Como siempre cuando me siento mal, aparezco en la tienda de discos. En la puerta, me parece ver pegada una esquela. Miro mejor y empeora: hay toda una columna de nombres propios ¡Una verdadera masacre! Entre las víctimas un trozo mío: Buzzcocks – 01/12/23. Me apunto la fecha, llega el día y por supuesto voy tarde; pues es muy fácil vestirse para un entierro, más para una resurrección ¿Qué ponerse?
Steve Diggle escoge sistemáticamente un jersey de rayas, ventajas de ser mod. Lo asombroso sin embargo es la puntualidad británica de L’Hospitalet: apenas diez minutos de las diez y en la sala ya no cabe nadie. Es verdad que me he perdido la inmortal “What Do I Get?”, pero, a cambio, por entrar al concierto in media res, he ganado la mágica impresión del que nace por segunda vez, y además entre personas que son máquinas extrañas: Beatniks. Punks. Rockers. Mods. Estudiantes de música… Una peligrosa congregación de tribus ––o recuerdos de tribus— que sin duda supone un aliento de vida, un jugoso paisaje, en contraste con el público de copistería al que se nos tiene acostumbrados.
Subo ahora la mirada al escenario como culpando a todas las cabezas de haberme tapado para siempre a Pete Shelley, y me encuentro con la energía desbordante de Diggle, sobre quien, junto al resto de los integrantes actuales de la banda, parece haber caído el peso de la enorme trayectoria de los Buzzcocks; un peso que no le aplasta, al contrario, que parece darle todavía más solidez. De modo que interpreta temas remotos como “I Don’t Mind” o “Fast Cars” con la misma vivacidad con que aborda los más recientes, especialmente “Manchester Rain”. Y entretanto, sin perder el ritmo, escupe. Ríe. Señala con su brazo a cada oyente.
Su actitud de granuja obtiene la respuesta feroz de algunos vasos que vuelan, derramándose en chubascos inesperados sobre el cielo de la sala, de donde, en lugar de nubes, cuelga un espejo convexo que le da la vuelta a todo, como abriendo otra dimensión, la “Third Dimension” que suena; antes de pasar al clímax con “Orgasm Addict”, tema que detonará en un cambio casi imperceptible de jersey.
Como siempre, las canciones que más duelen, que por masocas más esperamos, aparecen relegadas al final. Sin embargo, cuando suena “Ever Fallen in Love” y la voz de la gente termina por arrancar fuera del paréntesis el “(With Someone You Shouldn’t’ve)”; cuando, para restaurar los ánimos, llega finalmente “Harmony in My Head”; o, incluso, cuando los Buzzcocks desaparecen, nadie cree todavía estar en el final de este brevísimo concierto. La única que nos lo puede asegurar es la botella de vino de Steve Diggle cuando baila en su mano, feliz de recibir al fin su atención, mientras para nosotros cae el telón igual que un párpado guiña.
Texto y fotos: Sara Moa