Reproducimos en exclusiva un extracto de la nueva biografía que publica Alianza Editorial el próximo 27 de mayo. Una biografía artística, cultural y política de quien para muchos fue el mayor innovador de la música popular del siglo XX. Obra que supone el primer relato completo y cronológico en español de la vida y la obra del mítico músico norteamericano del que en 2023 se cumplirán treinta años de su fallecimiento. Ampliamente ilustrado, cuenta con un anexo discográfico y cinematográfico, además de una completa bibliografía actualizada y una playlist introductoria.
Su autor, Manuel de la Fuente Soler es profesor de Comunicación Audiovisual en la Universidad de Valencia. Su investigación se centra en los efectos sociopolíticos de la cultura e imparte clases sobre cine y música popular. Ha realizado estancias de investigación en Estados Unidos, China, Inglaterra, Francia, Suiza, Argentina, Chile, Perú y Brasil. Ha publicado diversos textos sobre Frank Zappa, como el libro «Frank Zappa en el infierno. El rock como movilización para la disidencia política» (2006), y ha traducido las memorias del músico estadounidense («La verdadera historia de Frank Zappa», 2014) y de su secretaria Pauline Butcher («¡Alucina! Mi vida con Frank Zappa», 2016).
Que se mueran los guapos
En el particular centro de operaciones que representa el Studio Z, Frank Zappa adquiere, con la idea de rodar películas, decorados de saldo de pequeñas productoras cinematográficas. Escribe el guión de ciencia ficción Captain Beefheart and the Grunt People (de donde extrae Don Van Vliet su apodo definitivo), así como la ópera rock I Was a Teen-age Malt Shop, de la que registra una breve introducción. Las campañas de recaudación alertan a la policía, que investiga el tránsito de gente por el estudio. «Para quienes vivían en aquel pueblo, nuestra presencia era como si hubieran llegado los extraterrestres», explica Zappa. Jim Willis, un agente de paisano, le encarga al joven músico la grabación de una película pornográfica. Poco después, tras entregarle una cinta de audio con gemidos que simulaban el acto sexual, Willis detiene a Zappa junto a su novia, Lorraine Belcher, acusados de obscenidad. La policía confisca todas las grabaciones del estudio y la sentencia establece seis meses de reclusión en la cárcel del condado de San Bernardino.
Los diez días que permanece ingresado le confirman su perspectiva ácida sobre la sociedad. Ha padecido las prácticas policiales que criminalizan a la juventud, una tipificación legal que establece delitos como la «conspiración para cometer actos pornográficos», la indefensión de quienes, como él, carecen de recursos para contratar a buenos abogados, así como las condiciones penosas de las cárceles estadounidenses. Se siente como el Josef K. de El proceso de Kafka, un ciudadano anónimo convertido en víctima de un orden tan incomprensible como cruel. De hecho, citará el relato En la colonia penitenciaria (In der Strafkolonie, que recomendará leer a sus fans) como inspiración de una de sus canciones futuras, «The Chrome Plated Megaphone of Destiny». «Todo esto me enseñó», señalaría Zappa, «el tufillo de las leyes de California, de los abogados de California, y me proporcionó una visión detallada de cómo es, en la práctica, el sistema penal».
En Los Ángeles, Zappa se inserta en una escena contracultural ajetreada y atenta a la ciudad vecina. La lectura de Allen Ginsberg de Aullido (Howl), llevada a cabo en 1955 en la Galería Six de San Francisco, había dejado una huella profunda. En el poema se apelaba a la locura de la generación de la postguerra como arma que podría usarse contra la sociedad occidental. La contracultura había asumido que el comportamiento anárquico no sólo era una elección personal sino también un mecanismo de respuesta política para subvertir los marcos conceptuales de las instituciones. Diversos artistas exploran la locura como caos liberador y, a principios de los años sesenta, el filósofo Alan Watts había organizado un acto público que mezclaba cánticos, lecturas de textos y danzas tribales al ritmo de tambores e instrumentos acústicos. El resultado se había publicado como disco en 1962, titulado This Is It!, una obra, según Watts, «para bailar, cantar, aullar, balbucear, saltar, gemir, llorar», y así «dar rienda suelta al sinsentido». Se convocarían otros eventos similares, como los Acid Tests del escritor Ken Kesey, encuentros destinados a promover el LSD, a través de exposiciones y conciertos en los que se invitaba a desatar la ira. En ellos los asistentes podían «actuar como locos» (to freak out en la expresión inglesa).
Los jóvenes de Los Ángeles que se definen freaks muestran una mayor radicalidad que los hippies de San Francisco. Son activistas que se agrupan en torno a movimientos como Los Angeles Hippodrome (que apuestan por actos culturales para despertar la conciencia política) y encuentran su canal en la publicación Los Angeles Free Press, que imprime numerosos manifiestos. Viven en comunas y practican el amor libre, aunque siguen un modo de vida más anárquico. Sus representantes iniciales, como Carl Franzoni o Vito Paulekas, exhiben un individualismo irrenunciable y una hostilidad hacia el entorno acomodado de una sociedad artificial, de «plástico», esto es, de textura blanda, insensible y perfectamente elaborada para a su consumo masivo.
La escena freak se muestra, en definitiva, menos homogénea y elitista que la hippie. «Para los sanfranciscanos, todo lo que se hacía en su ciudad era arte con mayúscula y cualquier cosa de cualquier otro sitio (especialmente Los Ángeles) era una mierda pinchada en un palo», señala Zappa. «La primera vez que fuimos a San Francisco», añade, «parecía que todos iban disfrazados igual: tíos con bigotes grandes, chicas con anchos vestidos y plumas en el pelo, etc. Por el contrario, la indumentaria de Los Ángeles era más aleatoria y extravagante».
La concurrencia de Frank Zappa en el ambiente freak es tan celebrada que se erige en la personalidad principal. Su grupo baraja el nombre Captain Glasspack and His Magic Mufflers, aunque se decanta por The Mothers y actúa en las salas más relevantes de la ciudad (Action, Trip y Whisky-a-Go-Go). El líder de la banda despliega una notable irreverencia, tanto en las canciones como en sus comentarios. Una noche asiste John Wayne al Action y Zappa lo saluda desde el escenario. «Íbamos a contar con invitados de excepción», dice. «Esperábamos a George Lincoln Rockwell, jefe del partido nazi de Estados Unidos, pero, por desgracia, no ha podido venir. No obstante, aquí tenemos a John Wayne». El actor, que jamás oculta sus ideas militaristas, se levanta y toma la palabra, en estado de embriaguez, antes de que su guardaespaldas lo devuelva al asiento.
La actuación de los Mothers le parece extraordinaria a Cohen. «No tocaban el típico rhythm and blues, sino canciones de rhythm and blues escritas por Zappa, que no es lo mismo», señalaría. «Al día siguiente hablé con Frank, y después tuvimos un par de reuniones y me explicó su proyecto musical. En aquel momento apenas entendí lo que me contaba. Nadie usaba entonces ni de lejos esos marcos referenciales, con lo que era difícil de explicar». Ciertamente, la propuesta artística de Zappa va más allá incluso que la de Dylan. «Experimentábamos con diversos compases, con música alejada del formato del blues, y estructuras más allá de las canciones de dos minutos con principio, desarrollo y final», aclararía. El suyo representa un proyecto rompedor en el rock, cuyo eco resuena posteriormente en grupos como The Residents. Más de quince años después, en 1980, esta formación publicaría Commercial Album, un disco en el que participa Don Preston y que está formado por canciones de un minuto: para que cada corte se considere una canción pop, según se explica en el álbum, se ha de reproducir tres veces seguidas.
Frank Zappa se dedica a demoler los usos de la música rock y sostiene, para empezar, que cualquier sonido puede inscribirse en el texto. Sus canciones incorporan material sonoro de variada procedencia: ruidos (gemidos, gritos, eructos, bostezos o estornudos), efectos (desde gruñidos de cerdos hasta frases de políticos), declaraciones (conversaciones privadas o entrevistas emitidas), además de fragmentos de ensayos y conciertos. Acuña este procedimiento con el término «AAAFNRA», acrónimo de «anything anytime anywhere for no reason at all» («lo que sea, cuando sea y donde sea, sin ningún motivo concreto»). Por otro lado, la sintaxis se establece también desde la heterodoxia: Zappa borra las categorías entre álbumes de estudio y directos, ya que graba compulsivamente sus conciertos, de modo que, para elaborar los discos, emplea partes de distintas actuaciones (sin que el oyente aprecie diferencia alguna) o pistas con tempos distintos que se adecúen a sus propósitos. Son «extrañas sincronizaciones» a las que denomina «xenocronía». «Con esta técnica», explica, «se sincronizan aleatoriamente diversas pistas de fuentes sin relación entre sí, para crear una composición con relaciones rítmicas que no se podrían obtener de otra manera».
No sin mi hija
La absorbente dedicación de Frank Zappa a su trabajo no tardaría en llamar la atención de sus hijos a medida que iban haciéndose mayores. Entre los meses de ausencia por las giras y el enclaustramiento nocturno en el estudio, parece un extraño, un huésped ajeno a las rutinas domésticas. Al entrar su hija mayor, Moon Unit, en la adolescencia y reparar en las familias de sus amigas, va quedándole claro que la suya muy normal no es, o por lo menos no sigue los patrones al uso, sobre todo por el escaso contacto con su padre. «Se pasaba mucho tiempo fuera de gira y yo sólo quería estar con él», comentaría. «En casa, trabajaba de noche y dormía de día, al revés que los demás, que estábamos en pie de día y por la noche dormíamos, con lo que no lo veía mucho, únicamente nos cruzábamos por el pasillo cuando iba a por un vaso de agua o un sándwich de mantequilla de cacahuete».
Cansada de la situación, un día decide deslizarle una nota por debajo de la puerta del estudio. «¡Hola! Tengo 13 años. Me llamo Moon», se presenta en el escrito. «Siempre he intentado no molestarte cuando estás grabando, pero he pensado que me encantaría cantar en tu disco, si te parece bien. No tengo mala voz. Para más información, contacta con mi agente, Gail Zappa». A diferencia de su hermano Dweezil con la guitarra, ella no había sentido la inquietud de tocar ningún instrumento, más allá de unas clases de arpa de niña. Por lo tanto, la opción que se le había ocurrido, para atraer la atención paterna, era cantar o recitar, con lo que finaliza la carta recordándole un talento reciente que hacía furor en la casa y entre sus amigas: su imitación del acento pijo de Encino. Así es como se gestaría «Valley Girl», el mayor éxito comercial de Frank Zappa y un auténtico fenómeno social en su momento.
Situado a unos 20 km al noroeste de Los Ángeles y hogar de numerosos artistas y actores de Hollywood, Encino es, en efecto, una zona residencial de alto nivel adquisitivo en el Valle de San Fernando (denominado sencillamente the Valley), a su vez extenso enclave de distritos de clase media y media-alta, plagado de viviendas unifamiliares, amplias avenidas y centros comerciales. Es allí, en los centros comerciales, donde transcurría en los años ochenta una parte importante de la vida de los habitantes del valle. En esa década estos complejos se convirtieron en el núcleo de la sociedad estadounidense, ya que, además de tiendas, pasaron a acoger cines, restaurantes, gimnasios, pistas de patinaje y hasta oficinas. Tras su creación en los años cincuenta en plena expansión económica, fue en los ochenta cuando se produjo la eclosión de un espacio que modificó los hábitos de consumo y ocio del país.
Como toda cultura tiene su lenguaje, al microcosmos del centro comercial no podía faltarle el suyo. Y el Valle de San Fernando, con la confluencia de megacomplejos, elevado poder adquisitivo y la cultura surf californiana, dio origen a ese acento de Encino conocido como valleyspeak, en referencia a las adolescentes (puesto que eran principalmente mujeres) que lo practicaban y a quienes se llamaba, de forma despectiva, «chicas del valle» (valley girls). El estereotipo estaba bien definido: jóvenes de clase media-alta, de 13 a 15 años de edad, residentes del Valle de San Fernando (sobre todo de las zonas más pudientes, como Encino o Sherman Oaks), obsesionadas con la moda, ataviadas a juego con blusas de volantes, minifaldas o vaqueros de marca, complementos de piel, cadenas de oro, corte de pelo decapado y la sensación de independencia que les proporcionaba tener walkman, secador de pelo y teléfono particular en el dormitorio. Su hobby favorito era ir al centro comercial y sus inquietudes, los chicos y la ropa, expresadas en conversaciones banales con una entonación afectada de niña de papá y un buen número de expresiones propias, constitutivas de una jerga característica. Cualquiera era capaz de identificar por su forma de hablar a una valley girl, incluso en la actualidad, dado que ese estereotipo de la joven californiana en la edad del pavo permanece todavía vigente.
La adolescente Moon no es una de ellas pero sí las imita a la perfección, a base de oír el peculiar acento en las fiestas con sus amigas. «Aprendí las palabras en los bar mitzvá, las usaban todas las chicas», afirmaba. Así pues, a los meses de escribirle la nota, una noche el músico la levanta de la cama y la lleva al estudio. La sitúa ante el micrófono y enciende el botón de grabación. «Me puse a improvisar varios cortes diciendo lo primero que se me ocurría, recitando cosas que había escuchado y relacionándolas con los temas que le hacían gracia a mi padre», recordaba. A la voz se le añadirían la base, los coros, el estribillo y dos estrofas escritas por él, que conformarían la canción definitiva, un retrato burlón de esas nuevas «princesas judías» del reaganismo.
Moon narra en primera persona el día a día de Andrea Wilson (pronunciado «Ondrya Wolfson» en el dialecto), una valley girl que vive en una buena zona de Encino, a la que le gusta ir al centro comercial Galleria a comprarse minifaldas y hacerse las uñas de los pies, y cuyas preocupaciones son la cita con el dentista para la revisión de la ortodoncia, el fastidio de tener que lavar los platos en casa y el asco que le provoca su profesor gay de lengua, que se pasa las clases ligando con los alumnos. El monólogo, que recorre la canción de principio a fin, está repleto de expresiones típicas, como bitchen [de puta madre], tubular [dabuten] o grody to the max [asqueroso a tope], y muletillas, como fer shure [te lo juro] o totally [lo más]. Moon también aportaría de su cosecha: «La expresión gag me with a spoon [literalmente, “hazme vomitar con una cuchara”] se la inventó la amiga de una amiga. Es muy divertido que ahora la use todo el mundo porque no significaba nada».
La canción supone una sátira, aunque suave si la comparamos con el repertorio de su autor: no hay palabrotas, invectivas contra políticos ni descripciones explícitas de depravaciones sexuales. Al estar cantada por una adolescente, el peso de la comicidad recae en su imitación de la jerga y en la vacuidad de lo que cuenta. La voz de Frank Zappa quedaría reconocible sólo para sus fans y no provocaría ningún reparo en el circuito comercial. Por consiguiente, pese a constituir una crítica de fondo a la cultura de consumo ejemplificada en el centro comercial, se puede radiar sin problema. La sorpresa fue que, además, conectó con el público joven.
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