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Bob Dylan – Marenostrum Music Castle, Fuengirola (Málaga)

La historia de la música interminable

Aunque nos aferramos a ellas, las cosas cambian y el recuerdo de aquello que se nos escapó entre los dedos, es lo único que perdura con el paso del tiempo. Dylan lo sabe y sigue siendo ese último tren que siempre se acerca allí donde estés, a distinta velocidad y cadencia, a veces muy lentamente y otras como un relámpago irreconocible que se pierde tras las montañas. Una locomotora que avanza y nunca para, que esquiva el olvido cantando y moldeando el pasado, haciéndolo presente efímero en cada nueva estación, sin detenerse, una y otra vez.

(ante la prohibición constante por parte de Dylan de hacer fotos en sus conciertos, no podemos ofrecer ninguna imagen).

Ese traqueteo sin pausa en el que reinventa su cancionero, manteniendo viva la memoria de la música popular que le precedió y que el mismo sembró hace ya casi sesenta años, pasa hoy muy cerca del mediterráneo y del atardecer, con un castillo de fondo y un expectante cielo azul que no tardará en estrellarse de emoción.

Fuengirola huele a mar y justo cuando su vaivén se funde con el horizonte que enmarca el gigantesco escenario del Marenostrum Music Castle Park (Riff Producciones), sale a escena la leyenda, de negro, chaqueta y botas blancas. Con paso decidido se dirige y ocupa el timón de la nave tras un gran piano de cola, seguido y flanqueado por su poker estelar, George Receli a la batería, Charlie Sexton a la guitarra, Tony Garnier (su mano derecha) al bajo y el multinstrumentista Donnie Herron, que comienza al pedal steel. Todos de riguroso negro. Gran ovación de recibimiento, pestañeo de Dylan y la banda se lanza junto a él al abismo de su infinitito y mágico imaginario, en busca del primero de los veinte conejos que sacará de la chistera.

“A worried man with a worried mind / No one in front of me and nothing behind…”

Los últimos rayos de sol resplandecen sobre la copia del Oscar que nunca falta sobre las tablas, desde que lo ganara por la canción con la que contribuyó en la película “Jóvenes prodigiosos” (2000), un “Things have changed” que es el pasaporte perfecto para iniciar (desde hace ya unos cuantos tours) cada nueva aventura.

“Estoy mirando los cielos tintados de zafiro, / vestido de fiesta, mientras espero el último tren”. Y ya estamos montados, los casi 5.000 afortunados de hoy, en uno de esos vagones del circo ambulante de los sentimientos, con los que Robert Zimmerman surca nuestras mentes.

El pasado año lo comprobamos y ahora lo reconfirma en pocos segundos: Su voz está rejuvenecida, enérgica y fuerte, arriesgando y ganando en cada frase. Con la sombra de Sinatra ya difuminada y los standards americanos aparcados a un lado, toca seguir mudando la piel y mostrar las caras infinitas de su universo, dejando claro que su arte está más vivo que nunca o tanto como siempre. Esta vez ha dejado de lado la heroica de cambiar gran parte del set list cada día, para manejar un repertorio fijo, pero sin certezas ni normas establecidas que busquen satisfacer a nadie, sino regido por su propia pasión interior en un tiovivo que se renueva a cada giro, en una suerte de historia interminable. Y para que nadie se haga falsas expectativas, lo deja claro desde el principio:

“Aléjate de mi ventana, / vete tan rápido como quieras, / no soy yo a quien deseas, nena, / no soy yo a quien necesitas…”.

Una “It ain’t me babe” deconstruida, con un tempo casi irreconocible y toda su amarga belleza contenida, pero intacta e imparable, propagándose entre las grietas de su nueva forma y haciendo brotar, sin remedio, un campo de ojos vidriosos en el anochecer. La delicadeza con la que crea nuevos ritmos en cada estrofa, en cada rima, hace que esta obra maestra con más de medio siglo de historia, se desmorone ante nuestros rostros y vuelva a renacer, como si en ese justo instante, con cada fraseo, la estuviera cincelando en el aire por primera vez.

Acelera con “Highway 61 revisited”, sacando blues y raíces de cada tecla, con Garnier marcando cada latido y Receli golpeando con sus baquetas el centro de la Tierra. La banda se funde al completo en la mirada del maestro y las seis cuerdas de Charlie Sexton, unidas a las texturas y paisajes que teje desde la retaguardia el indispensable Donnie Herron, nos hacen olvidar al ausente Stu Kimball.

En la oscuridad abrazamos el milagro y Bob nos deja tocados y hundidos, con la resplandeciente belleza de una “Simple twist of fate” que dibuja, a su antojo y libre albedrío, una estrella fugaz que se pierde y encuentra en la noche. Primer solo de armónica y los suspiros y lágrimas colectivas dan fe de que, ese esperado giro del destino que no llegó, pasó cerca y lo rozamos con los dedos. Araña con cada estrofa y en la final, nos remata cambiando la primavera (spring) por España (Spain*):

“People tell me it’s a sin / to know and feel too much within, / I still believe she was my twin, / but I lost the ring. / She was born in Spain*, / but I was born too late, / blame it on a simple twist of fate”.

Cogemos aire y disfrutamos de ese incomprensible descarte del Oh Mercy (1989), una “Dignity” que más de un poeta de renombre hubiera dado las dos manos por escribir (suerte la nuestra, ya que la canción se caerá del set list en las dos fechas españolas restantes, en favor de “Cry a while”). Le sigue ese gran lienzo en blanco a la espera de la inspiración, que no tarda en aparecer y Dylan en cubrir de mil colores y fantasías con “When I paint my masterpiece”, con solo de armónica incluido.

“Someday, everything is gonna be diff’rent / When I paint my masterpiece…”

De la canción que The Band hizo suya a principios de los setenta, a dos clásicos de finales de los noventa y principios de milenio muy titulares, la rocosa “Honest with me” del Love and theft (2001) y otra masterpiece dylaniana de la literatura moderna, “Tryin’ to get to heaven”, una de las mejores letras del sobresaliente Time out of mind (1997), con la que la banda mueve las alas al unísono (Tony Garnier se pasa al contrabajo) y logran, antes de que cierren la puerta, alcanzar el cielo.

“I been all around the world, boys / Now I’m trying to get to heaven / before they close the door”.        

Dylan sale a la superficie con el traje de crooner y a tumba abierta, de pie en el centro del escenario sin más arma que su voz, se marca una antológica “Scarlet town”, con Donnie Herron al banjo y la banda rezumando clase en cada nota, sin perder de vista ni un solo parpadeo del gran jefe de la música popular. Recorremos de la mano del bardo de Minnesota cada palmo de la “Ciudad Escarlata”, sentimos el frío en la cara colina arriba y pisamos las hojas de hiedra y espinas de plata… El público se levanta y Dylan aguanta la lluvia de aplausos unos segundos, para resguardarse luego rápidamente tras su piano de cola y devolvernos amor a raudales, sacándole jugo a las teclas en una de las interpretaciones más vibrantes que le recuerdo de “Make you feel my love”, soplando su armónica y meciendo Fuengirola.

Suben las revoluciones y sigue la alquimia sonora con ese ajuste de cuentas a la clase política y demás forajidos en “Pay in blood”, un enérgico coctel de country, blues y swing que gana negrura western y crece como la espuma en directo. Del último álbum de canciones firmadas por el Premio Nobel, rescata también la afilada “Early roman kings” y la envolvente y sanadora “Soon after midnight”, convirtiéndose Tempest (2012) en el disco que aporta más canciones al show, cuatro en total.

“This is how I spend my days / I came to bury not to praise / I`ll drink my fill and sleep alone /I pay in blood, but not my own”.

Último pago con sangre ajena y llega la pregunta (quizás la única verdaderamente importante) que todos esperábamos: “How does it feel?”. Una “Like a rolling stone” que dejó fuera en las dos pasadas giras europeas, y a la que sigue cambiándole compases y desacelerándola, pero que mantiene la esencia intacta y abandera la filosofía camaleónica dylaniana a la perfección, un canto rodante en continuo movimiento, erosión y cambio. Con Tony Garnier tocando el contrabajo con un arco y el publico en pie cantando ese estribillo que, por mucho que transforme y juguetee Dylan con él, siempre será eterno.

Tras mirar a “los primeros reyes romanos” a los ojos, llega otro de los momentos cumbres de la velada, con un “Don’t think twice, It’s all right” al piano y armónica por la que hubiéramos dado gustosamente el alma a cambio.

“…De nada sirve / que grites mi nombre, nena, / como nunca antes lo hiciste, / de nada sirve que grites mi nombre, nena, / no puedo oírte más…”.

Dylan hace carne cada verso, ralentizándolos y degustándolos como si fuera la primera y última vez, sacándoles un brillo que parece proceder de aquella herida primigenia que nunca cicatriza del todo: “I give her my heart but she wanted my soul, but don’t think twice, it’s all right”.

“Love Sick” y “Thunder on the mountain” se resisten a perder su forma originaria, o eso nos hace creer Bob, primero en ese amor venenoso que huele a azufre, ese querer olvidar y lo contrario, y luego con el galope relampagueante y salvaje, como un caballo de fuego, que abre el magnífico “Modern times” (2006), con Donnie Herron haciendo saltar chispas de la mandolina eléctrica.

Cuando aún resuena en nuestras cabezas ese “It’s now or never / more than ever / when I met you I didn’t think you do / Its soon after midnight / and I don’t want nobody but you”, llega la despedida con otra joya de la corona, una rescatada “Gotta serve somebody” que pierde su espíritu góspel para adentrarse en ritmos cavernosos y humeantes de la música americana. Y es que, seas quien seas, al final, tendrás que servir a alguien:

“You’re gonna have to serve somebody. / Well, it may be the devil or it may be the Lord / But you’re gonna have to serve somebody”.

Palabra de Dylan… Aunque en realidad, el juglar de Duluth, eternamente joven a sus 78 años, no le rinde cuentas a nadie, ni a dioses, ni a nostálgicos, ni a él mismo. Sigue mutando a cada paso y con él, sus canciones, himnos errantes que jamás volverán a sonar como en los discos o como en la gira anterior.

Mientras llega ese juicio final, al que Dylan no asistirá porque seguirá en la carretera, vuelve al escenario con una nueva metamorfosis de “Blowin’ in the wind”, con Donnie Herron al violín y el público intentando amoldarse a la nueva melodía y cantando cada verso. Con el Castillo de Sohail flotando en el aire, como todos los asistentes, la locomotora dylaniana se pone en marcha para seguir su camino y se despiden con “It Takes a lot to laugh, It takes a train to cry”.

El Never Ending Tour (la gira interminable), dos décadas después de su primera y única parada por tierras malagueñas, volvió a dejar hoy huella imborrable. Pero no temas sino estuviste o crees que Bob colgará las botas tejanas, mantén los ojos bien abiertos y los oídos afinados, cuando menos te lo esperes, aparecerán unas vías cerca de tu puerta y sentirás en tu propia piel la historia de la música interminable. Como dice el último verso que Dylan cantó en Fuengirola antes de esfumarse de nuevo: “Don’t say I never warned you / When your train gets lost”.

Texto: David Pérez Marín

 

 

 

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