
Paul Cook, Steve Jones, Glenn Matlock y el joven Frank Carter nos visitarán este verano para que podamos comprobar que el espíritu del punk original está a buen recaudo. Las citas son el 10 de julio en el festival Crüilla (Barcelona), el 18 en RockLand Art Fest (Santo Domingo de la Calzada, La Rioja) y el 19 en Tsunami Xixón (Gijón). Para celebrarlo ahí va esta crónica de la tragicómica gira estadounidense que fulminó a la formación original, ahora documentada en Live in the U.S.A. 1978, que Universal publica en un boxset de tres CDs o en tres vinilos dobles.
Cuando el 3 de enero de 1978 aterrizan en Nueva York, los Sex Pistols se encuentran con el peor escenario posible. Una gira planeada por su maestro titiritero, Malcolm McLaren, con intención de ignorar las capitales de la industria musical, Los Angeles y Nueva York. Costeada en parte por su discográfica estadounidense Warner, cuyos responsables iban a vigilar su inversión —un adelanto de doscientos cincuenta mil dólares y una fianza impuesta por el departamento de inmigración de un millón— rodeando al grupo de un equipo de seguridad que les llevase sanos y salvos hasta el destino final… y mantuviese a raya al imposible Sid Vicious. A esto hay que añadir la horda de periodistas, británicos y estadounidenses, que seguían aquel carnaval buscando el titular ignífugo, agentes de la brigada antivicio y los jefes de policía locales de las ciudades que pisaban.
“Aquella gira americana estuvo plagada por la paranoia”, recordaba el batería Paul Cook. “Y Malcolm no ayudaba, nos decía que había gente siguiéndonos y que tuviésemos cuidado. A veces había una pareja de policías con pistolas a ambos lados del escenario. Sentí que iban a matar a alguien en cualquier momento, aquello era muy fuerte. Y ese estúpido equipo de rodaje siguiéndonos por todas partes. Había tantos pirados esperando a pegártela…”.
Si a nivel promocional la idea de McLaren era presentar a sus chicos ante públicos lo más cerriles y reaccionarios posible, logísticamente la gira parecía montada por un psicópata. Fechas al azar en puntos geográficos alejados entre sí, lo que obligaba a viajar en zigzag por varios estados en uno de los inviernos más fríos de la década. Por problemas en la expedición de unos visados que, debido al historial de detenciones de los músicos, solo permitían su estancia durante dos semanas, tuvieron que cancelarse los primeros conciertos en Pennsylvania, Chicago, Cleveland y Virginia, y solo se mantuvieron las fechas en el Sur, elegidas por McLaren con obvia intención pendenciera.
El primer concierto documentado en Live in the U.S.A. 1978 es el del 5 de enero en el South East Music Hall de Atlanta, Georgia, donde «New York» y «God Save the Queen» —con el bajista Sid Vicious desmintiendo en parte su inutilidad como instrumentista, mientras el guitarrista Steve Jones chapurrea acordes— suenan descacharradas, redimidas en parte por unas potentes «Problems» y «Pretty Vacant».
“Los Sex Pistols hicieron lo que solían cuando se veían bajo un intenso escrutinio: apestaron”, escribe sobre aquella actuación Jon Savage en su canónico libro sobre los Pistols England’s Dreaming (1991). “La guitarra de Steve Jones estaba desafinada, la sección de ritmo perdía el paso y la voz de Johnny Rotten sonaba desesperantemente plana. No hubo asesinato, ni vomitera, ni mutilación: solo cuatro veinteañeros pálidos tratando de no descarrilar, ni confundir las expectativas de espectáculo. ‘¿A que somos la cosa más fea que habéis visto jamás?’, preguntó Rotten al público. ‘¡Dejad de mirarnos!’. El veredicto general fue que el espectáculo había sido decepcionante, pero esto era ya irrelevante: cuando aparecieran los semanarios Time y Newsweek, los Sex Pistols iban a tener en mente algo más que un mal bolo”.
En primer lugar, Sid Vicious. El bajista había aterrizado en Estados Unidos con una creciente adicción a la heroína que no iba a poder aliviar. “Gimme a fix” (dadme un pico), se pintarrajeó en su desnudo pecho al salir al escenario en Dallas, y sorteó el proceso de desintoxicación metiéndose todo aquello que le ofrecían los fans, con los que desaparecía después de los conciertos. El pobre Sid era custodiado por gorilas que le devolvían a su litera en el autobús a la mínima intención de escapar, le daban una paliza si robaba algo —uno de ellos le machacó la cabeza contra un lavabo para dejarle claro quien mandaba— y hasta le metían a la fuerza en la bañera para eliminar la roña formada en su piel por esputos y sangre. Normal que el pocas luces de Sid viviese un proceso de infantilización durante la expedición, y padeciese un subidón de ego que le haría destacar en escena para escarnio de Rotten.
En el vuelo hacia la segunda parada de la gira, Memphis, un profético rayo impactó en el avión. Aquello no pintaba bien. De regreso a Texas para el concierto de San Antonio, Sid iba lanzadísimo. Había más de dos mil tejanos con ganas de pelea en el local, Randy’s Rodeo, y pronto volaron hacia el escenario perritos calientes y latas de cerveza. De pronto, estalló una batalla campal entre los nativos americanos y mejicanos allí presentes contra los cowboys caucasianos. Una botella de Jack Daniel’s impactó en la cabeza de un policía y, envalentonado, Sid lanzó su histórica proclama: “¡Vosotros los cowboys sois una pandilla de jodidos maricones!”. Cuando un joven fan quiso discutírselo, le golpeó en la cabeza con el bajo. Se iluminó la sala y el concierto se detuvo durante varios minutos.
“Aquel concierto de San Antonio es uno de los mejores conciertos de rock’n’roll que he visto”, afirma el fotógrafo neoyorquino del semanario británico New Musical Express, Joe Stevens. “Hubo violencia, buena música, fantástico. Rotten estaba en plena forma, los chicos lo dieron todo, el público enloqueció. No había visto a Sid con los Pistols en Inglaterra: tenía una zona del escenario para él, donde retozaba y lanzaba cosas. Rotten estaba acostumbrado a que las cámaras le enfocasen, y ahora veía como los fotógrafos seguían a Sid. Vicious le estaba robando el foco”.

La disensión en el seno del grupo era evidente. Cook y Jones se tenían el uno al otro —y llevaban la carga de las actuaciones mientras Rotten y Vicious la liaban parda— y obedecían a McLaren. El único amigo de Rotten era Sid, que como hemos visto pretendía suplantarle como principal atracción y, al hacerlo, se mostraba cada vez más incontrolable. Según Lydon, “Sid se enamoró de su ego y aquel fue su final. Intenté desesperadamente mantenerle alejado de las drogas: estaba todo el tiempo en el autobús. La gira en si misma fue muy, muy mala: nadie me hablaba, me ignoraban, pasaba el tiempo encerrado en mi habitación, sin ningún sitio al que ir, ni nada que hacer. Fue muy, muy aburrido”.
Tras actuar en Baton Rouge, Louisiana, donde Sid y una rubia se enroscaron sexualmente en pleno bolo, el día 10 de enero se presentan en el Longhorn Ballroom de Dallas, famoso por su antiguo dueño Jack Ruby, el ejecutor del asesino de Kennedy, quien programó actuaciones allí de Count Basie y Ruth Brown, ¡en la racista Texas de los años cincuenta! El bolo arrancó bien, hasta que Sid le gritó al público que eran “un maldito hatajo de cowboys” y fue derrumbado sobre las tablas mientras tocaban «Holidays in the Sun», resultando en una nariz rota. Todo muy punk. Frenética sonó «No Feelings», atronadoras «Pretty Vacant» y la rebautizada para la ocasión «Anarchy in the U.S.A.».
Antes, en la prueba de sonido, Lydon había tratado de ensayar un nuevo tema con el grupo, «Religion», escrito durante la gira. McLaren lo desautorizó alegando que aquello… ¡no era bueno para la imagen de la banda!; Cook y Jones, hartos de la deriva de Rotten y Vicious, asintieron dóciles. Lydon pretendía hacerles evolucionar desde el rock’n’roll hacia parajes más innovadores, como el mismo haría en Public Image Ltd., en cuyo primer álbum se incluye la citada canción.
En Tulsa, Oklahoma, donde actuaron en una decrépita sala de baile, Cain’s, con imágenes de los heroes del country en las paredes —el local todavía conserva, enmarcado, el puñetazo que Sid gravó en una de ellas— un pastor baptista les asaltó al grito de “hay un Johnny Rotten dentro de cada uno de nosotros y no debe ser liberado, sino crucificado”. Seguro que a Lydon se le escapó una sonrisa maliciosa.
El 15 de enero llegan finalmente al Winterland Ballroom de San Francisco, donde dos años antes The Band había bailado su último vals y ahora los Pistols iban a danzar su último pogo. La fuente sonora usada para Live in the U.S.A. 1978 es la grabación de la emisora KSAN, ampliamente pirateada; Warner filmó el concierto, editado en los noventa como Gun Control en CD y VHS. Históricamente visto por asistentes y analistas como un desastre, aquel último bolo ha adquirido el valor de un documento histórico, una suerte de autopsia en vida, con un desanimado Jonesy escupiendo sus maravillosos riffs, un Rotten entre el hastío y una rabiosa lucidez.
“En el Winterland, donde Lydon, como escribió Greil Marcus, ‘se agarraba al micro como un hombre dentro de una turbina’, las combinadas ráfagas de la expectación y la presencia de los medios amenazaban con barrer al grupo del escenario”, escribe Jon Savage. “Su sonido mostraba enormes agujeros por donde escapaba el aire como de los pulmones de un moribundo. Escuchar grabaciones en bruto del evento es una experiencia pasmosa. Cook y Jones parecen tocar como si les fuese la vida: Jones carga con todo el peso del alocado impulso del grupo. Vicious no es que esté desafinado o no siga el ritmo, es que está en otro planeta: los toques de su agitado bajo puntúan las canciones como explosiones en la lejanía.
Es Lydon quien interpreta las sensaciones que proyecta el grupo: mientras las ráfagas aúllan alrededor de ellos, se percibe cómo va perdiendo la fe en su interpretación y en su propia persona. Los Pistols tocan los mismos temas que habían tocado en el 100 Club, aparentemente eones antes, y Lydon parece darse cuenta de que estas canciones, tantas veces tocadas antes, describen tan exactamente lo que está viviendo ‘ahora mismo’ que podrían haber sido escritas para ese preciso momento”.
Hacia el final suenan «Belsen Was a Gas» de Sid, un chiste amoral sugerido por una enfermiza fijación con la imaginería nazi, y «Anarchy in the U.S.A.» (sic). Cierran con «No Fun» de Stooges, corolario de casi todas sus actuaciones. Y llegan al fin del mundo, que no es la tienda de King’s Road en cuyos alrededores se había fundado aquella monstruosidad que entronizaría universalmente el punk-rock, sino el Finisterre real de la frustración y el nihilismo. El timo ya no daba para más.
“En América, lo que nos jodió es que nos trataran como estrellas del rock, no sabían hacerlo de otra forma”, dijo Jonesy. “Así tratan a todos los que van a actuar allí. En el Winterland yo estaba resfriado, Sid no acertaba una nota y la mitad del tiempo ni siquiera estaba enchufado. Yo y Paul tan solo queríamos tocar. Pero se me rompían cuerdas continuamente y tenía que parar a media canción. Y toda esa gente pensando que aquello era genial y preguntándose qué estaba pasando”.
Curiosidad final. Rory Gallagher estuvo en el bolo de San Francisco y declaró: “Esto es lo más parecido a Eddie Cochran que podrás ver”. Impresionado, abandonó el elepé que estaba grabando con el productor Elliot Mazer (Neil Young, The Band) y reformuló su banda como power-trio. Ahí lo dejo…
Texto: Ignacio Julià