo, inspirando nuevas corrientes, haciendo crecer su leyenda a cada nuevo año que pasa en la tierra.

Y ojo, que Sly, de haber dado por finiquitada la carrera suya propia y de la banda en el trámite del cambio de década, ya hubiese dejado una discografía bien apañada para recordar en los libros de historia. A Whole New Thing (1967) es un buen debut, un disco con el que re escribía la música popular, introduciendo en una batidora soul, pop, blues, funk y un poco de jazz. Fue determinante en el devenir de aquello que bautizaron como psychedelic soul, fuente inspiracional para que artistas como Stevie Wonder, Marvin Gaye o los Temptations le diesen un vuelco a su carrera y encarasen sin temor un futuro brillante. Veneno que alcanzó a Prince y Rick James años más tarde. Sin olvidar a Fishbone, Red Hot Chili Peppers y varias de las llamadas jam bands de los noventa. También, con su eclecticismo y los elementos de viento en primer orden, fue semilla testicular para lo que acabó siendo conocido como brass rock. Quizás, lo que le falta a Whole New Thing es una colección de canciones memorables.

Dance To The Music (abril de 1968) les llevó a otro nivel. Sly consiguió atraer a su hermana Rose (Cynthia Robinson era la otra chica en la banda) y su inclusión en la banda aportó una serie de matices brillantes y nada comunes en la música popular. Con «Dance To The Music», el single, consiguieron hacer bailar a negros y blancos, a chicos y chicas; era una celebración de la vida, colorido multitudinario en el que todos y todas estaban invitados. Si el mundo hubiese sido más como Sly & The Family Stone, el concepto en sí, a todos nos hubiese brillado mejor el pelo.

Y llegó la explosión en forma de disco: Life (septiembre de 1968). Desde los endiablados bendings de guitarra del hermano Freddie que introducen la inicial «Dynamite!» hasta el final con el melodrama de «Jane Is A Groupee», una sórdida historia la de Jane que, seguro, le hubiese encantado haber escrito a Zappa. Y si con Life habían dado un paso de gigante, Stand (1969) es la progresión ascendente, la culminación de un sonido y una forma de entender la música como ningún otro grupo lo ha hecho nunca. El repertorio habla por sí solo: «Don’t Call Me Nigger, Whitey», el tema título, «I Want To Take You Higher», «Sing A Simple Song», «Everyday People», You Can Make It If You Try», «Somebody’s Watching You»… Madre del amor hermoso, ¿hubo un solo álbum en 1969 con ese arsenal de canciones? Se les puede perdonar incluso los casi catorce minutos instrumentales de «Sex Machine». Eran los sesenta, blanquito.

Llegó el cambio de década y Epic empezó a frotarse las manos: Sly estaba en racha, cada canción que tocaba se convertía en oro y la banda había alcanzado el estatus de encabezar el Madison Square Garden, cosa que estaba al alcance de muy pocos. En pocas semanas, pensaron, otro nuevo álbum y a despachar copias. Pero así como el éxito puede ser un incentivo para la creatividad, también lo puede ser para despegarte del suelo y desconectar de la realidad. A Sly le sucedieron ambas cosas. De San Francisco, que había sido el campamento base del grupo, se mudó al 783 de Bel Air Road (en Los Ángeles, por supuesto), allá donde asentaba una mansión conocida como English Tudor, que en los treinta había sido propiedad de Jeanette MacDonald y recientemente había sido adquirida por John y Michelle Phillips de Mamas And The Papas.

A la mansión se mudaron todos: la banda, los padres de Sylvester y el chulo putas de Bubba. Y a su vez transitaban los camellos conocidos de la ciudad, las chicas que entraban y salían, y muchos músicos de renombre. Sly utilizó el estudio instalado en la mansión que había diseñado John Phillips y a tiempo parcial con The Plant Studios, espacio que él mismo diseñó dentro de los Record Plant (en Sausalito). El hecho de tener un estudio de grabación en casa era contraproducente. Por un lado, podía registrar lo primero que se le pasaba por la cabeza, sin necesidad de llamar a la banda y producir una demo. Daba igual que los músicos estuvieran ahí, trabajaba mejor solo. Por otro lado, al marcar su propio ritmo de trabajo, las sesiones se alargaban hasta la eternidad, dejando que pasaran días en los que, en muchas ocasiones, no ocurría nada.

El batería Greg Errico fue uno de los primeros en darse cuenta del error que se había cometido al dejar a Sly ser dueño y amo de todo el proceso: «Vivíamos bajo el mismo techo, pero eso no significa que fuéramos partícipes de la grabación. Él trabajaba cuando decidía hacerlo, pues las noches las pasaba de club en club. Pero un día se enfundaba en el traje de faena y te picaba a las cuatro de la mañana para enseñarte algo o mandarte grabar una parte de batería que al día siguiente dejaba de existir porque decidía regrabarla con una máquina de ritmos. (…). Esas primeras máquinas eran muy precisas, las podía utilizar cualquiera y hacerlas sonar creíbles. No son como las de la actualidad. En cualquier caso, empecé a desentenderme del álbum y Sly empezó a utilizar más y más la máquina de ritmos, aunque de forma muy creativa. Me marché y al cabo de un tiempo oí el disco. Pensé que él debía haber luchado por mantener a la banda. Pero me fui metiendo en el disco y acabé amándolo. Hoy día lo oigo con una sonrisa en la boca, porque es sorprendente lo creativo que es».

Después de Greg, el siguiente en agarrar la puerta (o ser forzado a ello) fue Larry Graham, que con tanto tiempo muerto tuvo tiempo de visualizar su propio proyecto: Graham Central Station. Que Sly viese cómo se desmoronaba la banda (la huida de dos musicazos como Greg y Larry no es gratuita) es prueba fehaciente de que había encarrilado rumbo a otro plano, el que le llevará en el futuro a fusilar su propia carrera y a perder el contacto con la realidad. Que le jodan a ambos, debió pensar. Tengo mi talento, mi fama y mi familia sigue a mi lado. Por supuesto, y por si fuera poco, todos esos músicos de renombre entrando y saliendo de las sesiones de grabación: Billy Preston, Ike Turner, Herbie Hancock, Bobby Womack y… ¡Miles Davis!

Dicen que no es difícil sentir retazos de Sly en Bitches Brew, publicado en 1970. Y no es de extrañar. Ya hemos comentado que Sly era, como Hendrix en lo suyo, el tipo en el que los músicos se inspiraban, un rebufo de aire puro que cambió la forma de entender ciertos patrones musicales. Que Miles quisiera pasar tiempo en la mansión no suena extraño. Cerca de Sly podía ver cómo trabajaba, cómo se inspiraba y cómo plasmaba sus ideas. En cualquier caso, todos esos músicos aparecen en los surcos de Riot. Ninguno aparece acreditado, imaginamos que por derechos y burocracias legales. Miles, por si sirve la anécdota, tocó el teclado, no la trompeta.

El tiempo, que siempre es relativo, siguió corriendo y las prisas de Epic/Columbia por tener nuevo material empezaron a alterar la naturaleza de nuestro protagonista. Él, que ya no era el patriarca de una manada de amigos, él, que volaba por libre y dictaba sus propios horarios. Él, siempre él, que ya había empezado a creerse un ser divino y cancelaba conciertos a su antojo, sin caer en la cuenta de que el dinero se acababa y los promotores ya no estaban dispuestos a correr riesgos. Tan solo en 1970 se suspendieron 20 conciertos sin más motivo aparente que el de «no llegué a tiempo para coger el avión». Y luego, los que se celebraban podían dar comienzo con dos, tres, cuatro o cinco horas de retraso. «El tiempo no existe», decía Sly con esa media sonrisa alzada a la derecha del rostro.

El 1 de noviembre de 1971 se puso a la venta There’s A Riot Goin’ On, con esa icónica portada en la que vemos la bandera estadounidense adornada con soles en lugar de estrellas. «Solo» habían pasado dos años y medio desde Stand, un tiempo eterno para una industria, entonces, que funcionaba a velocidad de vértigo. Fue un triunfo artístico, pero de no haber sido por el éxito del single «Family Affair» el descalabro hubiese sido trágico. El disco mantenía las pulsaciones bajas, el master no tenía potencia sónica y la alta fidelidad se había ido a tomar por viento.

Significaba un cambio drástico respecto a todo lo publicado por el grupo hasta ese momento. ¿Y? Riot es su Pet Sounds, su Forever Changes, el disco por el que cualquiera estaría dispuesto a dar un dedo y tenerlo en su haber. Epic ya tenía el disco en la calle. Era todo cuando importaba. ¿Y él? Salió de gira, siguió incumpliendo con los horarios establecidos por los sindicatos y volvió a su infierno (disfrute) personal para volver a dar con otro disco magistral: Fresh. Pero eso será pasados otros dos años. Ahora toca disfrutar de There’s A Riot Goin’ On. Ya saben, uno de esos discos.

Texto: Sergio Martos

 

 

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