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The Animals-Eric Burdon, el vozarrón de Newscastle / #EnRutaEnCasa

 

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Puede decirse que la tarde de 1965 en que Brian Jones introdujo a Hilton Valentine en el mundo del LSD, el futuro de los Animals originales empezó a oscurecerse definitivamente. Tanto él como Eric Burdon abrazaron la religión lisérgica con la fe de los conversos, y desde ese momento se abrió una fractura abismal entre los miembros del grupo que seguían confiando en el alcohol como estimulante fiable y conocido, y los que abrieron de par en par las puertas de la percepción hacia un nuevo mundo de sensaciones extraterrenales y fraternidad universal en la Costa Oeste.

Como suele ser habitual, había más causas para una ruptura que se concretaría apenas un año más tarde, poco más de dos desde que se habían formado, pero todavía hoy el propio Burdon reconoce que el producto de los laboratorios Sandoz tuvo mucho que ver en el asunto: “Es cierto, puedes echarle la culpa a las drogas, una parte del grupo prefería el alcohol y la otra marihuana o LSD, y eso abría un mundo entre nosotros, pero también tuvo mucho que ver con el carácter de cada uno de nosotros. En realidad todo empezó a torcerse cuando que Alan Price nos dejó sin los royalties de «The House of The Rising Sun»”.

Ah, la herida original todavía sin cicatrizar. La canción que les daría éxito e inmortalidad, pero que abrió el camino por el que aquel grupo de “geordies” devotos del r’n’b dejó de ser la unidad compacta de sus inicios en Newcastle, para introducirse en el ignoto mundo de los managers manipuladores, las producciones con la vista en las listas de éxito y las giras mundiales.

No debía de ser Newcastle un lugar muy glamouroso para crecer en los años 50 del siglo pasado. Ciudad minera por excelencia en el norte de Inglaterra, mantuvo también en la primera mitad del SXX una potente industria metalúrgica, lo que conformó un ambiente bronco, de los que forja el carácter de sus ciudadanos. “Newcastle era un ciudad muy dura, y a algunos nos era fácil identificarnos con los negros americanos”, recuerda hoy Burdon desde su casa del sur de California. “Mis abuelos eran prácticamente esclavos, trabajaban en las minas por casi nada, no tenían duchas para quitarse el polvo de carbón que los cubría al salir de ellas, y muchos como ellos morían muy jóvenes de silicosis. Las condiciones eran tan extremas que hubo huelgas masivas durante la Segunda Guerra Mundial, cuando más falta hacía el carbón para mantener la industria armamentística. A punto estuvieron de mandar a los militares. Todo eso estaba dentro de ti si eras un geordie, como nos llaman a los nacidos en Newcastle… y también un sentido del humor muy especial”.

No es que la familia de Burdon fuera pobre, pero sí de clase trabajadora, modesta y con una relativa permisividad que le permitió matricularse, como tantos futuros músicos británicos de la época, en la escuela de Bellas Artes donde conoció a un alma gemela en su atracción por los sonidos de la América negra. Con John Steel (batería), formaría una ristra de grupos de jazz y r’n’b que se estabilizan cuando llegan Chas Chandler (bajo) y Hilton Valentine (guitarra) desde un par de grupos locales y descubren a un un pianista que los deja boquiabiertos. Tanto, que pasaron a utilizar su nombre como reclamo: The Alan Price Rythm And Blues Combo.

Estamos a mediados de 1963 y el epicentro del animado ambiente musical de Newcastle es el Club A-Go-Go, un garito en el que el Combo empezó a desplegar su capacidad para incendiar un repertorio plagado de temas hoy clásicos pero entonces nuevos para su público. Tenían predilección por el r’n’b y el rock’n’roll negro, pero el auténtico ídolo de Burdon era Ray Charles: “Cuando era un chaval, me enteré de que Ray Charles tocaba con Charles Aznavour en Antibes, en el sur de Francia, y allá me fui haciendo auto-stop. Me llevó tanto tiempo que el concierto ya había terminado cuando llegué, así que di la vuelta hacia París y allí por fin conseguí verlo en un club. Mucho más tarde, cuando yo vivía en Los Ángeles vino a uno de mis conciertos, una de las experiencias más aterradoras de mi vida”.

Tal vez en esa adoración por Ray Charles esté una de las explicaciones de la peculiaridad de la música de The Animals. Contemporáneos de Rolling Stones y Yardbirds, su sonido es algo más tradicional que el de los londinenses, más adulto, quizá a medio camino entre el de éstos y el de pioneros como Graham Bond. En las diarias sesiones en el Club A-Go-Go, a veces dobles, los temas originales se estiraban en improvisaciones en las que un Burdon desatado inventaba letras mezclando la inspiración del momento con fragmentos de otras canciones, llevado en volandas por un grupo que apenas formado iba ya como un tiro y un público que se subía por las paredes.

La auténtica arma secreta del Combo era el órgano Vox Continental de Alan Price, escogido en principio por ser mucho más manejable que un piano, pero que a la postre acabó siendo seña de identidad. Puede que Price fuera el menos expresivo de los miembros del grupo, y el menos amante del r’n’b, como luego demostró en su carrera en solitario, pero cuando se sentaba a las teclas era una fiera que no despreciaba oportunidad de extenderse en solos humeantes. Sin embargo, la guitarra de Valentine no se quedaba atrás, no tan técnico pero sí con las mismas agallas, mucho más protagonista en el escenario de lo que luego darían a entender las grabaciones de estudio.

Las celebraciones de aquel culto pagano del r’n’b, en las que llegaron a compartir escenario con Chuck Berry, Bo Diddley o Sonny Boy Williamson, pronto atrajeron la atención de los consabidos intermediarios con ganas de llevar a los chavales un paso más allá, y de paso llenar sus bolsillos. Un tal Mike Jeffery, o Jeffries, según quien lo nombre, se encargaba de buscarles bolos, y les ofreció grabar cuatro canciones que luego publicó en un EP de 12” de ¡una sola cara!. La ocurrencia (¿uno de los primeros discos indies de la historia?), no pudo salir mejor. Aquellas cuatro versiones grabadas en un par de horas apenas unas semanas después de los primeros ensayos, los mostraba algo verdes pero con todas sus señas de identidad presentes: intensidad, descaro y la voz de un tipo de 22 años que parecía tener veinte más: “Puede que tenga que ver con el polvo de carbón que se entraba en nuestros pulmones en Newcastle (risas). También que he sido asmático toda mi vida, sólo tenía el 30% de capacidad pulmonar, algo muy frustrante y que me ponía furioso, parecía que una fuerza diabólica me estrangulaba el cuello”.

El EP los llevaría a un Londres que Burdon ya había investigado en un par de excursiones, y que les recibió con los brazos abiertos. Cuando volvieron, ya no serían los mismos, sobre todo porque dejaron de ser el Combo de Alan Price para convertirse en The Animals, al parecer gracias a la sugerencia de un Graham Bond admirado de su fiereza juvenil.

 

Los viajes a Londres no sólo los llevaron al Marquee y al Flamingo, sino al encuentro con Mickie Most, una exestrella del pop en Sudáfrica con ínfulas de productor. Todos los implicados parecen concordar en que Most apenas sabía distinguir botones y faders en un estudio de grabación, pero nadie podrá negarle una habilidad especial para escoger las canciones que The Animals debían utilizar como cara A de sus singles. A pesar de las continuas quejas de un Eric Burdon que reclamaba la pureza de sus intenciones en cuanta entrevista se le pusiera a tiro, auténtico maestro en antipropaganda de sus propios discos, fueron las canciones escogidas por Most las que los llevarían al éxito. Tanto «We’ve Gotta Get Out Of This Place» como «It’s My Life» o «Don’t Let Me Be Misunderstood», acabaron en manos de The Animals gracias a sus contactos dentro de la industria, aunque bien es cierto que «The House Of The Rising Sun» fue una idea del grupo.

Después de haber debutado en marzo del 64 con una resultona «Baby Let Me Take You Home», más que probablemente fusilada del primer disco de su admirado Bob Dylan, se empeñan en grabar otra de la misma procedencia con la llevaban jugando una temporada en directo. Most tuerce el morro, pero consiguen grabar un par de tomas que terminan por vencer sus reticencias, tanto, que hasta se arriesga a publicarla con sus gloriosos cuatro minutos y medio intactos, algo revolucionario en un single aquellos días. No era para menos, porque casi cincuenta años más tarde, y desgastada por el uso, todavía asombra el lento crescendo que cocina un grupo en estado de gracia, Burdon hinchando la venas del cuello como si le fuera la vida y el órgano de Price irrumpiendo dramático hasta el anticlimax final.

En pocos meses, y tras un aparición crucial en Ready Steady Go!, «The House Of The Rising Sun» estaba en el número uno. El grupo, que vivía como en una nube la rapidez con la que se estaba cumpliendo el sueño de cualquier adolescente que se suba a un escenario, no sabía que en aquella canción estaba la semilla de muchos de los problemas que acabarían con ellos. En una extraña jugada, Jeffery, ya manager oficial, los había convencido de que los arreglos de aquel tema tradicional los debía firmar Alan Price, que el nombre de todos no cabría en el disco, y que más tarde arreglarían el asunto. Pardillos como eran, accedieron sin preocuparse, hasta que el dinero que debía llegar nunca lo hizo. Hasta hoy, los presentes juran y perjuran que el arreglo era trabajo colectivo, que si algo definió el tema fue la introducción de Hilton Valentine, que nadie le dijo a Burdon como tenía que interpretarla… Inútil, Alan Price da la callada por respuesta y recoge los royalties. Significativamente, Burdon nos recuerda la relación de amor/odio que mantiene con la canción sin que siquiera lo hayamos mencionado: “Todavía hoy tengo que cantarla todas las noches para complacer al público, pero nunca me ha dado un céntimo”.

 

Si el número uno en las listas del Reino Unido fue algo totalmente inesperado, es fácil imaginar la sorpresa cuando sucede lo mismo al otro lado del Atlántico, en la tierra de sus héroes musicales. En los USA se había editado una versión recortada de «The House Of The Rising Sun», pero así y todo el éxito fue mayúsculo, uno de los mayores de la primera hornada de aquella primera invasión británica sorprendida de tener que descubrirle al público norteamericano una tradición musical que muchos de ellos desconocían. Burdon y compañía, sin embargo, aprovechaban para visitar el Apollo y disfrutar de B.B. King o James Brown, o para telonear a Little Richard y Chuck Berry, y al mismo tiempo disfrutar de un efusivo público femenino que en UK escaseaba. Empezaban a codearse con la aristocracia del pop, Burdon hará muy buenas migas con George Harrison y Valentine con Brian Jones, e incluso llegan a conocer a un Bob Dylan impresionado por lo que habían hecho con «The House…», tanto, que él mismo les confesó como su descubrimiento le había ayudado a repensar lo que podía hacer con el material con el que trabajaba.

Repetir semejante éxito era prácticamente imposible para un grupo que en los pequeños clubs del Reino Unido de los que acababa de salir simplemente tocaba versiones. Que su siguiente single fuera una composición firmada por Burdon/Price parecía marcar una evolución paralela a la de Beatles o Stones, pero en realidad sólo sería un espejismo. Estupenda como era «I’m Crying», sabroso chuletón de r’n’b con un Burdon pletórico que los mantendría en la parte alta de las listas, nada influyó en crear un equipo compositivo que, tal como avanzaba el mundo del pop en aquellos días, se vislumbraba como absolutamente imprescindible para evolucionar creativa y comercialmente.

Quizá la falta de material original sea la razón principal del relativo olvido que sufre el legado de The Animals. Se han barajado varios motivos para explicarla, como el escaso feeling personal entre Burdon y Price, en principio los más dotados para la tarea; la poca visión de futuro de un manager que los “obligara” a componer como Andrew Loog Oldham hizo con Jagger y Richards; o, sencillamente, la falta de ambición de un grupo de chavales contento con el sueño que se había convertido en realidad sin apenas esfuerzo.

A Burdon la cosa no le parece tan importante: “No entiendo que me digan que nunca escribí nada durante aquellos años. Estaba demasiado ocupado cantando aquellas canciones, lo disfrutaba enormemente. Odio esa palabra, cover, nosotros hacíamos algo más que tocar esas canciones. Una vez que decido hacer una canción, la hago mía, es como una obra de teatro escrita para mí, soy un actor. En aquellos días, yo no podría haber escrito «Don’t Let Me Be Misunderstood» o «We’ve Gotta Get Out Of This Place», pero cuando nos las ofrecieron pensé que estaban escritas para mí, para The Animals”. Y no le falta razón, porque ambas canciones, como «It’s My Life», pierden en manos de The Animals el sabor cosmopolita de su origen en las fábricas de éxitos neoyorquinas para convertirse en otra cosa, un híbrido entre el pop de categoría y el r’n’b más intenso que exuda desarraigo, angustia juvenil y orgullo proletario, un preparado que miles de adolescentes inadaptados percibieron como algo propio, entre ellos un tal Bruce Springsteen (ver recuadro).

Si para los singles Most se encargaba de proporcionar material original de altos vuelos, en los LPs dominaba la táctica de guerrillas: llegar al estudio, enchufar los instrumentos y tocar el repertorio de directo. Simple pero efectivo, y pocos se podían quejar de un resultado que además les ayudaba a compensar el “comercialismo” impuesto por el productor. Tanto el exuberante The Animals (1964) como Animal Tracks (1965), algo más taciturno, contenían fogosas y afiladas interpretaciones de Ray Charles, John Lee Hooker o Jimmy Reed, sin duda entre lo mejor del r’n’b británico de la época, aunque en conjunto se resienten de la ausencia de los hits.

Todo parecía marchar viento en popa. Sin embargo, y sin que nadie lo viera venir, Alan Price desapareció de la noche a la mañana. Lo esperaban para comenzar una gira escandinava y simplemente no apareció. El miedo a volar fue la razón oficial, en un momento en que las giras les llevaban a Japón o Polonia, pero Chas Chandler, que vivía con él, tiene otra teoría: la marcha de Price coincide con la llegada del primer y abultado cheque por las ventas de «The House Of The Rising Sun». Su órgano Vox era el instrumento central del sonido del grupo, pero no lo iban echar de menos en lo personal.

Después de parchear la espantada de Price con un jovencísimo Mickey Gallagher (sí, el mismo que años después tocaría con Ian Dury y The Clash), habían escogido como sustituto definitivo a Dave Rowberry, que, sin ser de Newcastle, frecuentaba el ambiente musical de la ciudad. Experimentado y capaz, su presencia más discreta en el sonido final del grupo permite que la guitarra de Hilton Valentine cobre más protagonismo, algo que también parece acentuarse con la llegada a la silla de productor de Tom Wilson, supervisor de la zambullida de Dylan en la electricidad.

 

El año de la desaparición de los Animals originales empieza con la deseada liberación del “yugo” de Mickie Most. A principios de 1966 dejan EMI por la Decca, y el cambio de compañía trae consigo viajes a Mallorca, las Bahamas o Hawai, aunque a algunos la falta de dinero contante y sonante comienza a preocuparles. Los intentos de solucionar el asunto «…Rising Sun», son inútiles, y Steel abandona harto de cobrar lo mismo que al principio tras vender millones de discos y enlazar una gira tras otra. Podría ser simplemente la marcha del batería, pero con los años Burdon lo ve de otra manera: “Éramos muy conscientes de nuestros orígenes, estábamos orgullosos de ser un grupo de geordies, y cuando Price y Steel dejaron el grupo, esa identidad desapareció”.

Antes de la debacle, todavía tuvieron tiempo de grabar algunos de su mejores discos. Fuera por las manos de Tom Wilson o por su propia evolución como músicos, los primeros singles del año son simplemente espectaculares. El tratamiento de shock al que someten a una canción carcelaria tradicional llamada «Rosie» es simplemente brutal. Retitulada «Inside Looking Out», retumba salvaje como ninguna otra en su repertorio, dueña de un riff asesino y una performance vocal al borde de la extenuación. Burdon proclama orgulloso que por fin habían grabado un tema sin melodía, el colmo de la pureza, pero a continuación, contradictorio como pocos, vuelven a tirar de las expertas manos del Brill Building, nada menos que las de Carole King y Gerry Goffin. Eso sí, su «Don’t Bring Me Down» suena denso y amenazante, contenido y desatado por momentos, puntuado por los elegantes mordiscos de la guitarra de un Valentine que en esta nueva etapa se destapa como un estilista del r’n’b muy superior a su reputación, aprovechando fuzz y tremolo con mucha clase.

Sesiones aquí y allá todavía proporcionarán material para un par de LP’s en los que la escasez de material original se suple con los archisabidos y robustos clásicos y alguna que otra sorpresa. La versión americana de Animalisms se llamará Animalization, y la mejorará incluyendo los singles, y, siguiendo con los títulos ocurrentes que hacen de esta parte de la discografía animal un galimatías, su despedida será Animalism, sólo editado en los USA y quizá la joya perdida en su catálogo. Asesorados por Zappa en un par de sesiones que modernizan un tanto su sonido, también incorporan savia nueva en la composición al echar mano de temas recientes de Donovan y Fred Neil, y siguen sonando vitales aún en blues clásicos o en temas tan sobados a esas alturas como el «Shake» de Sam Cooke.

Por lo demás, en la cuesta abajo que acaba con la ruptura en otoño del ‘66, el LSD hace estragos en unas relaciones ya no demasiado fluidas tras tanto cambio de personal; Chas Candler sueña con dedicarse a la producción; a Eric Burdon se le antoja probar suerte como actor (una ilusión que le acompañará toda la vida con escasos resultados); y, sobre todo, descubre la contracultura hippie con un entusiasmo que sorprende a propios y extraños. La cabeza de Burdon estaba en la paz y el amor, y la exploración de las nuevas maneras de entender la música que tenía en mente necesitaba de otros compañeros de viaje, unos nuevos y radicalmente diferentes Animals.

En realidad, un grupo que en pleno 1966 todavía echaba mano de «Sweet Little Sixteen» o «Lucille» como si estuviera en el Marquee, poco tenía que decir a un público al que las ansias de escuchar algo nuevo le crecían al mismo ritmo que la melena. Por muy excelentes que fueran sus interpretaciones, y lo eran, el mundo había cambiado tanto que The Animals parecían materia de estudio de arqueólogos, el recuerdo de una época excitante que tocaba a su fin.

 

Eric Burdon – ´Til River Runs Dry (Abcko-Warner)

No se puede decir que la carrera en solitario de Eric Burdon cuente con mucho respaldo crítico. Años de discos erráticos y producciones dudosas acabaron por relegarlo a circuitos menores, muy lejos del estatus casi legendario de su voz. Ese descrédito nos impidió conectar con una recuperación que comenzó en 2004 con My Secret Life, después de más de una década sin material nuevo. Ahí estaba ya Tony Braunagel en la producción, un experimentado batería de blues tejano que comprendió que lo que Eric necesitaba era un sonido natural y canciones a la altura de una voz aún en forma: “Cuando escucho mi voz en las grabaciones del ´64 o ´65, me suena a la voz de un niño, me resulta extraña, y de hecho, una de las cosas que me ha ayudado a seguir adelante es que ahora me conozco mejor, que mi voz se ha desarrollado y suena más a mí”. En Soul of a Man (2006) la cosa mejora con creces, una colección de vigorosas versiones de blues poco conocidos pero con pedigrí (Howlin’ Wolf, Fred McDowell, Blind Willie Johnson), magníficamente orquestadas por Braunagel en un tono soulero, incluso gospel en ocasiones. Ahora en ´Til River Runs Dry, la jugada se repite en espíritu pero con canciones nuevas, a excepción del rotundo «Before You Accuse Me» de su adorado Bo Diddley, también presente en «Bo Diddley Special»: “Parece increíble pero nunca llegué a conocerlo. Lo vi de joven, y luego coincidimos en varios conciertos, pero cuando yo tocaba el se marchaba, o al revés. De todas maneras, cuando murió, su familia me invitó al funeral, y, aunque suene muy extraño, la primera vez que me encontré cara a cara con él fue cuando estaba en el féretro”. Aunque no todo está a la misma altura, la mayoría nos muestra a un Burdon exultante, dando lecciones de r’n’b con agallas a compañeros de generación en «Old Habits Die Hard», exhibiendo sutilidad en «Devil And Jesus», o creciéndose en el ambiente pantanoso de «River Is Rising», tal vez lo mejor de lote: “Esa canción fue grabada en New Orleans, y sinceramente me parece una de las mejores cosas que he grabado nunca. Tony me sugirió grabarla en Los Ángeles, pero le dije que no, que necesitaba ir a Nueva Orleans. La arregló un músico inglés que ha vivido allí la mayor parte de su vida, John Cleary, un pianista fantástico que ha dedicado su vida a estudiar la música de esa ciudad”.

Que nadie espere una de esas reinvenciones de venerables veteranos a manos de un joven admirador tan frecuentes últimamente. A Burdon le llega con un entorno musical que respete las canas, y los pulmones, de un hombre de 71 años con una voz experta y todavía fiera: “No creo que la edad tenga que ver en esto. Cuando yo era un chaval, Ray Charles, John Lee Hooker y todos aquellos tipos andaban ya por los cuarenta, así que por qué voy a preocuparme por la edad. No soy un atleta, y en la música y el arte en general se supone que deberías mejorar cuanto más envejeces”. Tanto, podríamos añadir, como para grabar sus mejores discos cuando ha llegado a la edad a la que otros se jubilan.

 

Springsteen & Burdon. Rindiendo honores

Si algo no se le puede negar a Bruce Springsteen es generosidad para reconocer a sus padres musicales. Durante la celebración del South By South West de 2012 Burdon estaba en una emisora de Austin promocionando su EP con The Greenhornes, cuando al otro lado de la línea telefónica sonó la voz de Springsteen invitándole a subir al escenario con él esa misma noche. Su debilidad por The Animals era bien conocida. A finales de los 70 solía tocar en directo una hiperdramática versión de «It’s My Life», y la anécdota que nos cuenta Burdon es reveladora: “Una vez que yo tocaba en el Stone Pony, el club en el que él empezó a tocar, vi que el dueño cogía el teléfono de la pared, todavía no había móviles, y lo acercaba al escenario extendiendo todo el cable. Al acabar una canción le pregunté qué demonios estaba haciendo, y va y me dice que es Bruce, que no puede salir de casa porque está con los niños, y que quiere saber qué tal estás sonando”.

El emocionante discurso en el SXSW sonó a confesión en toda regla: el riff de «Badlands» está “robado” de «Don’t Let Me Be Misunderstood» y en Darkness… “hay Animals por todos los lados”. Tampoco era difícil rastrear el espíritu de huida de una realidad agobiante que preside «Born To Run» en versos como “Tenemos que largarnos de aquí aunque sea lo último que hagamos, nena./Tiene que haber una vida mejor para los dos”, y antes de presentar a Burdon para cantar con él y la E Street Band «We’ve Gotta Get Out Of This Place», Springsteen se sinceró: “En esta canción están todas las que yo he escrito. No bromeo, están todas”.

 

Texto: Carlos Rego

Artículo publicado en el nº 304 de mayo del 2013

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