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Elton John – Palau Sant Jordi (Barcelona)

 

 

Cosas de las nuevas tecnologías, cuando la cámara se acercaba con un zoom y enfocaba los dedos gruesos y cortos de Elton John, más salsicheros que esbeltos, y sobretodo para nada los dedos arquetípicos de un virtuoso del piano, se podía ver por la gran pantalla como una aurea iluminaba sus manos, como poseídas por la energía de los pioneros.

Allí se arremolinaban reminiscencias de James Booker, Leon Rusell, Jerry Lee o Little Richard entre muchos otros. Porque mucho más allá de ese Elton consumido por el publico de masas, amigo de princesas, portada de tabloides sensacionalistas, devorador de hits maniáticos e imagen de un glamour oxidado y carrinclón, lo que yo veo en él es un transmisor, como un cuenta cuentos, del espíritu pionero del rock. Y, a cada tecla que toca, hay un alma en una iglesia del Mississippi que se ilumina y un cocodrilo en los pantanos de Nueva Orleans que caza una presa. En su histrionismo está Esquerita y las grandes actuaciones de Little Richard, en su sonido se encuentra la fiereza de James Booker y la elegancia de Allen Toussaint y en su poder resuena Leon Rusell y las sirenas del góspel más aural. Yo nunca le había visto en directo porque temía que mi recuerdo de sus grades discos de los setenta, guardado a calicanto en mi corazón, se viera deteriorado. Pero esta vez, tratándose de su tour de despedida, algo dentro de mí me pidió un esfuerzo extra para acudir y correr el riesgo de ver caer un mito. Y aunque no sería el primero que cae, esta vez pasó todo lo contrario; ha sido una oportunidad para salir con una imagen más reforzada, poderosa y agradecida.

En esta gira Elton dibuja un repertorio hecho a medida para los fans de toda su carrera. Yo me quedo con momentos muy emblemáticos como la inaugural «Bennie and The Jets», su maravillosa «Border Song» de su primer disco que dedicó a Aretha Franklin en honor a la versión que ella mismo hizo poco después, la colosal «Rocket Man» con una imaginativa y original outro (podría pasar días enteros pinchando esta canción en modo repeat one), la entregada «Some Saved My Life» de la que dijo que era uno de sus discos preferidos, el memorable Capatin Fantastic and the Brown Dirt Cowboy o también la señorial «Levon» del Madman Across the Water o un coreada «Tiny Dancer». Pasa una cosa, cuando las escuchas todas del tirón te das cuenta que Elton, en su progresión de acordes inconsciente, en su dharma instrumental, se pasó la vida escribiendo la misma canción. Ese boogie infernal, heredero del ragtime, alineado con las magnas crestas del rock y expulsado por el fuego abrasador de ese pop Brill Billding que tantas almas ha aprisionado en su humareda. Es flor y hacha, heno y brillantina, almíbar y centeno.

Para mí solo hubo uno de esos momentos que tanto temía y que había avivado en mí la prudencia de no acudir a ninguno de sus shows anteriormente. Fue esa especie de animación tecno proyectada en las pantallas mientras cantaba a modo de karaoke su horrible hit noventero «Cold Heart». Pero incluso allí pude darle la vuelta y disfrutar de su pluma, de su decadencia perversa, de su histrionismo putero y su cerebro derecho almidonado con suites en Benidorm y cócteles en Las Vegas a media tarde. Pero incluso esa faceta, largamente evitada, me pareció entrañable y coqueta esta vez. Elton es un monstruo con muchas cabezas, es Liberace, es Piano Huey Smith y es la reina de una disco de Ibiza a las tres de la madrugada, y de esta noche no corto ninguna y guardo su leyenda caliente en mi corazón.  Gracias por tu legado, Sir.

 

Texto: Andreu Cunill Clares

Foto: Live Nation

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