Con esta entrega, Antonio Scurati ha decidido poner fin a su ambicioso proyecto de novelar la biografía de Benito Mussolini. De los anteriores hemos ido rindiendo cuenta en otras reseñas. Este volumen final, por lo tanto, permite apreciar todo el titánico conjunto, cuyo resultado global es más que notable. Acaso sea en esta hora del destino donde el cronista ha encontrado más momentos en lo que la lectura se le ha resistido, en contraste con los cientos de páginas devoradas anteriores con impaciencia gracias a la fluidez del relato.
Sea por las acostumbradas excursiones a otros escenarios, en los que la intimidad – o las relaciones con su círculo político más cercano, incluyendo a Hitler y sus compañeros nazis – no acaban de funcionar tanto, puesto que parece que el escritor no acaba de encajar como cronista épico en episodios tan conocidos como la lucha entre Montgomery y Rommel y en otros que lo son menos, como las habituales incursiones bélicas en Europa – sur de Francia, Albania, Yugoslavia o Grecia – o en África – Libia, Etiopía -, que cuando no son frustrantes para el ejército italiano – siempre en un papel de comparsa del alemán —, son desastrosas, y siempre sanguinarias.
El interés alza el vuelo en el último cuarto del libro, en el que la decadencia de líder fascista se va acentuando progresivamente hasta llegar a su encarcelamiento, instantes que son los que clausuran la obra. Para concluir y retratar a ese Mussolini y su corte, nada como glosar una de las anécdotas de libro: el príncipe Von Bismarck le traslada la carta en la que el Führer le comunica que su ejército ha empezado a invadir la Unión Soviética, a lo que el dictador italiano decide que el ejército italiano ha de participar de la invasión. El ministro de Asuntos Exteriores de la Italia fascista, Galeazzo Ciano – su propio yerno – traduce su decisión al noble emisario germano así: “Quiere ir a montar barullo a Rusia”.
Cristóbal Cuenca