Hacía mucho tiempo que no iba a misa. En esta religión tan pagana y sentida que es el rocanrol hay momentos en los que piensas que esto es lo mejor que tiene la vida. Una religión que hermana en lugar de provocar guerras, que te hace olvidar todo lo malo que hay ahí fuera.
Lo que hizo Nick Cave, deidad absoluta de esta, nuestra causa, en la noche del viernes es algo que recordaremos para siempre. El australiano consiguió durante sus más de dos horas de concierto lo que parece imposible en estos tiempos: un sentimiento de total comunión.
Reconozco que tenía mis dudas con este concierto. Yo, amante y fiel creyente de que el lugar dónde ver a un artista es lo que a la larga se recuerda. Yo, firme defensor de que a Tom Waits hay que verlo en una taberna, a Pink Floyd (o lo que queda de ellos) en un sitio en ruinas o a los Doors rodeados de policías, era reacio a ver a Nick Cave en un lugar como el WiZink. Cuánto me equivoqué.
Porque Nick Cave está en un momento vital en el que solo quiere sentir el calor de los suyos. Tras haber reunido a los inconmensurables The Bad Seeds siete años después, Cave ha dejado una huella imperecedera en su paso por España.
Con la excusa de presentar Wild God, su a priori cierre artístico de una herida inimaginable, imposible de cicatrizar, Cave subió al escenario de un pabellón abarrotado para hacer el tiempo suyo. Para involucrarnos en su catarsis como pocos artistas han logrado.
Un Nick Cave en permanente contacto con su público, pidiendo por favor que móviles al bolsillo, que es de mala educación grabar la eucaristía. Un Cave que hizo saltar lágrimas contando como escribió “O Children” mientras miraba cómo sus hijos jugaban en el parque; que puso pieles de gallina con “Long Dark Knight”, “Bright Horses” y, sobre todo, con esa “I Need You” que saca de sus entrañas cada vez que la toca sentado al piano, y que hizo las delicias de los no tan practicantes con “Red Right Hand”.
Una ceremonia hermosa y trascendente de un hombre en un necesario y quizá forzado estado zen. Una ceremonia en la que, durante dos horas y pico, todos sentimos que el mundo a veces es un buen lugar que merece la pena escuchar.
Texto: Borja Morais
Fotos: Salomé Sagüillo
NICK CAVE & THE BAD SEEDS
Palau Sant Jordi, Barcelona, 24/10/2024
La muerte le debe guardar rencor a Nick Cave: a mediados de la década de los ochenta del siglo pasado, el nombre del australiano aparecía en lo alto de las quinielas de obituarios anuales, pero por más que lo rondara siempre, el Rey Cuervo se mostraba mucho más rápido que ella y mantenía el vuelo fuera de su alcance, aleteando triunfal sobre la última sobredosis y la próxima pelea, entre fabulosos graznidos de sexo, religión, drogas… y muerte.
Han pasado décadas de eso y, a pesar de que La Muerte se ha cobrado pagos a cuenta sobre la cabeza de Nick, su respuesta contra el dolor y la oscuridad ha sido ejemplarizante: la humildad, la aceptación y el gozo por estar vivo iluminan ahora su camino. Y esa luz es la que nos trajo, con el sólido respaldo de los Bad Seeds, en su concierto del pasado 24 en el Palau Sant Jordi.
La ceremonia, porque lo de concierto o recital hace tiempo que se le queda corto, fue de las que se recuerdan durante una vida: dos horas y media en las que dio cuenta casi por completo de su deslumbrante ‘Wild God’, del que curiosamente apenas dejó sin interpretar “As The Waters Cover The Sea” (justamente el tema con más carga de góspel del trabajo) reforzando el set con visitas tanto a clásicos inexcusables como “Tupelo”, “The Mercy Seat” o “Red Right Hand”, como a algunos temas que postulan a ese rango del calibre de “O Children”, “Bright Horses” o “I Need You” y también a joyas a las que cualquier fan de largo recorrido sabe apreciarles el bouquet, como lo fueron “Weeping Song”, “From Her To Eternity” o “Papa Won’t Leave You Henry”.
Todo dispensado con el corazón saliéndose del traje, arrimándose agradecido como nunca a su audiencia y apoyándose en unos Bad Seeds remozados (con las novedades de Larry Mullins a la batería, Carly Paradis a los teclados y Colin Greenwood al bajo) que con la guía de Warren Ellis, maravilloso aun estando lastrado por una inoportuna lesión, y con el refuerzo de un cuarteto de góspel sazonando los coros, siguen siendo la orquesta perfecta para este tipo de celebraciones.
Como colofón, cuando todo parecía dicho y entregado, Nick nos regaló con la interpretación sólo y al piano de “Into My Arms”. Y ese momento nos recordó que la vida, a pesar de todas sus cargas y pruebas, puede, y debe, ser maravillosa. Y así, con el corazón levantado hacia este clásico en vida, nos fuimos todos en paz.
Texto: Fermín García
Fotos: Sergi Fornols
Brutal, magico e imprescindible, como las lagrimas de felicidad de la CHICA feliz de encaje blanco.
Totalmente de acuerdo. Fue un momento de catarsis colectiva, un momento de conexión con poderes de otro mundo, a través de NC.
Esta era la novena vez que lo veía y, de nuevo, me ha vuelto a impresionar: está a una altura a la que muy pocos llegan… y en la que es muy difícil permanecer.
Todo lo que se explique es poco