Hay lugares que destilan una cierta mística y el Yukón, en el noroeste canadiense, es sin duda uno de ellos. La fiebre del oro que a finales del XIX atestó el río Klondike de decenas de miles de buscavidas nos llegó, a las generaciones posteriores, a través del cine y la literatura en unos títulos que no hará falta nombrar.
Oriundos de aquellas latitudes, The Lucky Ones se formaron en Dawson City bajo el apelativo de The Klondike Sons antes de trasladarse a Whitehorse, rearmar la formación y cambiarse el nombre, inspirados por la novela «Sangre de mi Sangre», de Alistair MacLeod. Poco después de la mudanza, las canciones empezaron a tomar forma definitiva, grabándolas finalmente durante unas sesiones en la St. Paul’s Anglican Church de Dawson City y editándolas en un debut que pasa sin problemas la prueba de autenticidad. Cargando con una tradición que se remonta a sus bisabuelos y pertrechados con el armamento clásico (guitarra, mandolina, banjo, violín), la banda se mueve entre valses y medios tiempos de saloon («The Old 98», «Fool’s Gold»), bailes de granero en época de deshielo («Snowflakes in the Sun», «Since The Farm Got Sold») y algún que otro lamento junto al fuego del campamento, en las horas del crepúsculo («Wish»).
Nada que no hayamos escuchado antes, sin duda. Incluso, como Dupond y Dupont, aún diríamos más: nada que no hayan escuchado varias generaciones anteriores a la nuestra. Pero más allá del buen nivel en la composición y el talento en la ejecución, la prueba definitiva- como deciamos antes- pasa por imaginar a The Lucky Ones en 1898, sobre las sucias tablas de una taberna atestada de mineros, tramperos y buscadores de oro. Y, escuchando el disco, pensar si tan selecto público les iba a jalear y pedir más canciones o tendrían que huir del escenario bajo una lluvia de vasos, botellas y plomo. Personalmente me decanto, clarísimamente, por lo primero.
Eloy Pérez
