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Pearl Jam, córtate el pelo, cambia de vida / #EnRutaEnCasa

 

#EnRutaEnCasa

Hubo una época en que Nirvana copaban las portadas de las publicaciones más en la onda mientras Pearl Jam solo aparecían en las revistas heavy. Han hecho falta discos como Vitalogy o No Code para que se quitaran el sanbenito de grunge para todos los públicos y cosecharan algo de credibilidad. Este artículo de 1998 regresa a su mejor época, el momento en que decidieron su futuro.

‘’Cuando aquellos punks le dieron una paliza a Jello Biafra y le rompieron una pierna, me sentí en cierto modo liberado. A tomar por culo, pensé, si patean a Jello Biafra, un tío que perdió su imperio luchando contra la censura, un ejemplo de anti-héroe ético, ¿cómo voy a preocuparme por lo que nadie piense de mí? Me gusta pensar que llegará un día en que me relajaré y me acercaré hasta la tienda de discos más próxima a pillar el fanzine Maximum Rock&Roll. Para ellos debo ser como el Anticristo… ‘’ (Eddie Vedder)

Mola llevar la contraria. Reconozco que en más de una ocasión he utilizado a Pearl Jam para tentar e incitar el latente esnobismo de amigos y conocidos. Todavía recuerdo la expresión de uno de ellos cuando hace unos años, a mitad de una larga conversación sobre música radicalmente minoritaria, le pregunté a quemarropa si había oído el último Pearl Jam. Me miró como si mi interrogante no hubiera logrado superar ese pantano de prejuicios ubicado a medio camino del tímpano a la mente y, tras un instante de estupor, siguió hablándome en tono evasivo de la octava maravilla underground. Era un juego que me divertía, en parte porque yo había sido de los que despreciaban a Pearl Jam como los impostores que parecían ser, en parte porque sigo sin entender qué extraña virtud confiere la genialidad a un músico que vende tres copias y condena al ostracismo crítico a quien factura un millón. En esto, como en casi todo, la excepción parece confirmar la regla. Pero, ¿son Pearl Jam la excepción o unos putos farsantes?

El estamento crítico fue quien condenó prematuramente a Pearl Jam —no sin algunas razones de peso en un principio—, creyendo sin titubear las acusaciones del futuro mártir Cobain. Kurt conocía bien el largo historial de algunos de sus componentes en grupos de Seattle que buscaron el éxito, sus tendencias musicales presuntamente melodramáticas y reaccionarias, su pragmatismo a la hora de abrirse camino en una escena que estaba a punto de explosionar en el fenómeno que luego conocimos. Lo que finalmente descalificaba las verdades a medias de Cobain era el falso dogmatismo que se adivinaba en sus palabras, y el hecho de que, él lo sabía mejor que nadie, la escena de Seattle siempre había incluido en su dieta tanto a Sex Pistols como a Bad Company, a Stooges como a Black Sabbath. Y huelga recordar ahora que Nevermind, el disco por el que temía la competencia de Pearl Jam, se sirvió de una red multinacional de distribución y promoción (Geffen y MTV) tan poderosa como la que aupó a Pearl Jam.

La crítica, casi con toda seguridad con el beneplácito de sus respectivas discográficas, alentó esa guerra entre bandas, una situación que, parece comprobado, excita a los compradores de discos. Pero la crítica, por lo menos en mi caso, sería también la causante de su redención. Con la edición a finales de 1994 de Vitalogy, su tercer álbum y punto de inflexión en su carrera, algunos comentaristas anglosajones levantaron el embargo y pasaron a defender a un grupo cuya actitud y acciones parecían negar que, como se daba por supuesto, fuera una invención del sistema. De hecho, aducían, ninguna otra banda de su estatura comercial había reivindicado la capacidad de lucha en varios frentes —industriales, sociales o políticos— que en otros tiempos tuvo el rock. No digo que estos periodistas no hubieran sido engrasados por el departamento de promoción más próximo —o por sus propios editores, pues la desaparición de Cobain y Nirvana había dejado vacío el trono—, pero sí confieso que aquellos artículos hicieron que escuchara el álbum con otra actitud. Para eso debería existir la prensa musical, para romper prejuicios, no para crearlos.

Vitalogy fue seguido por el alza en credibilidad que supuso su colaboración con el padrino Neil Young y después por No Code, su trabajo más reflexivo, menos aparatoso, ¿el mejor? Luego les vimos en directo, un concierto en muchos momentos emocionante: por la sobriedad y concentración que demostró la banda, por la sinceridad expresiva de un vocalista que estaba ahí para comunicar, no para transmitir falso carisma. Ahora nos llega Yield, grabación que revaloriza el atractivo multitudinario que ellos mismos rebajaron en anteriores entregas, un álbum hábilmente suspendido entre la introspección torturada del pasado y una extroversión que sin duda conectará con el consumidor medio. Tras años de luchas y derrotas, la más sonada la que archivó su denuncia contra Ticketmaster, Yield suena a gesto de buena voluntad con el que rehacer el nexo con un público que, generacionalmente, parece haberles dejado atrás. Pearl Jam jugaron a rebeldes y apóstatas, quizás de buena fe o tal vez por vanidad se atrevieron a poner en tela de juicio las reglas del juego. Quisieron que su público recibiera un trato más justo, menos explotador de su juventud, pero no previeron que la medicina —negarse a entregar videos a MTV o a realizar giras según lo establecido—, podía ser peor que la enfermedad. Por no saturar a su público, acabaron distanciándose de él.

Eddie Vedder parece ser, además de portavoz, el centro gravitatorio mismo de todo aquello que es excelente en relación con la banda y asimismo la encarnación de sus males. Es fácil desacreditar a alguien como Vedder —otra cosa es que te agrade o no su tembloroso bramido, su emotividad expresiva de intérprete que canta primordialmente para sí mismo—, como es fácil desde el alocado presente criticar a Pearl Jam por ser más tradicionales que los mismos clásicos que revisitan desde su sonido y actitud. El tipo atormentado que carga con las desigualdades del mundo sobre sus espaldas siempre ha dado bastante grima, aunque sea capaz de transformarse en ángel volátil y enfrentar su voz a la del mismísimo Nusrat Fateh Ali Khan. Desde sus primeras actuaciones públicas con Pearl Jam, Eddie es un intérprete que se toma totalmente en serio cada canción, cada silencio; que cree en el contacto con su público, con un colectivo, una comunidad, quizás porque su infancia estuvo llena de inquietudes y su vida familiar llena de desengaños, o porque se veía a si mismo en la piel de uno de esos héroes irreductibles que tanto veneraba (Young, Townshend, Dylan). Esta devoción por tu arte y sus principales destinatarios, unida a la fama repentina y las ventas millonarias, nunca llevan a nada bueno. ‘’Me siento como un bebé que está siendo devorado por perros salvajes’’, confesó en una entrevista. Le tocaba vivir su íntimo calvario en público; todo en esta vida tiene un precio.

Y los percances se sucedieron. A Eddie le roban del camerino su diario personal y una libreta con canciones, y se hunde emocionalmente… En el festival de Roskilde, Eddie salta sobre los de seguridad al ver como estos agreden a un espectador… Meses más tarde, durante unas sesiones de grabación, Eddie huye del confort de un estudio de primera clase para instalarse en una caravana a trabajar sus canciones en un cuatro pistas… Eddie es detenido en Nueva Orleans por pegarse en un bar con un tipo que le ha abordado para meterse con Pearl Jam… En el Golden Gate Park de San Francisco, Eddie sucumbe a un virus intestinal y deja colgada a una multitud que protesta al ver como el invitado, Neil Young, tiene que terminar el concierto… Un despectivo Eddie, camuflado con un abrigo largo de cuero negro y gafas oscuras, declara al recoger un Grammy como mejor cantante de rock duro que tal honor no significa absolutamente nada para él… Eddie, Eddie, siempre Eddie; bueno, a partir de Yield, como se comprueba en los créditos, solo Ed. Tal hipersensibilidad puede generar grandes canciones, y algunas de las que ha interpretado lo son —«Tremor Christ», «Better Man» o «Inmortality» en Vitalogy; «Sometimes», «Red Mosquito» o «Present Tense» en No Code—, pero también una molesta aureola de soñador impenitente. No se puede ser tan bueno, no en este mundo.

‘’Muchas veces la música es como una ola, una vez se pone en marcha te sientes atrapado en ella’’, le dijo en 1995 a Craig Marks, redactor jefe de Spin y uno de sus escasos confidentes, cuando este le preguntó si sus males terminaban al pisar la escena. ‘’Si el sonido de monitores es bueno, me pierdo en lo que estamos tocando y me siento a gusto. Pero sé perfectamente, justo antes de subir a escena y a veces incluso al llegar a la ciudad donde actuamos, que las expectativas se disparan. Recibo notas en el camerino de gente que está fuera, pasando frío, porque no pueden pagar los 150 dólares que piden los de la reventa. ¿Y cómo vamos a tocar si ellos están ahí fuera?, me pregunto. Esta podría ser la causa de todos mis problemas: me preocupo demasiado de los demás, cuando yo mismo estoy hecho una mierda. Creo que he sido así desde el principio, pero ha ido empeorando con el tiempo. Ahora yo soy el que debe facilitar las cosas a un millón de personas. Y la verdad es que no me veo con fuerzas para superarlo’’.

Otra cosa es la música. No debemos olvidar que Pearl Jam son el producto de esa otra América, la que dibujan las redes de las FMs y los canales musicales de televisión, alejada de los grandes centros culturales, todavía en sintonía con la vulgaridad del rock corporativo y las atracciones de gran estadio, un país donde las melenas y los pantalones acampanados nunca pasaron de moda, inmune a la abortada invasión de los Sex Pistols y demás chusma. El nexo de unión musical entre sus principales componentes hemos de buscarlo entre Aerosmith y Kiss —ojo al dato: Jeff Ament aprendió a tocar siguiendo las escalas del bajista de Iron Maiden—, con unas dosis de rabiosa textura hardcore para darle el bronco toque contemporáneo y una cucharada de sensibilidad herida a cargo de Vedder, que es quien en el grupo entiende y versionea a, por ejemplo, Daniel Johnston. Siendo una banda abierta a los designios de sus seguidores, la evolución en sus dos primeros discos —el primerizo, potente Ten y el ampuloso Vs— sería fuertemente definida por su público, que no era punk precisamente, sino un amplio sector del mercado que se vio reflejado ya en sus primeras canciones, esos himnos de alienación juvenil que eran «Alive», «Jeremy», «Animal» o «Dissident», impregnados de la confusa y traumática adolescencia de Vedder. Esa fue la primera trampa en la que cayeron, alimentar a un público demasiado masivo sentando unos precedentes que iban a encadenarles a un estereotipo difícilmente modificable. Cuando su segundo álbum batió el record como disco más rápidamente vendido de la historia —casi un millón de copias en diez días—, Pearl Jam parecían destinados a acabar como U2. Bailando la macarena.

‘’Aspiramos a lograr nuestra propia forma de hacer las cosas’’, ha explicado Vedder, ‘’pero hoy día todo el mundo es tan cínico que ni siquiera puedes dar un paso al frente sin que haya alguien que piense que escondes algo. Ya nadie cree en la honestidad cuando la ve. Si alguien va de honesto se cree que debe tener algún plan secreto. Esto nos lo pone difícil a quienes queremos hacer las cosas bien. En ese sentido, soy totalmente vulnerable. Soy demasiado blando para este negocio, no tengo caparazón alguno. Lo que me parece una contradicción, pues esa es probablemente la razón de que pueda escribir canciones que le llegan a la gente, expresar ciertas cosas que otras personas no pueden expresar’’.

No todos tragaron con el cuento. A finales de 1996 la revista Rolling Stone, seguramente como represalia por su negativa a conceder entrevistas, urdió un reportaje que pretendía desentrañar la verdadera personalidad de Eddie Vedder. El retrato periodístico arrojó un resultado muy distinto a la imagen que da en sus declaraciones: un hipócrita que va por la vida lloriqueando cuando sus amigos de instituto le recuerdan como a un muchacho jovial y popular, un artista calculador que ya conocía los entresijos del negocio cuando aterrizó en Seattle para unirse al grupo, pues él y su novia habían programado conciertos en los clubs de San Diego. Gossard y Ament tampoco se libraron de la operación derribo: ambos habían mostrado sus ansias de éxito y su deuda con los más caducos años setenta desde el principio, rompiéndose por ello Green River y su relación con el insobornable Mark Arm, ahora en Mudhoney. Con ellos no iban los dogmas punk que defendían Arm o Cobain, sino las estructuras del rock clásico, las guitarras al ataque, las cabelleras al viento y un vocalista que había debutado con timidez pero pronto se dejó llevar cual derviche por el torbellino que generaba la música. Para rematar la jugada, Rolling Stone empleó una última carga de profundidad: Eddie era el líder despótico, quien había despedido a los baterías Krusen y Abbruzzese, y el resto una pandilla de músicos simplones que no se atrevían a levantarle la voz.

Yield echa por los suelos esa teoría. McCready es el autor de la música de «Given to Fly», el flamante primer single, cimentado en una fornida y gustosa progresión de acordes, y también de la bomba de mano con que se abre el álbum, ese «Brain of J» que se pregunta qué ocurrió realmente en el cerebro de JFK y por extensión en un país imaginado que se ha perdido para siempre. El tenso riff de «No Way» y la emocionante balada final «All those Yesterdays», con esos ecos de tonada escuchada en una vida anterior, son obra exclusiva de Gossard. La tenue «Low Light» y el contagioso empeño de «Pilate» llevan la única firma de Ament. Y la hermosa por sucinta «Wish List», sin duda golosina radiofónica si se edita como single, pertenece a un Vedder cada vez más próximo a su mentor Michael Stipe. Servidas en secuencia, estas canciones dan vida propia a un álbum de una consistente brillantez, una equilibrada colección de temas cálidos y robustos que, rehuyendo la seriedad de su anterior trabajo, pugnan por llegar al consenso entre su audiencia.

Vedder ha dicho que todo el proceso de creación de No Code giró alrededor de la necesidad de ganar perspectiva. Yield se beneficia plenamente de ese avance, es el disco más medido y asequible de Pearl Jam. Porque sabe hablarle con garra y sentimiento a todos los públicos, olvidando los sombríos escenarios de No Code, dosificando el congénito dramatismo de sus autores y evitando caer en gestos innecesarios, como esos intermedios experimentales —que aquí se limitan a un risible apaño de Residents y al recitado a lo Jim Morrison de «Push Me, Pull Me»— que nunca fueron la especialidad de un grupo al que muchas veces pierde su falta de sentido del humor, como así lo evidencian los grises sermones que pronuncia Eddie en los conciertos. No voy a negar que No Code calaba más hondo, pero resulta difuminado en comparación. En Yield mandan el ímpetu y la convicción, el aliento de una banda que ha recuperado el espíritu de lucha y un terreno común con el oyente. ‘’It’s the evolution, baby!’’, grita Eddie en «Do the Evolution». Y las guitarras, por una vez algo destartaladas, le respaldan con gusto.

‘’Hoy he escuchado una canción de Talking Heads y he estado pensando en lo gran compositor de canciones que era David Byrne’’, contó Eddie a Spin. ‘’Pero más importante todavía era la forma en que el grupo funcionaba y como fueron progresando a lo largo de sus primeros cinco discos. Reflexionando me he dado cuenta de que, últimamente, muchos grupos llegan a un punto y se quedan atorados. La cagan. Compara esto a digamos los Rolling Stones o The Who, que siguen adelante y todavía actúan, o se separaron tras veinte años de carrera. Talking Heads, Jane’s Addiction, The Police e incluso Nirvana, llegaron a un punto y se acabó. Me pregunto que diferenciará a estos grupos de los antiguos. No sé si es que ahora hay cientos de revistas en las estanterías y antes había solo dos, o se debe todo a que hay un canal de televisión íntegramente dedicado a la exposición de esta música. No he logrado descubrir qué es lo que hace que la gente no quiera seguir adelante’’.

Quizás la ausencia de sinceridad y la masificación de una estética deshumanizadora, la alienación fruto de esta época nuestra que promueve la ignorancia disfrazándola de diversidad festivalera y tecnología multimedia. Pearl Jam se vieron sumergidos en la vorágine que acompaña a los grupos cuyas creaciones son bombardeadas masivamente hasta hacer ininteligible su contenido, no apetecibles sus formas. Ellos se lo buscaron, por ingenuos y por horteras, pero no es menos cierto que rectificaron a tiempo. Se cortaron el pelo, cambiaron de vida. Quizás estén ya más pasados de moda que esas chaquetas de pana que acostumbra a vestir Eddie, pero con Yield demuestran que, a veces, dar unos pasos atrás es bueno para poder dar un salto adelante.

Una última divagación. En mi discoteca, los discos de Pearl Jam están entre Pavement y Pere Ubu. Así lo manda el orden alfabético, siempre tan libre de prejuicios. ¿Justicia poética? Más bien un chiste privado del azar —mejor estarían entre REM y Replacements—, porque ellos no pertenecen a esa categoría, la de los que ponen la casa patas arriba, sino a la imaginería popular del rock de esta década que termina, a un mainstream que el ya caduco fenómeno alternativo en cierto modo dignificó. Permitidme que me alegre por ello, en mi época su lugar lo ocupaban Foreigner. Hay una diferencia.

Texto: Ignacio Julià. Ruta 66, nº 137, marzo de 1998

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