Mi primer contacto con JD McPherson fue prácticamente una cita a ciegas. No había escuchado casi nada de él, pero acabé en una abarrotada Sala 2 de Apolo —la de antes de las reformas—. Corría 2011 (si la memoria no me falla) y presentaba su primer disco, Signs & Signifiers. Salí absolutamente convencido de que, como Jon Landau, había visto el futuro del rock & roll. Indudablemente, no ha sido para tanto, ya que el estilo no goza hoy del dominio popular que tuvo en los sesenta o setenta. Sin embargo, el de Oklahoma no ha dejado de ser uno de los mejores en lo suyo, pese a la incomprensión de parte de la parroquia rocker ante una cierta apertura estilística mostrada en sus últimos álbumes: Undivided Heart & Soul (2017) y, sobre todo, Nite Owls (2024).
Anoche volvió a sentar cátedra con un concierto soberbio, acompañado por una banda que lo respaldó de manera magnífica, del primer al último acorde, para deleite del respetable. Desgranó un repertorio equilibrado que recorrió toda su carrera, y quedó claro que ahora mismo pocos poseen una colección de canciones como la suya. Trajo al siglo XXI las más puras raíces del género, sonando contemporáneo y con nervio, cruzando influencias, exudando clase, y dejando patente que tiene mucha carretera a sus espaldas. Además, ha ganado una notable presencia en escena desde aquellos lejanos primeros años.
La mitad del repertorio la ocuparon temas de sus dos trabajos más recientes: «Sunshine Getaway», «Desperate Love», la bárbara «I Can’t Go Anywhere With You» —cantada junto al telonero Bloodshot Bill, igual que en su versión en estudio—, «Lucky Penny» o «Just Like Summer», que ganaron en impacto y pegada al ser trasladadas al directo.
También recurrió a versiones de lujo, «Lust for Life» (Iggy Pop) o «That’s My Little Suzie» (Ritchie Valens), y provocó el desmelene con temas de su primera etapa. La potentísima «Head Over Heels», «Let the Good Times Roll» —que ya alcanza categoría de clásico atemporal, capaz de cambiarte el estado de ánimo y convertir la oscuridad en luz—, «Wolf Teeth» y, para finalizar, la inevitable «North Side Gal», con la que puso la sala patas arriba. Pocos como JD saben entender y adaptar las bases primigenias del rock, haciéndolas sonar con la contundencia, la elegancia y la vitalidad necesarias para que siga plenamente vigente hoy en día.
Abrió la velada el ya citado Bloodshot Bill, a quien tenía ganas de ver, ya que las referencias que había recibido eran positivas: un one-man band con un pie en el blues, otro en el rock y una actitud claramente punk. Empezó bien: enérgico, teatral y directo. Sin embargo, con el paso de los minutos, el abuso de onomatopeyas y la reiteración de esquemas compositivos acabaron por echarme de las primeras filas en busca de una cerveza antes de la actuación principal. Quizás en otra ocasión.
Manel Celeiro
Fotos: Marina Tomás