Mucho ha llovido desde que descubrí (tarde, lo sé) a Joe Henry con aquel Civilians (2007) que, todavía hoy, me sigue pareciendo uno de sus mejores trabajos. Interesándome por lo precedente y siguiéndole religiosamente a partir de entonces, su carrera se ha convertido en referente personal. Pocos artistas americanos en estas dos últimas décadas se me antojan más imprescindibles que él.
Y así, con una nueva obra maestra bajo el brazo -ese All The Eye Can See editado en enero- se presentó en la sala del Paral·lel. Una sala que, fuera por saturación de agenda, por desidia o por lo que sea, le recibió desangelada como pocas veces: un tercio escaso de la platea y gracias. Tomándoselo con esas tablas que en los grandes es pura naturalidad, bromeó solo salir diciendo que tal vez estaríamos más cómodos subiendo todos al escenario. Una pequeña broma que rompió el hielo de inmediato, justo el tiempo necesario para empuñar la guitarra y recitar los primeros versos de «Song That I Know», una de sus más recientes joyas. Saldría a continuación su hijo Levon para acompañarlo a lo largo de todo el show, mayormente a través del clarinete y ocasionalmente al piano.
Discurriría a partir de entonces un recital que revisitaría viejos logros («Like She Was a Hammer», «After The War, Odetta», «Sold»), y regresaría al presente más inmediato en una serie de temas del nuevo álbum, antes de sentarse al imponente piano de cola que presidía el escenario y desgranar «Our Song» y «God Only Knows», dos de las muchas perlas en Civilians. Ya de nuevo a la guitarra, la recta final con «The Fact of Love», «Eyes Out for You» y «Orson Welles» fue un fin de ceremonia absolutamente mágico, emocionante casi hasta la lágrima.
Mención aparte merecen los comentarios y las introducciones a algunos temas (en el caso de «Mule» y «Kitchen Door», simplemente maravillosos); Henry es un erudito en el mejor sentido de la palabra, y su oratoria desprende esa clase de innata sabiduría que solo los genios poseen. Adecuadísimas pues sus reflexiones al presentar los temas, antes de regalarnos una y otra vez esa música suya que trasciende el rock, el jazz y el blues para entrar en el terreno de la canción americana más atemporal, más canónica. Esa canción americana encarnada en su ídolo Cole Porter, de quien versionó la habitual e inmortal «I’ve Got You Under My Skin» -intercalando unos versos de «Like a Rolling Stone», guiño a su parlamento previo- en un bis ruidosamente reclamado por un público que, no por escaso, se mostró menos entusiasta y agradecido. No había para menos.
Eloy Pérez