Que Chris Eckman rara vez falla, por no decir nunca, es algo que muchos sabemos ya desde los lejanos y gloriosos tiempos de The Walkabouts. Pero una cosa es no fallar y otra acertar de pleno en el centro de la diana.
Sobrio y elegante sea escribiendo, sea interpretando, su carrera en solitario una vez desligado de Carla Torgerson nos ha ofrecido grandes momentos en un buen puñado de títulos, pero me atrevería a decir que, siendo siempre de notable y más, nunca había alcanzado un nivel de depuración e inspiración en su música como con este nuevo álbum. Reflexivo hasta lo confesional, en lo lírico, musicalmente -no cabía esperar lo contrario- vuelve a tomar sus armas de confianza: guitarras acústicas, piano, contrabajo, un poco de pedal Steel por aquí y unos sutiles arreglos de cuerdas por allá, cortesía estos últimos de la compositora belga Catherine Graindorge, presente en los créditos de algunos trabajos de Nick Cave o Iggy Pop.
Todo ello redunda en un sonido más cálido y reconfortante que en algunas de sus anteriores y más espartanas propuestas, ya desde la inicial «Guinevere», una carta de amor que ruega una segunda oportunidad y que actúa como camino de entrada desde el que encaminarse a una mansión sonora en la que cada puerta da a una estancia tan o más acogedora que la anterior. De alguna incluso, como en el caso de la maravillosa «Haunted Nights» (el pedal steel de Andraz Mazi y los delicados coros de la cantautora eslovena Jana Beltram, de tan frágiles, conmueven), querría uno no tener que salir en semanas.
Podríamos tirar de tópico y hablar de madurez o de gran estado de forma y demás lugares comunes, si no fuera porque como decíamos al principio, todos ellos los alcanzó -y en ellos se instaló- Eckman hace ya mucho. En realidad, ante una obra de la sutileza de The Land We Knew the Best, las palabras están de más. Lo mejor que se puede decir de él es que está ahí para quien quiera; un simple anuncio, un “no deberían perderse esto, de verdad”.
Realmente, de verdad, no deberían.
Eloy Pérez