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Diana Krall – Jardins de Pedralbes (Barcelona)

 

El calor ha golpeado duro todo el día, los abanicos aletean entre el público, y aun siendo casi las diez de la noche las temperaturas no bajan ni medio grado. Los espectadores hemos de estar bien quietos, o nos pondremos a sudar de nuevo entre tanto bochorno. Cualquier concierto de Diana Krall es una celebración de jazz vocal e instrumental de altísimo nivel: sin necesidad de salir de Barcelona, algunos hemos tenido la suerte de ver en directo a Frank Sinatra, Chet Baker o Tony Bennett, y yo pondría sin ningún reparo a Diana Krall en el mismo saco, atendiendo a la calidad de su voz y de sus acompañantes, o a su descomunal talento como pianista. Sin embargo, es una artista muy tímida, en más de una ocasión ha admitido que le cuesta hablar con el público, y durante todo el pase apenas dirigirá alguna palabra educada y ensayada, válida para cualquier lugar u ocasión (“estoy muy contenta de estar aquí, muchas gracias por haber venido, siento vuestro afecto desde el escenario”, etc). Tampoco se moverá de su asiento, al frente del piano, en uno de los extremos del escenario, ni cantará más de lo estrictamente necesario.

Así que durante el concierto la intensidad siempre será contenida y uniforme, el lenguaje corporal de los músicos sobrio y poco expresivo, y la respuesta del público cálida y positiva, pero casi nunca entusiasta. Muchos de los temas son standards de jazz vocal, como dicen en los Estados Unidos, clásicos del “american songbook”. Ya en los minutos previos al pase han sonado por megafonía canciones de Nat King Cole (durante el concierto, de hecho, sonará “You Call It Madness (But I Call It Love”), pero no hay que llevarse a engaño: en las actuaciones de la Krall, la voz no es necesariamente el principal protagonista. Ella siempre abre y cierra los temas, propios o ajenos, pero deja que sus músicos se exhiban a placer en la fase de desarrollo. Casi no hay canción en que Robert Hurst (contrabajo), Karriem Riggins (batería) o Anthony Wilson (guitarra) no ejecuten algún solo, y por eso el concierto, que dura dos horas, sólo se compone tan solo de doce o trece canciones.

El pase arranca con “Where or When”, de Dion and the Belmonts, y antes de que termine ese primer tema, ya ha presentado a su banda, como aviso a navegantes. El segundo sale del repertorio de Sinatra, “All Or Nothing At All”, pero al principio el contrabajo le imprime una cadencia de blues, que nos transporta al “Fever” de Elvis. Esa es otra de las constantes del bolo, los cambios de registro, las manipulaciones de los standards, que les imprimen saludables dosis de frescura y sorpresa. Es lo que ocurre con “I’ve Got You Under My Skin”, el tema de Cole Porter inmortalizado por Sinatra, que la Krall interpreta en clave de bossa nova. Entre otros clásicos del American Songbook, como “L-O-V-E” de King Cole, “In The Wee Small Hours Of Teh Morning” de Sinatra, o el Cheek to Cheek de Louis Armstrong, y alguna canción propia, como East of the Sun (And West Of The Moon), el set se completa con versiones magistrales de artistas más contemporáneos, como Tom Waits (“Jokey Full Of Bourbon”), o la también canadiense Joni Mitchel (“Amelia”).

El concierto llega a su fin. Diana Krall se levanta para saludar, y por primera vez podemos ver lo que lleva, un discreto vestido, largo y negro, y unas botas de cowboy, de cuero marrón. Ante una artista tan consumada, casi da vergüenza dejar constancia de un aspecto tan superficial. Cuando la veo abandonar el escenario, pienso que no hay que pensar en ella en términos de glamour, de alfombras rojas o de ceremonias de los Oscar. Más bien hay que imaginársela soñando despierta, pensando en ecuaciones de piano y en complejas improvisaciones a partir de clásicos del jazz. O cenando en su cocina, con Elvis Costello, y hablando de música con sus hijos, mientras suena uno de los discos de 78 revoluciones de su colección, en un gramófono de manivela.

Texto: Alex Fernández de Castro    

 

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