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Bowie taken by Duffy, el héroe de las mil caras

 

La exposición Bowie Taken by Duffy permite adentrarse en las cinco determinantes sesiones del artista con el fotógrafo británico Brian Duffy; cómplice absoluto en la creación de la imagen icónica de Aladdin Sane, que cumple medio siglo.

 

“Siempre he tenido la repugnante necesidad de ser más que humano”. Que David Bowie venía de otro planeta es de sobra conocido, pero la amistad alienígena y complicidad artística que compartía con el fotógrafo Brian Duffy tal vez no tanto. La exposición Bowie Taken by Duffy, inaugurada el pasado 15 de marzo en el Colegio Oficial de Arquitectos de Madrid (COAM), presenta una excusa perfecta para adentrarse en el siempre profuso imaginario de Bowie, a través de las fotografías, entrevistas inéditas y más de 160 objetos originales de la colección del Duffy Archive, entre cámaras, cartelería, álbumes, bocetos, notas y diseños de vestuario; junto a las impresiones Chromaluxe de gran formato, como «Aladdin Sane Dye Transfer», la única copia original de la imagen-icono del álbum.

Organizada por la promotora Sold Out, en asociación con Duffy Archive y Nomad Exhibitions, la muestra celebra asimismo el 50 aniversario de Aladdin Sane, cuyo título se debe a un gracioso malentendido entre fotógrafo y artista. Al parecer, cuando Duffy recibió el encargo de fotografiar la portada, preguntó a Bowie cómo se llamaría el disco. La idea inicial de éste era A lad insane (un tipo loco), pero el fotógrafo interpretó Aladdin Sane. El equívoco gustó tanto al músico que decidió optar por la versión Duffy.

La influencia de éste sobre Bowie fue mucho más allá de esta anécdota y de lo estrictamente fotográfico. No se limitaba a encuadrar y disparar. Durante la sesión de Aladdin Sane (1973), el maquillador Richard Pierre Laroche dibujó un pequeño flash en la cara de Bowie, quien ya había utilizado el símbolo del rayo rojo durante la época de Ziggy Stardust. A Duffy no pareció convencerle este guiño, así que blandió un pintalabios y estampó un gran flash que atravesaba la cara del retratado. Así es como el famoso rayo rojo y azul se erigió en icono inherente a la figura del polifacético artista.

Según cuenta el periodista británico y cofundador del grupo electrónico Art of Noise, Paul Morley –autor de los magníficos textos que acompañan la muestra–, “Bowie era famoso por robar ideas de todas partes, y la leyenda dice que vio el rayo en la cocina del estudio, en una arrocera eléctrica Panasonic que la madre de Duffy le había comprado, o tal vez en el anillo TCB (iniciales de Take Care of Business) que llevaba Elvis, en el que también destacaba un rayo”, baraja.

 

La Trinidad Negra del rock n’ roll

Duffy (1933-2010) formaba parte de “un trío de primeras espadas de la fotografía, de origen humilde y actitud inquebrantable, apodado The Black Trinity: Duffy, Bailey y Donovan”, desvela Morley. La modelo Pattie Boyd describió a este trío calavera como “rockeros sin rock and roll”; artífices, eso sí, de avivar “el aura subversiva y desenfadada de los Swinging Sixties” o los alocados años 60.

Antes de adentrarse en las fauces del rock n’ roll, el fotógrafo británico se inició en el mundo de la moda y la publicidad, en la revista Vogue. Consideraba que el 99% de su trabajo “era basura”; y tal vez fuera un arrebato hipercrítico el que le llevó a quemar decenas de negativos y objetos que albergaba en su casa-estudio, al norte de Londres. Por suerte, gran parte de su obra se salvó de la quema gracias a la rápida e impagable intervención de su hijo Chris –también fotógrafo–, a quien debemos en parte que Bowie Taken by Duffy pueda visitarse hoy (y hasta el próximo 25 de junio).

Pero tal vez a quien debamos dar las gracias primero es a Tony Defries, mánager de Bowie en los 70, pues fue él quien presentó a los protagonistas de esta muestra. La complicidad entre ambos fue inmediata, y trabajaron en cinco sesiones fotográficas entre 1972 y 1980, determinantes en la trayectoria de ambos. “El trabajo colaborativo de este tándem artístico, en pleno estado de gracia, produjo las imágenes de los personajes que mejor definieron la carrera de Bowie: Ziggy Stardust, Thin White Duke, Lodger, Scary Monsters y el icónico Aladdin Sane”.

Foto: Amaia Santana

Una mirada innovadora (y analógica)

Los métodos de Duffy eran bastante innovadores, algo que fascinaba a Bowie, por supuesto. Cuando se transformó en Thin White Duke (Delgado Duque Blanco), en la época de Station to Station (1976), le fotografió en el desierto de Nuevo México durante un atardecer, con un equipo mínimo y sin asistencia. Así era el trabajo de este particular dúo: espontáneo, innovador, creativo.

En la época de la trilogía de Berlín, el encargo de Duffy para la portada de Lodger (1979) fue recrear a un hombre que cae al vacío. La exposición muestra el making off de esta curiosa sesión, en la que el fotógrafo suspendió en el aire a Bowie con una serie de accesorios que diseñó él mismo. Sobra decirlo: todo se hizo de manera analógica. Nada de Photoshop.

Tal como su colega David Bailey le describía, “Duffy y la provocación van juntos, como la ginebra y la tónica”. En 1980, en plena ebullición del movimiento de los New Romantics, Duffy se retiró de la fotografía. Su último cometido con Bowie fue crear el payaso Pierrot, para el LP Scary Monsters (1980). Una de las atracciones de Bowie Taken by Duffy es la oportunidad de contemplar múltiples páginas de contactos de estas significativas sesiones, donde se aprecian las mil caras del camaleónico Bowie. Algunos negativos le muestran casi irreconocible, como es el caso de esta última colaboración. También se vislumbran retazos de su compleja personalidad, a través de su relación con el ocultismo y su “obsesión” por Aleister Crowley, plasmada en varias cartas de tarot y libros esotéricos.

El rodaje del filme El hombre que cayó a la Tierra, por otro lado, puso de manifiesto su increíble paciencia. “Le llevaban a maquillaje a las 3.30am y permanecía dormido mientras trabajaban en su cuerpo –relata Paul Morley, sobre una serie de imágenes entre bambalinas–; le despertaban cuando le arreglaban ciertas partes, como la entrepierna, y para la colocación de la calva. Entonces podía echar un pitillo rápido o ir al baño. La cara se dejaba para el final y se le trasladaba al plató sobre las 9am. Aquel largo proceso nunca pareció desconcertarle. “Ser yo mismo era perfectamente adecuado para el papel. No era de este mundo en aquel momento”, diría más adelante”. Sigue sin serlo, y tal vez por ello, siempre pertenecerá al mismo.

Texto: Amaia Santana

Fotos de la Expo: Viktor Koleb

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