Imaginen por un momento que este brontosaurico cartel se hubiera llevado a cabo en 1982, cuando Uriah Heep llegaban renovados y reinventados con Abominog, Saxon publicaban el primero y más legendario de sus directos y Judas Priest seguían siendo imbatibles con Screaming For Vengeance. No lo duden, todavía se hablaría de ese cartel, del mismo modo que los veteranos del lugar nos siguen contando los mil y un detalles del mítico triplete Rainbow / UFO / Def Leppard con una sonrisa de oreja a oreja. No es 1982, es 2024, y cada una de las bandas protagonistas ha tenido un recorrido admirable, algunas encontrando más trabas en el camino que otras. Entre las tres no forman un grupo con miembros originales, pero eso no importa. Lo relevante es la actitud, la ilusión y la energía que todavía profesan enfrente de los suyos.
Es lo que tiene el llamado classic rock y cualquiera de sus ramificaciones, llámenle hard o heavy, qué más da; aquí se viene a currar y por ello todas las personas saldrán del recinto con la sensación de que el ticket valió cada uno de los céntimos de su precio.
Uriah Heep apostaron por su material reciente, lo cual resultó curioso teniendo en cuenta los escasos cuarenta minutos de los que disponían. Decisión arriesgada, pero ¿acertada? Los discos recientes de Heep tienen poso, no son mero ejercicio nostálgico y/o subterfugio para salir de gira y hacer caja. Ahora, cuando comparas algo tan anodino como «Hurricane» con «July Morning» o «Gypsy», es más evidente que ese material reciente pierde por goleada. Estuvo bien volver a reencontrarse con Mick Box y sus movimientos de dedos recorriendo el mástil de la guitarra a lo encantador de serpiente. Menos gratificante fue el reencuentro con el innecesario doble bombo de Russell Gilbrook. No pude evitar recordar al añorado Lee Kerslake.
Saxon sufrieron recientemente la baja de Paul Quinn, receptor de las esencias originales de la banda junto al irreductible Biff Byford. La banda hizo lo más inteligente y el reemplazo de Quinn fue otro tipo veterano, un grande de la New Wave Of British Heavy Metal, escena a la que siempre estará ligada Saxon: Brian Tatler, el incombustible líder de Diamond Head. La banda sonó vital, inteligente en el material más nuevo e imperecedera en los clásicos habituales. Todavía me parece sorprendente la ausencia de «puentes» en las composiciones de Saxon. Es algo que no existe ni en «Motorcycle Man», ni en «Denim And Leather», «Wheels Of Steel» o incluso la épica «Crusader». Quizás es esa inmediatez lo que ha evitado que esas canciones envejezcan. Y ya que mencioné «Crusader», ahí fue donde se justificó la presencia de Tatler. El mejor solo de guitarra de la noche fue el suyo en esa canción.
Hace veinte años no daba un duro por Judas Priest. Lo digo por los conciertos de reunión con Rob Halford que hicieron entonces. Sonaban descompasados, Halford parecía forzado a ser un personaje caricaturesco y recordé porqué Scott Travis es, de largo, el batería de Priest que menos me gusta. Pasado el tiempo, y sin Tipton y Downing en la dupla de guitarras, Halford es quien ha cargado con el peso del legado histórico de la banda y su credibilidad como frontman, ahora que ha envejecido, queda intacta. Se pasea por el escenario lentamente, desprendiendo un halo de personaje histórico, contoneando la silueta de un tipo con un carisma inalcanzable para el resto de humanos. Halford es tan rematadamente bueno y natural que es capaz de lucir la frase heavy metal en la espaldera de una de las innumerables chaquetas que saca a escena y queda guay, sin parecer una parodia o traer a la memoria aquél «very metal» del chaleco de Adrian Edmonson en el personaje de Vyvyan en los Young Ones. Es imposible no amar a un tipo que se sienta en un taburete y habla de los tiempos primerizos en Birmingham, de Rocka Rolla, de la hermandad con Black Sabbath, como el que habla con un amigo de toda la vida. ¿La voz? Bueno, hubo muchos efectos que le ayudaron a llevar el recital con dignidad. Pero es lo lógico cuando todavía tienes que enfrentarte a pruebas físicas como «Victim Of Changes», «Painkiller» o «Sinner». Bastante bien en ese sentido, de veras.
Las nuevas canciones de Priest no son de mi agrado. Entiendo que al publico de Painkiller les encante los derroteros por los que tira la banda desde hace años cuando publica nuevo material. Pero, a mi parecer, Judas Priest es mucho más que ese vertiginoso estallido metálico que carece de matices. Afortunadamente, cada vez que la banda sale de gira prepara un set list en el que siempre hay cabida para las sorpresas y esta vez la satisfacción fue plena: «Devil’s Child» y «Riding On The Wind» de Screaming For Vengeance; «Love Bites», el olvidado segundo single de Defenders Of The Faith; y, ojo, «Saints In Hell» de Stained Class. Con eso y la vuelta de «The Green Manalishi (With The Two Prong Crown)» al repertorio, ya estaba vendido a la banda. ¿Y Travis? Bien, en su sitio. Lo mismo que Andy Sneap, Richie Faulkner y el tremendo Ian Hill. Supongo que mientras Halford quiera, esto tendrá sentido. Él es el aura, la leyenda y el peso de la historia.
Texto: Sergio Martos
Fotos: Judas Priest Facebook