El de anoche fue, sin duda, uno de esos conciertos que jamás podremos olvidar, porque Terry Adams ha visitado muy poco nuestro país y poder disfrutar de su magia a menos de un metro de distancia ha sido un auténtico regalo que ninguno esperábamos a estas alturas. El sueño se activó el sábado por la tarde cuando unos guasaps empezaron a circular con frenesí entre un puñado de suertudos privilegiados entre los que afortunadamente me encontré: “NRBQ tocan el la Fun House el lunes!”.
Si hubiera sido el día de los inocentes supongo que nos habríamos echado unas risas, pero tenía visos de realidad al estar actuando en ese momento en Gijón y sabiendo de la cercanía entre la sala Fun House y la promotora de la banda, Folc.
Las cien entradas, lógicamente, tardaron pocas horas en agotarse y los más impacientes ya estábamos allí el lunes una hora antes de la apertura de puertas. Durante la espera pudimos saludar a un montón de gente de Malasaña de toda la vida, pero que lleva lustros sin dejarse ver más allá de las ocasiones muy especiales, y esta lo era, ¡claro! Tras el preceptivo chequeo del diligente roadie, estos remozados Q entraron en la sala y a los diez segundos, literalmente, ya estaban sonando sus instrumentos.
Desde el primer instante quedó claro por qué son una banda tan especial, que “tocan lo que les da la gana”, como reza el libro de Josep Calle: músicos sonrientes y totalmente desinhibidos, aunque a la vez dirigidos por ese loco carismático en torno al que han girado las distintas formaciones de NRBQ desde hace más de cincuenta años. Terry les invitaba con la mirada a improvisar un solo; les marcaba la canción que iban a tocar —porque obviamente no había setlist— o decidía soltar el teclado para simplemente atarse las zapatillas. Es algo que en cualquier otro caso habríamos tildado de poco profesional, o falto de seriedad, y que sin embargo aquí recibimos con una sonrisa, como seña de identidad de ese entrañable señor mayor que aporrea inclementemente su clavinet mientras se confiesa incapaz de dominar el menú digital de su otro teclado electrónico.
Scott Ligon se hizo cargo de la mayoría de las voces y demostró una enorme elegancia y versatilidad con la guitarra, que en una ocasión cedió a un John Perrin que se mostró tan cómodo como tras la batería. Y el menudo Casey McDonough siempre un discreto segundo plano, incluso cuando le tocaba cantar sin perder ni un compás al mando de sus cuatro cuerdas. Estos tipos, sin duda, han demostrado merecer los galones como miembros de los Q y que esta encarnación no deba ser considerada como una banda de versiones con Adams al frente.
Pese apenas saludar a su público, los Q consiguieron un grado de complicidad absoluto y estoy seguro de que a muchos todavía no se nos ha borrado la sonrisa del rostro. No puede ser de otro modo tras disfrutar de dos inolvidables horas en la que clasicazos («Magnet», «Me And The Boys», «Captain Lou» o «12 Bar Blues») se codearon con otras joyitas no tan conocidas de la inabarcable discografía de esta maravillosa banda. Me atrevería a decir que habría dado igual no conocer ni una sola de esas canciones para haber disfrutado como un poseso…
Bueno, excepto si eres una de esas cuatro o cinco cotorras que incomprensiblemente se pasaron buena parte del concierto pese a estar en la tercera o cuarta fila… ¡Os maldigo! ¡Y que la ira de la adorable Q People caiga sobre vuestras cabezas!
Texto y foto portada: J.F. León
(Os dejamos aquí abajo el vídeo del primer bis de esta memorable actuación)
Estoy contigo. Yo también maldigo a los cotorros que joden el concierto a los demás hablando sin parar, bien alto. No sé si es porque son unos fantasmas o porque van a los conciertos por razones espúreas (¿tráfico? ¿proxenetismo? ¿inspectores de las cloacas del copyright?) pero siempre salgo con ganas de que los músicos, promotores o pipas les llamen la atención o les manden a la puta calle…