Cuatro años después de su debut, la pareja de Norwich regresa con un segundo álbum en el que vuelve a desplegar ese folk clásico y británico, luminoso y vitalista, capaz de desarmar al más cínico. Grabado en el sótano de su casa, una vivienda del siglo XVI en pleno casco antiguo, Safe Travels es una preciosidad de disco, digámoslo sin ambages: el violín de Alex y la guitarra de Christina se acarician y entrelazan con lógica, conyugal familiaridad, mientras que la voz de ella brilla y envuelve hasta la última melodía; colchón más que suficiente al que visten simplemente con un acertadísimo contrabajo –cortesía de John Parker- y un par de toques de trombón y fiscorno en sendos temas. El resto es simplemente magia, inspiración y un puñado de bonitas viñetas por las que se pasean niñas y cuervos que se intercambian regalos, osos polares que ocupan bases árticas abandonadas o liebres escocesas que cambian de color su pelaje según la estación; cuentos narrados con un encantador tono naíf, retablos de la Naturaleza y la vida salvaje que cristalizan en esa llamada de atención medioambiental que es «Shallow Water», inspirada en el tradicional patinaje sobre hielo en los pantanos de Anglia Oriental, ahora en peligro debido al calentamiento global.
Todos estos relatos tienen su contrapunto en el otro tema principal del álbum, la maternidad y sus distintos enfoques e inseguridades. Embarazada de su primogénita (a la que acaban de dar un hermanito, por cierto), durante la gestación Christina leyó la novela Un mar sin estrellas, de Erin Morgenstern, de la que tomó el título para una de las mejores canciones del álbum: en «The Starless Sea», y a través de una fascinante melodía, se explora el amor y el compañerismo y se condensan reflexiones sobre esa inminente maternidad. En su reverso, la más tensa y oscura «A Hundred Years Ago», cara y cruz de esa moneda cuyo valor total nos revelan en «Etta’s Song», regalo en forma de nana a la criatura por llegar.
En conjunto, pues, estamos frente a uno de esos discos ante los que no cabe distanciamiento alguno; la ingenuidad, la candidez y las buenas vibraciones que desprenden estas once canciones requieren que nos despejemos de todas esas sucias y pestilentes capas de hastío, cinismo y desencanto con las que tantas veces nos cubrimos para que el mundo no nos joda más de la cuenta; y una vez ya en paños menores o incluso en pelota picada, disfrutar sin prejuicios, durante cuarenta minutos, de esa sensación –tantas veces olvidada- de que este planeta, pese a todo, puede ser un lugar bonito y acogedor; según cómo, hasta hermoso por momentos.
Eloy Pérez