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Amar en tiempos de mascarilla / #EnRutaEnCasa

 

 

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Hablo de memoria, pero creo que la primera vez que cayó un Ruta en mis manos fue en casa de mi amigo Aitor. Se trataba del número 82 (lo acabo de comprobar) y era aquella portada en la que se podía ver a un joven Iggy, en plena hecatombe stooge, bañado en sangre, sudor y, probablemente, lágrimas. También llevaba un látigo enroscado al cuello, los ojos desorbitados y las cejas afeitadas. Era marzo de 1993. Yo todavía era menor de edad y los Ramones habían actuado en una discoteca de un polígono cercano hacia apenas unos días; cuestión que, en el Santander de entonces, se trataba de un hito histórico, al menos para nosotros, y que nos mantuvo excitados casi por el resto de la primavera. Era la época en la que los de Queens tocaban a toda hostia y el viejo Dee Dee había sido sustituido por un chaval de nombre C.J. Poco tiempo después, un Dee Dee paranoico y enganchado al jaco visitó la ciudad, pero eso es otra historia (y bien jugosa). Volviendo a la portada, para un impresionable chaval de 16 años, la foto de aquel cristo de Detroit ensangrentado abría una puerta hacia algo que todavía no teníamos ni puta idea de adonde nos llevaba pero que no dudamos ni un momento en echar abajo a patadas.

Era como si alguien nos dijera que no estábamos solos, que había algo ahí fuera, un Shangri-La para los auto marginados del instituto, algo peligroso y excitante en lo que merecía la pena desperdiciar la juventud. Dejémoslo en que fueron años de diversión, algunos excesos y una suerte de auto búsqueda. Ni que decir tiene que pasado el tiempo descubrimos que no había nada que encontrar y que la gracia estaba en haber salido más o menos indemnes de todo aquello. También es verdad que si no fuera por esa portada hubiéramos buscado otra excusa para hacer exactamente lo mismo. Pero hace casi treinta años y en un pueblo como este, los fanzines, el boca a boca, el intercambio de discos y revistas como Ruta 66 conseguían que nos empapáramos de un montón de cosas, aunque fuera solo de refilón y siempre reinterpretadas por nuestra bendita ignorancia.

Tampoco es que fuésemos corriendo a comprar la revista ni nada de eso, pero bueno, alguien la pillaba por ahí e iba rulando de mano en mano. Poco después, en el Soto Bar, la que fue mi segunda casa durante años (y a veces la primera), seguí devorando las partes de la revista que me interesaban, pues los diferentes gerentes de aquel desaparecido santuario del bebercio siempre tuvieron a bien hacerse puntualmente de cada número durante años. Allí flipé con los artículos del Gonzalo, me descojoné con algunos de los perturbados que escribían al correo, descubrí a los Jacobites a Gun Club, a Sun Ra, las bandas de Flying Nun Records, pasando por el cine de Jarsmuch, Kaurismaki o vaya usted a saber… Fueron cientos los descubrimientos.

Tantos, que muchos hoy se han convertido en vagos recuerdos. También he de confesar que siempre me salté alguna parte, que tampoco hay necesidad de ponerse melancólico. Sin ir más lejos, en este último número, entre otras cosas, cohabitan el gran gurú del ethio-jazz, Mulatu Astakte, con el sacerdote del punk kalimochero aragonés, Manolo Kabezabolo y, entre medio, los cuatro mil millones de universos que los separan. Virtud para muchos, defecto para otros, pero así son los del ruta.

La cuestión es que hoy he ido a comprar el número de abril al quiosco. Compruebo que ya han pasado 300 desde aquel primer encontronazo y que Iggy, aún gastando buen pellejo, sigue sin ponerse la camiseta. Hacia días que no veía el mar, la bahía de Santander luce preciosa bajo la bruma matinal mientras las gaviotas, ajenas, disfrutan de nuestro confinamiento. La señora del quiosco lleva unos guantes azules. Después de atrapar al vuelo mis cinco euros ni siquiera sé si ha llegado a murmurar un agradecimiento bajo la mascarilla. Quiero pensar que sí. Cuando las cosas se ponen difíciles siempre los primeros en caer son los que antes apenas sobrevivían, por eso es momento de apoyar las cosas que a uno le brindaron compañía y tantas alegrías.

Además, en este último número, en mi sección ‘’Alligators en su tinta’’, colaboro con una columna titulada: ‘’Nosotros, los malditos’’ en la que hablo un poco de esto y otro tanto de aquello. Cosas que hasta hace unos pocos días considerábamos de vital importancia. Que así siga siendo, a ver si ahora va a venir una pandemia mundial a inmiscuirse en nuestros divinos asuntos. A todo esto, espero que a Iggy le haya dado por ponerse una chaquetilla o algo, que la cosa está jodida y va teniendo una edad. Ustedes también, por si acaso, cuídense. Yo así lo haré.

 

Texto: Raúl Real (Los Tupper)

 

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