Hay ocasiones en las que un gran disco no está formado por grandes canciones. Hay ocasiones en las que un gran disco no necesita de reinventar la rueda. Hay ocasiones en las que un gran disco es un gran disco por el mero hecho de que te crea adicción. Luego, para seguir con la frase de marras, hay ocasiones en las que te reafirmas tal Cheetoh fumando un petardo (si no eres fan de Padre de Familia no te hará la menor gracia el chiste) y te dices a ti mismo: «Qué gran disco, tío».
Los Neverland Ranch Davidians han creado el cruce perfecto entre el punk y el blues; o sea, que lo que escuchas es justo lo que está en medio de esos dos términos. Es como si Barrence Whitfield (es justa la comparación con Tex Mosley de los Davidians, no ya por ser ambos hombres negros, sino por el timbre de voz) se hubiera ido de farra con Wayne Kramer y hubiera acabado en una jam con Dave Alvin. ¿Cómo se hacen discos así hoy día? Con talento, cojones, estilo y actitud.
De esa guisa te salen canciones como «Signifies Monkey», «Swamp Feet» o «Don’t Call Me» («Llámame perdedor, llámame viejo negrata, llámame falso, pero no me llames más», berrea Mosley) y estas a la altura de los que versioneas: Eddie Floyd, Half Pint & The Fifths y Skip James, cuyo «Hard Time Killin’ Floor Blues» parece ahora una canción de los Stooges de los dos primeros discos.
Su disco anterior llevó a Iggy Pop a pincharles en su programa para la BBC. Ian Fortnam, de lo mejor que escribe en el Classic Rock británico, dijo que era «un futuro clásico». No quiero pensar que dirán de este álbum, pues todo lo bueno que los Davidians apuntaban en el debut está aquí mejorado. Queremos ver a la banda de L.A. en nuestros escenarios, lo merecen ellos y nosotros. Hay ocasiones en las que un gran disco es un gran disco, y punto.
Texto: Sergio Martos
