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Iron Maiden – Estadi Olimpic (Barcelona)

 

Mientras los roadies comienzan a desmontar la escenografía de Senjutsu ante la vista de las 45.000 almas que llenaban el Estadi Olimpic – única fecha de Iron Maiden en Epaña me asaltaron imágenes de exactamente 30 años atrás, con un Steve Harris cubierto de escupitajos, tratando de sacar adelante su show con dignidad. El público uruguayo de Maiden le dio una buena paliza a los guanacos humanos, y el concierto prosiguió con una ferocidad cegadora. A cortar cabezas con una katana. Rock and roll. Tres décadas después, Iron Maiden y su público siguen haciendo lo mismo. Las primeras tres canciones son desde el último Senjutsu, con climax en «The Writing On The Wall», Eddie como samurai, el estadio entregado. Afortunadamente los escupitajos son verbales hoy en día, apenas pellizcos de monja, y nuevamente son neutralizados por la familia Maiden, como arengó Bruce Dickinson en «Blood Brothers». Provocar a Iron Maiden jamás fue buena idea.

En 2022, Iron Maiden han llegado a una dimensión de depredador alfa, ya no tienen enemigos naturales. Pueden tocar lo que quieran, como quieran, que su siempre renovado público lo aceptará con devoción, vayan donde vayan. Lo irónico es que si se le pregunta a Steve Harris, dirá que son una banda de rock progresivo pesado, y sin embargo, son el epítome de grupo de heavy metal para la mayoría de la humanidad. Iron Maiden y su público son una clase social. Los Grateful Dead del metal.

Tras la mini suite de Senjutsu, comienza la lección de historia. «Revelations» y «Flight Of Icarus» son devastadoras. La populista «Fear Of The Dark» es una una bestia de directo, por más reparos que uno pueda tener. Bruce Dickinson es el dueño absoluto de la noche, soberbio como cantante y entertainer, conduciendo una puesta en escena que es casi teatro victoriano. Un personaje con su vestuario en cada canción, el Peter Gabriel de Genesis en la forja de Vulcano. Desde alli llegan los mejores momentos, que son los canónicos: «Hallowed Be Thy Name», la feroz «The Trooper», con las tres guitarras de Murray, Smith y Gers pidiendo sangre, y «Iron Maiden» empujando a la entregada audiencia hasta el sórdido callejón londinense donde comenzó todo esto. Las canciones de la era Blaze Bailey – mucho más «The Clansman» que «The Sign Of The Cross»- ya pertenecen vocalmente a Bruce Dickinson y al público, que en el segundo bis vio como en picado atacaba el mítico caza Spitfire de «Aces High» para culminar la carnicería. Un espectáculo formidable.

Horas antes, habían calentado el escenario los australianos Airbourne, dignos, con más rock and roll y headbanging que canciones para gran formato, seguidos de Within Temptation, anti climática elección, por más que Sharon den Adel cante como los ángeles. Not my cup of tea, por decirlo muy británicamente.

En estos tiempos de tribulación e incertidumbre, con una banda sonora de música popular imperante paupérrima,  Iron Maiden – y otros gigantes del hard rock y el heavy metal – aparecen nuevamente como el reservorio de las esencias del rock; como ha sucedido cíclicamente varias veces en los últimos 50 años. Mientras Steve Harris pueda apuntarnos con su bajo, pie sobre el monitor recitando cada palabra; Eddie correrá libre, masticando y escupiendo modas y críticas mientras el reconocimiento universal está cada vez más próximo. Más que nunca, Up the Irons.

 

Texto: Daniel Renna

Fotos: Fernando Ramírez

 

 

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