Durante un tiempo Coppola fue el mejor director sobre la faz de la tierra. Eso es así. La década de los 70 fue su particular reinado donde ejecutó con maestría cuatro obras capitales del cine de autor norteamericano: La Conversación, Apocalypse Now y las dos primeras entregas de El Padrino. Casi nada. Y en lo que podría ser su última película, el director norteamericano decidió por fin sacar adelante, por cuenta propia y gastándose más de 120 millones de dólares de su bolsillo, su durante muchos años soñada, Megalópolis.
Pero las noticias que llegaban del caótico rodaje no auguraban nada bueno mostrando a un Coppola encerrado a menudo durante el rodaje en su caravana para crear y fumar marihuana mientras el set quedaba completamente paralizado para posteriormente salir e inventarse algo que no tenía sentido y que no estaba en el guion ante la sorpresa total del equipo. Malamente, que diría Rosalía. Por tanto, cabía esperar un film megalómano de autor que aunque resultase fallido, al menos conservase algo de la magia visual a la que nos acostumbró en épocas pasadas. Pero desgraciadamente esta fábula shakespeariana, que navega entre la sátira y el desconcierto de un cineasta que hace tiempo perdió el norte, acaba resultando un conglomerado filosófico-histórico-antropológico repleto de ideas mal ejecutadas que termina ahogándose en su desmedida ambición.
Una película desordenada e incoherente, en la que, pese a su espectacular elenco, cada secuencia parece olvidarse de la anterior mientras algunos de sus personajes aparecen y desaparecen sin lógica alguna. Y lo peor de todo, al día siguiente nada permanece en tu retina y prácticamente te olvidas de lo que has visto. Lo dicho, una pena.
Martín Page