‘’Dadme al fin lo que se me debe, dadme la hermosa vida que amo’’, declama el bardo de San Sebastián, mientras exige los galones que le corresponden por su contribución al fracaso vital. Y como el Sísifo al que reivindica, empuja cuesta arriba bloques de versos cincelados en piedra hacia cimas desde las que vislumbrar los ayeres muertos, en compañía de Gil de Biedma, Cioran y los cínicos. Niño Futuro es el cuarto trabajo en solitario de Rafael Berrio, un nuevo ejercicio del exorcismo del alma fraguado en puzles de metáfora y prosopopeya, un canto a la vida y al cosmos que le confiere una capacidad genial para hacer prosa del sentimiento. Pocos artistas de en derredor conjugan tanto en tan poco, incluso en la capacidad de hacer pop («Mi Álbum de Nubes del Cielo», «Las Tornas Cambian»); o en su contribución indirecta al spoken-word (la andanada semántica de «Niño Futuro» radiografía el imaginario del donostiarra hasta dejarle sin resuello). No caerá este cronista en la tentación de aupar este disco hacia lo mejor de su carrera o incluso del año, ya que su obra se entiende como un todo, pero usará estas líneas a modo de altar para mostrarle sus respetos e invitar a mamacallos, lameplatos, subversivos, descamisados, eruditos a la violeta y lectores en general que vayan, o vuelvan, a los brazos de Berrio.
ÁLVARO FIERRO
