Muchos son los que aseguran que el blues está muerto. Pues desde aquí vamos a demostrar que no. Que está más vivo que nunca, y no solo eso, sino que ha sufrido múltiples mutaciones. Y que blues hay hasta debajo de las piedras. Blues bastardo, quizá. Pero a fin de cuentas, blues.
Traíamos no hace mucho a esta sección a Ralph Beeby, uno de los nuevos nombres en la escena del blues hecho en Gran Bretaña; una escena que parece emerger desde hace un tiempo en las Islas, inspirada –aunque no exclusivamente- en el blues más acústico, menos cocinado. Sigamos pues en esos lares, y demos cuenta de dos músicos más quienes, aun enfocando directamente al otro lado del Atlántico, esgrimen la suficiente personalidad y carácter en sus nuevos trabajos como para merecer la atención del aficionado atento.
El primero de ellos es primera, en realidad: K.K. Hammond es una cantante y guitarrista nacida en Reino Unido, pillada por la guitarra desde cría (al parecer su padre le daba al flamenco) y que tras pasar varios años deambulando por Estados Unidos se instaló definitivamente en una aislada zona forestal de Inglaterra. Allí ejerce de granjera y eremita, sacando tiempo para escribir sus canciones; temas influenciados principalmente por el blues del Delta de los años treinta, así como por la música de los Apalaches, añadiéndole unas gotas de gótico sureño. Y ahora, después de que varios de esos temas hayan conseguido una notable repercusión en las listas de blues en el Itunes británico, debuta de largo con Death Roll Blues, un trabajo centrado en su obsesión por la guitarra resofónica. El famoso dobro o “guitarra del tapacubos” es –junto a su voz, claro- la absoluta protagonista del disco, con la percusión limitada a palmas, panderetas y algún que otro pisotón.
A primera escucha resulta imposible que a uno no le venga a la mente el nombre de Skip James -salvando todas las distancias que se quiera- y la escuela de Bentonia, pero sucesivas escuchas van dejando aflorar detalles más allá de eso; la aparente simpleza de la guitarra esconde cierta complejidad a medida que uno se familiariza con los temas, al tiempo que la voz de Hammond muestra un amplio arco expresivo: en ocasiones tierna y frágil, amenazante y agresiva otras tantas, sin olvidar cierto descaro ocasional. El resultado es un disco –grabado en los estudios de Abbey Road, poca broma- que entronca con esa tradición británica que todos conocemos desde los lejanos tiempos de la invasión.
El segundo protagonista, Paul Cowley, entra también en la escena mencionada, aunque de forma más tangencial. Oriundo de Birmingham, no comparte debut con K.K. Hammond pero sí residencia rural, aunque en su caso no hablamos de un recién llegado. Tras perfeccionar su dominio de la guitarra y, de paso, formar parte de The Sutton Blues Collective (un club de blues dedicado a la promoción del género), Cowley decidió mudarse al sur de Bretaña, en Francia. Allí se afincó en una hacienda que contaba con un granero un tanto insólito: estaba construido de granito. La particular acústica del lugar hizo que lo convirtiera en estudio de grabación, del cual han salido sus cinco álbumes más recientes, de los ocho (según su web) con los que cuenta ya en su discografía, inaugurada en 2005.
El ultimo de ellos, Stroll Out West, es una nueva muesca en una trayectoria de lo más interesante. Puro country blues interpretado con sentimiento tanto en el material propio como en el ajeno revisitado; tanto el «Special Rider Blues» de (de nuevo) Skip James, ralentizado y con slide añadida como el clásico «Tracks of My Tears» de Smokey Robinson en versión acústica encajan con el resto sin problemas, al igual que lo hacen el resto de covers, desde el clásico «Stagger Lee» hasta el «Catfish Blues» de Robert Petway o el «Preachin’ Blues» de Johnson.
Eloy Pérez