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Radiohead, Inteligencia artificial / #EnRutaEnCasa

 

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Fueron ídolos adolescentes con «Creep» y los nuevos Pink Floyd con «Paranoid Android», pero con el tiempo demostraron que no había límites en su creatividad. Con canciones elaboradas desde la crispación o la melancolía, guitarras exacerbadas y excursiones electrónicas, el quinteto de Oxford compuso un intoxicante soundtrack para el nacimiento del tercer milenio.

‘’La razón por la que la gente quiere escapismo es porque hay muchas cosas de las que escapar. En cierto modo, lo último que nadie necesita es que alguien eche sal en sus heridas, que es un poco lo que hacemos nosotros’’ (Thom Yorke)

Me aburre esa visión de túnel que comparten una porción de los grupos y lectores conectados entre sí por esta revista. Ese pequeño rock energúmeno —norteamericano, escandinavo, español— que malvive sobre topicazos sonoros regurgitados con mayor o menor pleitesía hacia los arquetipos, letras dignas de un tebeo lumpen con fijación en un trasnochado hedonismo. Esa endogámica secta que adora el ruido por el ruido —preferiblemente a la velocidad del tocino—, que se uniforma en arrogancia viril más allá de la testosterona razonable y quiere creer que el ‘’vive rápido y deprisa’’ es el único antídoto posible contra el hastío vital. Muy poca ambición, muy pobre oposición para esas otras vulgaridades que mayormente ensalza la prensa especializada dependiente de modas, industria y demás.

Su minúsculo pero fiel público sufre la misma cerrazón, lo que les confirma que andan por el buen camino, el del victimismo que afianza opacos principios morales, ‘’mi rollo es el rock y ahí me las den todas’’. Ese mismo fetichismo que les convence de que un single de vinilo de cortísima tirada de cualquier grupo recién descubierto tiene más valor que cualquier producto multinacional. Es la clase de empecinamiento irracional que tan bien describe Nick Hornsby en Alta fidelidad. Por mi parte, solo añadir que hace mucho dejé de intercambiar cromos y que mis neuronas siempre necesitaron una dieta más variada.

La chupa de cuero no hace al monje; ni conserva la eterna juventud. El rock ya nunca será lo que fue, por mucho que nos joda a quienes alguna vez creímos en él. Ni en sus peores épocas deparó tan nimios dividendos como hoy. Porque muchos podrán imitar a MC5 o Sex Pistols, pero nadie parece capaz de efectivamente ser lo que esas bandas representaron en su día. Por cada Zen Guerrilla que saludamos jubilosos, tragamos con quince cateados que aún no han pasado de Dictators o Motörhead y el año que viene repiten. Y en terrenos adyacentes como el revivalismo sixties, el persistente indiedom, el ya atufante americana o el meollo punkcore, tres cuartos de lo mismo. Cuando uno se aferra al dogma estético como a un clavo ardiendo, surge la sospecha de que poco habrá que expresar.

¡Quietos, paraos…! No todo el rock presenta encefalograma plano, carece de profundidad estética o busca la más burda complicidad con el oyente. Son muchas las excepciones a la regla: búscalas en estas mismas páginas. Y, por supuesto, más ulcerantes resultan para el maduro cronista esas supuestas ‘’nuevas’’ tendencias que se vanaglorian de otear el futuro desde la boba fascinación por los ceros y unos de lo digital, cuando en realidad se alimentan del más viejo de los métodos: el más conspicuo reciclaje. Mucho DJ fantasmón de imagen esculpida según las directrices del Dios Logo y la Diosa Posmodernidad aprovechando la bobalicona actitud generacional after-X, mucho ‘’out rocker’’ en Babia tejiendo desdeñoso la banda sonora de su propia negligencia en detrimento de esa unidad básica —la canción— que, lo recuerdan los al parecer infinitos anales de la historia en ese sentido, todavía tendrá mucho que decir. Claro que, tal y como la han dejado entre melómanos y deconstructivistas, tampoco ella, la pobrecita canción, da muestras de vitalidad precisamente.

Al techno le pasa como al jazz de las últimas tres décadas, mucha paja y poco grano. Curioso que cada vez que el sentir punk de la música popular —pasajera urticaria que cíclicamente intenta la vuelta a los orígenes— es nuevamente asimilado por el sistema se allane el campo para los charlatanes del falso progresismo. Y lo peor es que nos apostamos en uno u otro bando, el puto instinto gregario, según nuestros orígenes sociales: el rock para proletas y desclasados, el pop para universitarios y pijas, la vanguardia para esnobs y raritos, el techno para quien prefiera lo superficial a lo íntimo, lo sensorial a lo emocional. ¡Qué tristes animales somos como aficionados a la música! También es el confuso signo de los tiempos: ya todo es lo mismo, todas las ideologías son intercambiables. El underground y el mainstream compiten en el mercado global, todas las músicas son pues objeto de consumo desechable. ¿El rock’n’roll? Una pequeña secta más en el proceloso universo consumista, queridos. Ni salvación, ni panacea: otro pasatiempo.

Thom Yorke

A Thom Yorke, el vocalista de Radiohead, le cuestionaron en una ocasión acerca del estilo de vida rock. ‘’Es algo que haces a los veinte, luego se supone que debes crecer’’, respondió. ‘’O sigues cumpliendo años e intentando tirarte a veinteañeras. El rock es básicamente una energía. Pero es una energía a la que todo el mundo puede conectarse, sin que importe su estilo de vida. La buena música es como follar. Incluso la música clásica. Y no importa como sean las personas: es buen sexo o no lo es. Todos somos capaces de tener buen sexo. Es música buena o mala, ¿no es así? Está lo que viene del otro lado y luego está lo que procede de una campaña de marketing. Y no hay puntos intermedios’’.

Por esas y otras razones, como el gato que entra en casa jugueteando con algo inidentificable en descomposición, traigo a Radiohead a estas páginas. Para que, por una suave abrasión, se funda el cerumen que obtura algunos conductos auditivos del ruterío. Que aprendan de autocrítica nuestros competidores.

Su biografía no guarda grandes sorpresas, pero sí las depara la insospechada progresión de este quinteto de Oxford, Reino Unido, que firmó con la multinacional EMI en 1991, fue bautizado por el éxito internacional de «Creep» —riffs de guitarra de gratificante fricción y un pertinente estribillo: ‘’Eres tan jodidamente especial / Ojala yo fuera especial / Pero soy un monstruo’’—, incluida en su álbum debut Pablo Honey, y ya en su segundo álbum, The Bends, eran alabados por la crítica y el público anglosajón como la banda ‘’inteligente’’ que pondría en su sitio a los gamberritos del entonces reinante Britpop. Ofuscado por el insistente rumor dí más oportunidades de las merecidas a The Bends y, ahora que lo reescucho, pese a contener algunas composiciones que presagian cosas mejores —«Planet Telex», «Bones», «My Iron Lung»— me sigue pareciendo guitarreo homologado, otro conjunto británico preso de sus inclinaciones melodramáticas, mera competencia para U2.

No es pues extraño que vistiera coraza crítica cuando en 1997 se lanzó el single «Paranoid Android», canción que en las primeras semanas me pareció de una insufrible, melodramática falsedad. Precedía dicha canción, que más tarde valoraría como parte de un todo superior a la suma de las partes, a un álbum que cambiaría la tendencia desvelando la verdadera dimensión de la banda y sus integrantes.

OK Computer, que se inicia con el retumbante zafarrancho de «Airbag», guitarras frotándose febriles sobre un bajo invertido y una tentacular batería, daba un salto cuántico dejando atrás los corsés de producción que habían desvirtuado sus dos primeros trabajos. Se precipitó como una bomba de efectos retardados sobre una escena musical dividida entre la resaca pos-Nirvana y el techno, levantando un puente sin parangón que de algún modo conectaba esos universos opuestos. No solo en esa ópera de bolsillo que es «Paranoid Android», alternando en seis minutos pasajes de volátil melancolía e implosiones de crudo guitarreo, también en el exacerbado sentimiento de «Exit Music (For a Film)» reventando en un distorsionado conjuro pinkfloydiano, en el carácter de himno pos-orwelliano de «Karma Police» o en la sublime atemporalidad de algo como «No Surprises». Letras que parecían captadas de algún satélite defectuoso en órbita incorrecta regurgitando información terrestre sin sentido, o transcritas desde el inconsciente colectivo de la procelosa superautopista informática, reflejo de una generación confusa ante las infinitas y contradictorias caras de ese suprasistema llamado capitalismo que todo lo anula, hasta el deseo mismo. La misma generación que no conoce otro empleo que el temporal, lee a Chuck Palahniuk, sueña despierta en realidad virtual, baila a Chemical Brothers y cree que un video-clip es una película en miniatura.

Las canciones que Thom Yorke compuso, y registró con la total implicación de sus compañeros, suenan a señales de socorro telepáticas lanzadas a un oscuro e inconmensurable vacío del que no brotará respuesta alguna. En una secuenciación que unía piezas dispares en un todo complejo y autosuficiente, un mundo tecnológico y quizás futurista pero próximo y presente, OK Computer observaba cómo la guitarra pasaba a tener la misma importancia que cualquier otro instrumento a su alcance. ‘’Nuestras guitarras son sustitutivas de clítoris más que fálicas; las tratamos con más cariño y suavidad’’, aventuraba Jonny Greenwood. ‘’Creo que son instrumentos sobreidolatrados. Los guitarristas que me gustan tienen esa perspectiva de Bernard Sumner. Se trata de no ensayar. Me gusta lo que dijo Tom Waits, que solo deberías tomar un instrumento si va a ayudarte a escribir una canción’’.

El éxito del álbum fue abrumador, hasta el punto de que sería elegido por los lectores de la publicación británica Q como ‘’mejor disco de todos los tiempos’’, lo que indica el grado de penetración y credibilidad de OK Computer pero asimismo desvela que la ignorancia histórica es inmune al ridículo. La sobrexposición produciría, en chicos de provincias como ellos, una catarsis de insospechados resultados creativos cuyos primeros síntomas capta el excepcional documental Meeting People Is Easy, sinfonía del ruido y la angustia vital dirigida por Grant Gee con la brutal honestidad de un cirujano. ‘’Todos venían a nosotros con sus cabezas doblegadas, esperando ser inducidos en el misterio de Radiohead’’, explica el batería Phil Selway. ‘’Nos subimos a la parra, como es natural. Llegó un momento, hacia 1997, en que sencillamente nos vimos superados por todo aquello y tuvimos que desaparecer. Fue nuestra honesta reacción a la situación en la que nos vimos atrapados. Pero hubo quien pensó que estábamos jugando al escondite, o que habíamos empezado a tomarnos demasiado en serio. En realidad no nos gusta que la gente le dé muchas vueltas a nuestra música. Lo que hacemos es puro escapismo’’.

Quien más duramente sufrió el acoso de la fama fue Thom Yorke, un tipo enclenque y difícil nacido con el ojo izquierdo semiparalizado y que, tras varias operaciones, quedaría con un párpado semicerrado y la mirada de un huraño gnomo. ‘’La gente presupone que todo lo que escribes es totalmente personal’’, afirma. ‘’Es una extraña sensación, como si andaran por encima de tu tumba. Las letras, mi voz, las melodías, me avergonzaban. Me obsesionaba que, cualquier cosa que hiciera con mi voz, iba a ser asociada a lo mismo de siempre. Además, aparecían otras bandas que se parecían a nosotros, lo que empeoró las cosas. Ya no podía aguantar mi propio sonido. Hasta que me metí a fondo en usar mi voz como otro instrumento, más que como algo siempre enfocado y en primer plano’’.

Nadie ha explicado más sucintamente el proceso sufrido por Radiohead en las sesiones de su siguiente álbum que el guitarrista O’Brien al constatar ‘’tuvimos que aprender a ser partícipes en una canción sin tocar una sola nota’’. El mundo podía esperar una secuela del brillante OK Computer, pero Kid A se entregaba con mayor énfasis a la electrónica y la experimentación, en el trasfondo cibernético de «Idioteque» o la desaforada sección de viento free jazz de la tremenda «The National Anthem». Publicado en 2000, Kid A apostaba por un cierto progresismo atemporal, asumía en su discurso las insatisfacciones propias de la deshumanización en el paisaje posindustrial, el secuestro de la vida humana por lo virtual hasta un punto que ni la ciencia ficción hubiera soñado, y naturalmente desconcertó a muchos de sus seguidores.

Sin inmutarse, Kid A echaba mano del jazz de Charles Mingus, Alice Coltrane y el Miles Davis de Bitches Brew, de las estrategias oblicuas de Brian Eno y los rítmicos recortables de Holger Czukay, y en general de las obsesiones vanguardistas del guitarrista Jonny Greenwood, seguidor del compositor polaco Penderecki y del francés Olivier Messiaen. El, su hermano Colin y Thom habían tenido la suerte de toparse, en la conservadora Abingdon School donde cursaron estudios superiores, con Terence Gilmore-James, el profesor que dirigía el departamento de música, un hombre abierto a su curiosidad juvenil de bichos raros en un entorno elitista y competitivo, y especialmente interesado en la música contemporánea, el jazz y las bandas sonoras.

Cuando finalmente se forma el embrión de Radiohead sus componentes son chicos de clase media que miran a The Smiths, REM, Sonic Youth y Pixies, se autodenominan como una canción de Talking Heads y buscan discos de Magazine mientras sus compañeros de clase compran Stone Roses. Thom, no es ningún secreto, había pasado los meses previos a la fundación del grupo urdiendo música electrónica casera. ‘’Lo importante no es ser guitarrista en una banda rock, sino tener ante ti un instrumento que realmente te excite’’, aclara en una entrevista. ‘’Cuando Jonny empezó a tocar las Ondes Martenot en todos los temas, ¡no podíamos frenarle! Tuvimos que implorarle que tocara la guitarra en «Morning Bell»’’. Jonny se defiende: ‘’Pasé años leyendo descripciones de las Ondes Martenot, pero ni siquiera había fotografías. Hasta que hace un par de años conseguí uno de esos aparatos, y es fantástico. La mejor forma de describirlo es como un Theremin mucho más manejable. La utilización más conocida del Martenot es el tema de Star Trek, suena como una mujer cantando. Cuando se toca bien, puede imitar la voz humana. No me atraen la mayoría de nuevos instrumentos electrónicos, para mí el Martenot es una cima en ese sentido’’.

Dejando atrás complejos y perdiendo definitivamente el miedo a limitar la sacrosanta arma rock, Radiohead emergían formidables, una rara emisión de códigos secretos e inéditas sensaciones que encima generaba ventas millonarias. Lo que corrobora la idea de que todo éxito es un malentendido. Un Grammy le dieron a Kid A, como demostración de que el público norteamericano había conectado antes que el británico, todavía intentando dirimir quienes eran más bobos, Oasis o Blur. Las sesiones de grabación habían durado dieciocho meses: grabaron y regrabaron, pegaron y cortaron, hasta que completaron el álbum. Como el material sobrante constituía una fuente en la que seguir hurgando, lo aprovecharon para configurar su siguiente lanzamiento, que no fue Kid B, como algunos auspiciaban maliciosos, sino una nueva heterodoxia que titularon Amnesiac, porque al fin y al cabo el olvido es remedio para todos los males, incluidos los de nuestro tiempo.

El álbum resplandece en «Pyramid Song», que encumbra al crooner disfuncional que ha acabado siendo Yorke, convertido en ‘’homo politicus’’ al arremeter frontalmente contra Tony Blair y su política de manos atadas por el primo yanqui en «You and Whose Army?» y defender abiertamente a los activistas de la anti-globalización frente a la ya insultante conspiración entre políticos y medios de comunicación. «Amnesiac» recupera el aliento electroacústico en «I Might Be Wrong» y la melodiosa «Knives Out», con acentos de Smiths, reinterpreta mejorándola «Morning Bell» —único punto de conexión entre estos álbumes gemelos— y, pese a rebrotes de robótica como «Pulk/Pull Revolving Doors», va a desembocar en la nocturna ebriedad jazzística de «Life in a Glasshouse», memorable retrato de las miserias que conlleva vivir en el ojo público.

‘’Ahora comprendemos mejor lo que hacemos que cuando grabábamos OK Computer’’, asegura Thom. ‘’Entendemos mejor por qué decidimos seguir adelante: debíamos cuestionarlo todo. Lo que no te mata, ¡te hace más fuerte!’’.

Siempre en colaboración con el imaginativo Nigel Godrich —productor de sus tres últimas obras y de discos de Beck, REM, Pavement o Travis, entre muchos otros—, Radiohead han protagonizado una exploración que, a caballo de las insólitas pero a menudo hermosas canciones de Yorke, les ha llevado a una personalísima elaboración y contextualización del sonido puro. Una suerte de magia virtual que parece atraernos hacia mundos desconocidos, quizás soñados, siempre intrigantes. ¿Qué importancia tendrán los medios utilizados cuando se pintan paisajes tan palpablemente irreales, se excitan emociones que dormían semiolvidadas, se nos transporta a lugares que no sabíamos existían?

En opinión de Jonny, el proceso de grabación mismo ya resta autenticidad a la interpretación: ‘’Veo todo el artificio de la grabación de la siguiente manera: una voz captada por un micrófono y grabada en cinta, luego traspasada a un CD que suena por unos altavoces, es tan ilusoria y falsa como cualquier sintetizador. No sitúa a Thom en tu sala de estar. Pero se la considera ‘real’, mientras que un sintetizador es ‘irreal’. Ocurre lo mismo con la disyuntiva entre guitarras y samplers. Fue muy liberador descartar la idea de que los instrumentos acústicos son más auténticos. Cuantos más conciertos hacemos, más insatisfechos nos sentimos a la hora de intentar reproducir el sonido del directo en un disco. En cierto modo, no puede lograrse. Es un alivio cuando lo aceptas, y entonces grabar se convierte en otra cosa’’.

No veo en lo expuesto contradicción ninguna con los principios del rock que más quiere esta publicación, al fin y al cabo la irrupción de la guitarra eléctrica —de cuestionable autenticidad frente a los instrumentos acústicos clásicos— supuso un trastorno mayor y más efectivo que el de los samplers. Y siempre preferiré a quienes como ellos rompen moldes, antes que a los que se dejan el pellejo intentando repetir arquetipos, por cojonudamente que lo hagan o por mucho que nos reafirmen en lo que ya sabemos. Y antes que a los posibilistas que trampean endiosados para epatar al moderno sociópata. En ese aspecto, no me satisfacen ni Gluecifer ni Bjork. Sí lo hacen Radiohead, porque no dan muestras de cinismo ni tampoco de divismo, y aspiran a seguir sorprendiéndose, sorprendiéndonos. Porque arriesgan y a veces fallan, pero cuando aciertan trascienden. Cada día deberíamos aprender algo nuevo, cambiar radicalmente de opinión en alguna cuestión vital, reiniciar el ordenador vital y empezar de cero. Es lo que han hecho ellos, para vergüenza de la mayoría de sus coetáneos, reconocer que somos seres cambiantes, polivalentes, en esencia amorfos. Afortunadamente.

 

Texto: Ignacio Julià.

Artículo publicado en Ruta 66 nº 185, julio de 2002.

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