
Baño de masas (y chapuzón de nostalgia)
A las 21:11 del viernes los cuatro miembros de los Pixies, incluida su nueva bajista Emma Richardson, irrumpieron en el escenario del Pabellón de Deportes de Granada. Los más rezagados, como suele pasar al inicio de algunos partidos de fútbol, todavía estaban acomodándose en sus asientos cuando sonó «Monkey Gone To Heaven». El público rugió de emoción. Mirabas al techo del recinto y justo en medio se podía leer: “Granada, Capital Cultural Europea 2031”. Programar al grupo de Boston en exclusiva en España, de la mano de la promotora local Proexa, casa estupendamente con la candidatura de la capital granadina al proyecto.
Hace mucho tiempo que los Pixies dejaron de ser aquel grupo de culto que debía haber explotado comercialmente a finales de los 80. Emblemas absolutos de la generación X (¿hay algo más X que los Pixies?), supervivientes del rock alternativo, ofrecieron un concierto superprofesional, generoso, intachable y que no dio un respiro: duró una hora y cuarenta minutos, pero pasó en un santiamén. No hubo tregua. Los temas sonaban encadenados uno detrás del otro, interrumpiéndose apenas unos pocos segundos por los aplausos o algún cambio de guitarra. Sobre el fondo del escenario el logo de estética motera del grupo liderado por Frank Black iba cambiando de color: rojo, azul, blanco. El cantante no dijo ni mu durante su actuación, excepto en los primeros compases de «Hey»: el público había empezado a vociferar el discurso del inicio (“Hey, been trying to meet you / Hey, must be a devil between us / or whores in my head”) apresuradamente hasta que el grandullón puso orden: “Aún no ha empezado”, dijo sonriendo.
Con el recinto a tope, parecía el momento de gloria de una ciudad que hace bandera de su larga tradición indie y rock. Y, salvando las distancias, con la cancha de baloncesto ardiendo como una caldera, el ambiente nostálgico recordaba a la triunfal reaparición de los Pixies en 2004 en el del Poble Espanyol del Primavera Sound. El grupo, todavía con Kim Deal, había resurgido de sus cenizas en un momento en el que se habían alineado los astros: la película El club de la lucha disparó inesperadamente su popularidad y, aquella banda que arrasaba entre los connoiseaur del rock, caló en una nueva generación de veinteañeros. Dos décadas después, la nostalgia peina canas: los fans más jóvenes rozaban los cuarenta en Granada.
Cayeron todos los clásicos, por supuesto, y pasearon su leyenda. Pero en los frenéticos primeros 15 minutos (ya habían sonado «Wave of Mutilation», la versión de «Head On» de The Jesus and Mary Chain y «Planet of Sound») se mascó la tragedia por culpa de una acústica muy deficiente con la que, al menos a pie de pista, era muy complicado emocionarse. El sonido se diluía en el recinto, convirtiendo las canciones en una bola de ruido ininteligible. Con «Here Comes Your Man» (¿la canción menos Pixies de todo su repertorio?) la fiesta colectiva acompañada de cientos de móviles grabando el momento dejó un sabor extraño, como de quiero y no puedo. También es cierto que, en los stories subidos por los asistentes a Instagram, desde la grada la experiencia del directo parecía otra cosa.
Si durante la noche no se llegó a los versos premonitorios de «Motorway to Rusell» (“I was feeling down / Last night he could not make it / He tried hard but he could not make it”) es, seguramente, porque la banda demostró su formidable estado de forma, pasando por encima de todo y de todos después de un tramo más relajado que se rompió abruptamente con la amenazadora «Gouge Away». Nani Castañeda, batería de los granadinos Niños Mutantes, dijo una vez que esta fue la canción que, no solo le había enganchado al rock alternativo, sino que le había cambiado la vida. Seguro que no es el único. Un hombre de Sevilla que había ido al concierto acompañado de su hijo veinteañero exclamó justo después de que terminara el tema: “¡Qué buenos son!”.
«Dig for Fire», del álbum Bossanova, demostró que le puede mirar de tú a tú a cualquier éxito de la banda. Muy efectiva y con pegada pop. Y luego, hacia las diez, en el ecuador del show pasó algo extraño: Black se quedó sentado sobre el escenario, no se sabe bien si porque se había resbalado o por gusto. Enseguida se levantó y sonó «Caribou», otro himno. Pero cuando realmente se desmadró el público y volaron algunos vasos de cerveza fue con la arrolladora versión de «Debaser». Por cierto, qué bien quedaba el guiño a Buñuel de “I am un chien Andalusia” en Granada. «Tame», otro trallazo, vino luego.
Aunque ya lo han hecho más veces, sigue siendo bastante friki (y una oportunidad perdida de rebuscar en su baúl de gemas pop) lo de repetir «Wave of Mutilation» en una versión más ralentizada en el tramo final. A la mayoría pareció no importarle o simplemente no se dieron cuenta y siguieron desempolvando sus recuerdos con un repertorio sin fisuras. Los músicos, incansables, continuaban enlazando hits con una envidiable destreza que más quisieran muchos a su edad. El falsete que se marcó su líder en «The Happening» fue para enmarcar y enseñarlo en una clase de cantó.
Después de «Where Is My Mind», convertido a estas alturas en parte de la cultura popular y que, dicho sea de paso, ejecutaron con un ritmo un tanto extraño, se encendieron extrañamente las luces del pabellón. De golpe. ¿Se había acabado el concierto? Pues no. Faltaba el epílogo. «Into the White» la cantó con confianza Emma Richardson. A continuación, Frank Black se puso las gafas de ver, se abrazó a sus compañeros y todos saludaron al público visiblemente contentos. Los Pixies se dieron un baño de masas en un chapuzón de nostalgia.
Texto: Jon Pagola
Hola, buenas, si no leí mal y si es así me disculpo, solo faltó el comentario de que en algún momento Frank se tropezó y cayó y sin dar importancia siguió tocando desde el suelo jajaja .un grande!!! Muy buena nota, me llevo otra vez al recital. Estuvo increíble. Yo fui desde Huesca a verles…