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Buster Keaton, perpetuo movimiento / #EnRutaEnCasa

Joseph Frank Keaton (1895-1966) fue leyenda desde niño, cuando el mismísimo Houdini, testigo del temprano talento del futuro actor y cineasta, le apodó “Buster”. Y pese a una trayectoria creativa abortada a los 37 años, la apreciación crítica y popular del responsable de “El maquinista de La General” permanece inmarchitable desde su redescubrimiento en los años sesenta. Sin duda, una de las carreras más inspiradas y personales de la historia del cine.

He aquí a Buster Keaton con su última y admirable película: College. Asepsia. Desinfección. Liberados de la tradición, nuestros ojos adquieren un nuevo fulgor ante el mundo juvenil y sobrio de Keaton. Especialista contra toda infección sentimental. El film es bello como un cuarto de baño. De una vitalidad Hispano-Suiza. (Luis Buñuel, Cahiers d´Art nº 10, 1927)

RECUPERANDO UN VESTIGIO

No abordará nuestra impresionista semblanza el aplauso que a Buster Keaton dedicaron artistas dispares, admiración que, en vida del actor, culminó con su protagonismo en aquel mítico Film (1965), escrito y planificado por Samuel Becket y rodado por Alan Schneider. Sírvanos la cita del más importante cineasta español para destacar, no tanto la impresión que entre los surrealistas causaron algunas de sus películas [más allá del juego con el absurdo en obras que, como The Frozen North, 1922, son una excepción], como el carácter de obra juvenil, detenida en el tiempo y clausurada a la fuerza que tiene.

Contradiciendo una percepción que opone su cine al de Charles Chaplin e incluso Harold Lloyd, cabe matizar que el lastimoso desarrollo de su carrera acerca el recorrido de Buster Keaton a la de cineastas truncados, por muy distintas causas, de la categoría de Jean Vigo, Friedrich Wilhelm Murnau o Erich Von Stroheim. Recorridos cercenados, no ya en una resplandeciente primavera creativa que ha quedado para la posteridad como el pico de sus posibilidades, sino en momentos claves de la historia del cine. Pues si, aunque asociado con el cine mudo en lo cardinal de su trabajo, tenemos en cuenta que Keaton perteneció a un grupo de creadores pronto conscientes de las posibilidades del sonido como elemento expresivo, cabe lamentar ese signo de interrogación que supone su carrera posterior a El comparsa (Spite Marriage, 1929), años desgraciados en los que la pérdida de estima hacia sus películas corrió paralela a la de gigantes caídos en el olvido o en el desprecio, principalmente Griffith y Méliès.

Es cierto que esos años sombríos comenzaron a difuminarse en 1947, con la reaparición triunfal en el Cirque Medrano de París, un resurgimiento como actor de televisión, campañas publicitarias y su boda con la entrañable Eleanor Norris. El leve revival del cine mudo, propiciado por la necesidad de completar la programación de los primeros años de la televisión [una moda con significativas ramificaciones cinematográficas: de El crepúsculo de los dioses (Sunset Boulevard, Billy Wilder, 1950) a Cantando bajo la Lluvia (Singin´ in the Rain, Stanley Donen y Gene Kelly, 1952), pasando por Hollywood Story (William Castle, 1951)], unió transitoriamente a dos generaciones de cinéfilos, los que habían conocido la grandeza de un gran cine ya remoto y los que lo habían mitificado. Para ambas, Keaton era entonces un vestigio que, milagrosamente, irradiaba algo del hechizo de antaño. El estreno de un biopic poco lucido, The Buster Keaton Story (Sidney Sheldon, 1957), supuso una definitiva y onerosa compensación económica, y al tiempo que su autobiografía, My Wonderful World of Slapstick, se publicaba, la proliferación de homenajes y estudios no cesó ya hasta su legendaria aparición en la gran retrospectiva que, en 1965 y poco antes de su muerte, le dedicó el Festival de Venecia.

FORMANDO UN TALENTO

Hay en el cine de Buster Keaton, en su trabajo delante y detrás de la cámara, una serie de elementos que, si bien nacieron en sus intensos años pre-cinematográficos, fueron intensamente modulados tras el descubrimiento de El nacimiento de una nación (The Birth of a Nation, 1915) de David Wark Griffith, su más notable influencia artística. Figura estelar desde los tres años en el Medicine Show en el que crece, el pequeño Joseph Frank mostraba tal control del timing cómico cuando su padre simulaba fregar el suelo con su cuerpo, que el público aseguraba ver en el escenario a un enano. Ni los encontronazos con las autoridades, originados por las repetidas denuncias por maltrato a un menor, ni la creciente violencia de un padre hundido en el alcoholismo, que puso muy pronto en peligro la consecución de unos números ideados y dirigidos por el pequeño Keaton, frenaron la consolidación de un talento redundante en prestigio y cotización monetaria, estímulo para el acuciante intento de triunfar por su cuenta.

Fue necesario esperar hasta febrero de 1917 para que “Los tres Keaton” se separasen y el hijo emprendiera su ruta hacia Nueva York en busca de trabajo. Pudoroso, el futuro cineasta atribuirá siempre a la decadencia del vaudeville el motivo de esta ruptura artística, nunca a las insoportables tensiones y celos familiares. Y años después, “salvará” a su padre al integrarlo en su equipo cinematográfico: no pueden olvidarse las prestaciones de éste en La ley de la Hospitalidad (Our Hospitality, 1923). Liberado de la carga familiar, su debut en solitario se produjo en el show anual de la compañía de los hermanos Shubert, el espectáculo de variedades más importante de la escena de Nueva York con permiso del mítico Ziegfield´s Follies. El contrato era de 250 dólares por semana, acicate para dedicar sus intensos ensayos a encontrar aquello que marcase la diferencia, no ya con su carrera anterior, sino con toda la escena cómica.

Sin embargo, la cuidadosa elección de su agente [el mismo del muy popular Roscoe “Fatty” Arbuckle], nos sugiere la consideración de esta etapa como una transición hacia el cine. Un encuentro en una calle de Broadway con Arbuckle, que ha abandonado a Mack Sennet y sus fabulosos Estudios Keystone para trabajar con el productor Joseph M. Schenck, le vale una invitación para rodar una secuencia de El carnicero (The Butcher Boy, 1917) y el inmediato ruego de que olvide el teatro para trabajar a su lado. Keaton acepta, pues al deslumbramiento creativo se une también el técnico y material: pide una cámara de cine, y tras desmontarla anota cada una de las piezas, prueba distintas lentes, observa la película, maneja y estudia un proyector y pide permiso para aprender el trabajo que una sala de montaje requiere, toda una premonición de The Cameraman (1928).

Y filma con la improvisación que caracterizó a “Los tres Keaton”, ascendiendo al puesto de ayudante de dirección de Arbuckle en su cuarta película corta. Roscoe pone fin a una colaboración desarrollada entre 1917 y 1919 al irse con Adolph Zukor, y Keaton se traslada a California una vez terminado su servicio militar en Francia. Schenck ha fundado una nueva compañía a su servicio, y, confirmando que durante toda su vida lo privado y lo profesional no se distinguirán, se casa con Natalie Talmadge, cuñada del productor, protagonista de tres de sus futuras películas y partícipe activa en una relación tormentosa que conducirá a Keaton al borde la locura.

DOMINANDO EL CINE

Seis fueron los años dedicados por Keaton a la adquisición de un total dominio expresivo en las películas de dos rollos distribuidas por Metro y First National, ejemplos de un método cinematográfico que, tras aclimatar al cine su experiencia teatral en la etapa con Arbuckle, se sofistica al filmar teniendo en cuenta las posteriores posibilidades de la sala de montaje. No pocas de estas películas [The Play House (1921), La cabra (The Goat, 1921) o Cops (1922), entre otras] son redondas. Y aunque en relación a Harold Lloyd o Charles Chaplin, y en buena medida por los temores a un fracaso económico, Keaton tarda en filmar largometrajes [Pasión y boda de pamplinas, The Saphead, de 1920, temprana y sólo parcialmente controlada por él, no contaría], esa espera le permite reflexionar acerca de la construcción dramática en obras largas: cauto, idea la notable Las tres edades [1923, seis rollos] como largometraje, pero se guarda la posibilidad de dividirla en tres cortometrajes en caso de una recepción decepcionante.

Se aprecia un leve bajón creativo, si bien su exitosa acogida alienta una perseverancia que hace que todos los largometrajes posteriores, desde La ley de la hospitalidad (1923) hasta El comparsa (Spite Marriage, 1929), sean obras maestras. Releyendo a Grifitth para mostrar un dominio ya imperioso de los metrajes largos, cabe situar a La ley de la hospitalidad entre las películas americanas más importantes de su tiempo. Destaquemos cómo el primer rollo funciona a un tiempo como prólogo y unidad dramática cerrada en la que, jugando con las expectativas de un público que espera en vano al divo, el cineasta exhibe un novelesco talento narrativo que valora la fuerza de los elementos naturales. La integración de bloques en principio autónomos es férrea: la severidad del arranque hace real la ominosa presencia de la violencia y de la muerte en la filiación del involuntario héroe, y la larga secuencia del trayecto en tren trasciende lo cómico para hacer verosímil un recorrido que es también el viaje a un pasado en el que reinan unos odios de apariencia cómica pero nada inofensivos.

En el desenlace la naturaleza vuelve al primer término, y se filma la lucha por su dominio, rasgo cardinal en Keaton: circunstancia que es tanto narrativa [el personaje afronta unas dificultades que parecen multiplicarse y exigen una solución física e intelectual] como cinematográfica, pues se produce, sin trampa ni cartón, la unión entre personaje, actor y especialista, inspirando un poderoso efecto sobre el espectador. Aunque el público parezca saber más que el personaje, es éste quien se adelanta: en la plenitud mostrada por películas aparentemente despojadas como El rey de los cowboys (Go West, 1925), Las siete ocasiones (Seven Chances, 1925), El boxeador (Battling Butler, 1926), El colegial (College, 1927), perfectas ilustraciones de las palabras con las que Marcel Oms describe el estilo de Keaton (“sublime torpeza, verdaderos tesoros de imaginación para llevar a cabo los actos más simples”), la solución no será ya sólo acrobática, sino estructural (el gag como rima y ritmo; como repetición o contradicción de lo anteriormente expuesto) y matemática (citemos al cineasta: “Hay más matemáticas en mi cine que el los libros de texto”).

Su estilo es parco y directo, pues a diferencia de Chaplin prefiere la inmediatez de las primeras tomas. También aparentemente simple e improvisado, pese a un trabajo previo que establece ferreamente la construcción y desarrollo dramático del relato. A diferencia del mundo de los dibujos animados, en el que no se tardará en reciclar algunos de sus hallazgos, es característica consustancial al cine de Keaton que lo principal habrá de revelarse ante la cámara, una disolución de los contornos del registro y la representación merced a la exposición de su cuerpo a similares retos a los vividos por sus personajes. De ahí la temprana integración de antiguos números acrobáticos de juventud en la secuencia, práctica que ya había llegado a una cumbre inicial con las acrobacias de sus antiguos compañeros “The Flying Escalantes” en el cortometraje Vecinos (Neighbors, 1920).

Sucedió a La ley de la hospitalidad el recibimiento agridulce a El moderno Sherlock Holmes (Sherlock Jr., 1924), que recupera aquel toque a lo Georges Méliès de ilustres antecedentes como La cabra o La casa encantada (The Haunted House, 1921). Un mayúsculo logro condenado a la indiferencia tras el desconcierto de parte del público y de los exhibidores ante su corta duración [dos rollos menos que La ley de la hospitalidad, decisión meditada y arriesgada]. En contraste, El navegante (The Navigator, 1924) será la consagración al nivel comercial de Chaplin y Lloyd tras un rodaje complicado, en buena medida, por las peleas con su co-director Donald Crisp. En una reducción al mínimo de su poética, exhibe El navegante perfección coreográfica al jugar con escasos elementos, básicamente un barco y una pareja. En ese bote real y a punto de ser destruido en el que rodará durante diez semanas, es arrojado un trasunto del protagonista de The Saphead, un millonario que encarna el motivo central de su obra [el triunfo y el fracaso como anverso y reverso] y la toma de posición ante ello: una resignación inicial ante esa realidad que es seguida del despliegue de un movimiento perpetuo e ingenioso para evitarla, sin abandonar la sorpresa ante unos golpes de pura suerte ajenos a su acción [la aparición final del submarino] o la incredulidad ante giros del destino en secuencias de cierre que a veces son mordaces puntos suspensivos.

El moderno Sherlock Holmes exhibía trucajes extraordinarios, pero son los elementos cotidianos y funcionales los que producen el efecto cómico en El navegante. Obra lineal y directa, constituye el gran éxito de su carrera, así como la que mejor refleja la manera de trabajar y de vivir de Buster Keaton, tan despreocupado por lo cotidiano que carece de acciones de su propia compañía, satisfecho con su libertad creadora. En la cúspide de sus capacidades, a los 29 años, invencible, trabajaba sin fatiga, bebía sin descanso y apenas dormía. Dominaba el rodaje en el estudio pero mantenía su interés por filmar en exteriores, abriéndose a lo inesperado. Y si bien compartía su talento con dotados colaboradores como Clyde Bruckman, James W. Horne o Edward Sedgwick [y recordemos que no aparecerá acreditado como director a partir del descalabro económico de El maquinista de la general], imponía tanto su propia personalidad que resulta lógico considerarle el autor de cada uno de esos largometrajes.

LA COMEDIA Y LA REALIDAD

Lo hemos comentado: no hay en las películas de Buster Keaton fisura alguna entre lo cómico y lo realista. Una conexión con la realidad que a veces toma como referencia candentes asuntos de actualidad [como sucede en Cops al recrear un atentado anarquista con escalofriante verismo], y otras volviendo su mirada a la historia de su país con un rigor en los detalles de ambientación pocas veces igualado. Y si el punto de partida de La ley de la hospitalidad es una interpretación nada lejana de la perenne relación de violencia que enfrentó a las familias Hatfield y McCoy, el de su largometraje más recordado, El maquinista de la General (The General, 1926), parte más bien de la recreación cinematográfica de la historia americana en la obra de Griffith, inspiración del proyecto. Simétrica aventura de ida y vuelta [con el interludio que supone la secuencia bajo la mesa], fascina todavía cómo esa exactitud en el detalle histórico nunca ensombrece su condición de aventura humanista; el virtuoso dominio de lo que podría ser aparatoso y deviene ligero, en definitiva. Empresa de riesgo, El maquinista de la General fue en su día un desastre crítico y económico al que sucedieron otros dos fracasos monetarios [El colegial y El héroe del Río] que, sin haber cumplido treinta y cinco años, forzaron a Keaton a abandonar su estudio, y por lo tanto su independencia, en favor de un contrato con la MGM, revelándose muy pronto la decisión como el gran obstáculo para el mantenimiento de un sistema de trabajo propio, imposible en la controlada y conservadora estructura del citado estudio. Fue el gran error de su carrera, pues si bien filmó otras dos admirables películas, el sistema de producción en cadena frustró sus ideas sobre el sonido: todo un drama artístico.

Venciendo la abrupta estrechez de miras de Thalberg, The Cameraman, la primera de ellas, es un logro de dificultosa concepción. Pese a servirse en parte de los platós de la Metro, exhibe esta película un intenso latido urbano, simbolizando el triunfo de la improvisación contra unas normas de apariencia insalvable al aprovechar la filmación de un auténtico desfile o en el vacío Yankee Stadium. Además de enloquecida farsa, The Cameraman es una comedia romántica de gracia sublime y conmovedora. Y una de las más bellas afirmaciones de amor al cine y al acto personal, creativo y comprensivo de filmar, en el cual estará la verdad del que rueda, incluso cuando por equivocación se haga sobre material ya empleado y el resultado nos sorprenda con unas sobreimpresiones delirantes que parecen remitir a aquellos admirables accidentes de los operadores de los Lumière. Y la comedia es a veces profundamente dolorosa, pues no es difícil interpretar como propia de Keaton la torpeza y angustia del cámara en la que podría ser su película más íntima.

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Los resultados de Spite Marriage fueron nuevamente espléndidos, pero las   circunstancias laborales e industriales constreñían cada vez más toda inventiva. Estrenada en versiones mudas o sonorizadas, la productora impidió a Keaton controlar el proceso de esta última, llevando a la práctica sus ideas sobre el sonido y la voz, de igual forma que había valorado con calma todas las posibilidades y dificultades que ofrecía el salto a duraciones largas. Dado que el cine sonoro encarecía enormemente los rodajes, se oficializó una meticulosa preparación de los rodajes que conllevaba unas limitaciones técnicas opuestas a la libertad de rodaje consustancial al trabajo [muy distinto, cierto, pero basado también en la libertad de horarios o en un relajado y amplio calendario de filmaciones] de Keaton, Chaplin, Lloyd, Landgon o Semon, las grandes estrellas del cine cómico. La producción sonora acabó con la posibilidad de una independencia dentro de la MGM, incumpliendo unas promesas consagradas en el contrato que el estudio justificó atendiendo al errático comportamiento de su estrella. En efecto, Keaton había cruzado entonces el umbral de la más lamentable de sus crisis personales, pues al desamparo creativo se une la ruina absoluta cuando es Natalie Talmadge la que se queda con su fortuna. Dinero que, irónicamente, se había multiplicado tras el gran éxito de sus dos primeras películas en la productora, pero que perderá para siempre: una discusión con Louis B. Mayer originó el despido de un creador al cual el alcoholismo y la degeneración de su salud física y mental impiden, culminando un lento e inexorable proceso, trabajar. Unas perspectivas dramáticas que culminaron con su internamiento en un manicomio en el año 1937.

LO IRRECUPERABLE

Siendo innegable que nada hay en las películas, largas o cortas, posteriores a 1929, que sea comparable al intenso periodo anterior, reside ahí un material de estudio que, si bien no excesivamente grato, tampoco ha sido afrontado con detenimiento en biografías como Cut to the Chase, de Marion Meade, o Tempest in a Flat Hat, de Edward McPherson. Tal y como suele imponer el modelo anglosajón, profundizan esos libros en lo vital y no en lo estético, aunque poco margen tuviese ya para la forma cinematográfica aquel que llegará a ser humillado por los hermanos Marx cuando, trabajando como consultor de gags, dos formas disímiles de ver el humor y el mundo se enfrenten. A veces se puede pensar en Keaton cuando nos reencontramos con cineastas de la esencia y la frontalidad como Hawks o Boetticher, certera sugerencia de Miguel Marías en un artículo para el número de verano de 1982 de la revista Casablanca al hablar de “la precisión inigualable, la apariencia espontánea y casual de cada encuadre, la desnuda elocuencia de la composición del plano, la ausencia de retórica, de explicaciones, de subrayados”. Pero coincidimos con el gran crítico en la singularidad de un “cine cómico que es, al mismo tiempo, épico, cosa rara -si no única- en el género”, por no hablar de la dificultad de encontrar un cuerpo filmado comparable, “que se desplaza con la precisión y la fuerza de una bala (…) modificable en cualquier momento”, lo que deja en triste evidencia a cualquier simulacro digital y hace de este cine algo que, sin haber perdido vigencia alguna, se nos desvela también tristemente irrecuperable.

 

Texto: JL Torrelavega

Artículo publicado en el  nº 334 de febrero del 2016

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