Cuando escucho este disco me da la sensación de que estoy visitando un viejo parque de atracciones abandonado. Me pongo los cascos y me monto mi propia película. Las canciones me invitan a hacer la inmersión astral. Salto la valla. Entro sigilosamente. Y de golpe oigo el rechinar de los hierros oxidados que empiezan a moverse. Ruiditos de exoesqueletos posindustriales al raso de la madrugada. Atracciones vivas que se autoaccionan y cobran vida como una orquestra de gigantes adiestrados. Se mueven, bailan y expulsan luces. Autómatas salvajes que hacen música, dirigida por Oskar Benas, que los conduce hacia su lado más narcótico, misterioso, oscuro e inquietante. Escupen ritmos frondosos, que crecen como plantas enredaderas. Emiten graves profundos y omnímodos. Piezas instrumentales que parecen abono para neuronas a punto de germinar y que se suceden una a otra como fotogramas perversos. Un disco grabado en una noche, de una sola tirada. Fresco y gallináceo. Cuando suena la última canción, salgo del parque y de pronto me invade un silencio invernal. Me giro y no hay nada. Solo un gran descampado. El sol engulle las últimas partículas de oscuridad. Pero las canciones siguen encarnadas, deslizándose por esa enorme ola cósmica.
ANDREU CUNILL CLARES