Fue sonar «Old Stones», el tema que abre este disco, y detenerse todo en derredor. Ese sonido, esa voz, ese falsete, ya los había escuchado, sí; en discos grabados antes de que yo naciera, sí; en discos que me sé de memoria, sí. Fairport Convention, Comus, la Incredible String Band, Pentangle, toda la parentela, sí. Pero aquí había algo más. Mucho más. Y se confirmaba tema a tema, según avanzaba y mi asombro no paraba de crecer. ¿De dónde había salido este tío? Leo que vive por los alrededores de Sheffield, que lleva ya varios discos editados, un par de ellos a medias con un virtuoso como Toby Hay (al que sí localizo en otras colaboraciones) y me emplazo mentalmente a descubrir y a buen seguro disfrutar de esos precedentes. Pero eso será más tarde, ahora andamos descubriendo Wasteland.
Aquí, como decíamos, esa guitarra folk no sólo tenía nada que envidiar el virtuosismo de Jansch, Graham o Martyn, ni la voz la de otros tantos, sino que el sonido lo actualizaba todo insuflando dosis extras de oscuridad, intensidad y dramatismo. Incluso cuando tras la citada «Old Stones» y la no menos abrumadora «What Will Become of England» hacemos un alto instrumental ya en el tercer tema y parece que la cosa derivará por caminos más habituales, Ghedi se descuelga justo a continuación con el soberbio tema que titula el álbum y te vuelve a dejar en fuera de juego, entregando una falsa balada que crece y se expande en coros y arreglos sorprendentes. No acaban las sorpresas porque cuando suena «Sheaf and Feld» no puede uno menos que pensar que ese dieciochesco Jim Ghedi de la portada anda ahora encaramado a las jarcias de una goleta amotinada, arengando a la tripulación a base de guitarrazos eléctricos y sintetizadores recalentados.
Pero además es que, cuando baja revoluciones y tira de las riendas, como en «Just a Note» o «The Seasons», la magnitud emocional sigue intacta; véase a tal efecto cómo en el segundo de ellos –basado en un poema de Joseph Campbell– las voces a cappella van haciendo crecer la canción a medida que, una a una, se van incorporando a la misma. La despedida y cierre, diez temas después, con
una versión de «The Trafford Road Ballad» de Ewan MacColl, resulta tan acorde con el tono airado y elegíaco que impregna todo el álbum, que uno necesita unos minutos para reponerse y asimilar lo escuchado.
Porque Wasteland te atrapa, te amenaza, te zarandea y te deja literalmente exhausto. Un festival de conmociones, impactos e in crescendos que trasciende de lejos los márgenes del folk rock para convertirse en una pura y simple obra maestra sin márgenes que la constriñan.
Eloy Pérez