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Mark Knopfler, Palau Sant Jordi (Barcelona)

Asumo la defensa de Mark Knopfler.

En tiempos de injusticias procesales que el lector no se lleve las manos a la cabeza tras leer el titular, porque ante tamaña quimera quizás podamos levantar el secreto del sumario para conocer si hay condena para el acusado y por ende del que suscribe el alegato empezando por recordar los antecedentes. Me crié musicalmente a principios de los 80, y en un ámbito de agnosticismo rockero crecí con Springsteen y los Dire Straits como referencias en aquella década musicalmente prodigiosa memorizando las canciones de uno y los solos de guitarra del otro. Un tipo, el segundo, del que cabo un tiempo de curioseo quinceañero se le descubren claras influencias musicales en fingerpickings calcados a JJ Cale y compañías Dylanianas con las que comparten afinidad tanto por su pericia instrumental como por cancionero de cierto calibre. Deriva nuestro hombre en corrientes más densas y canciones de excesivo minutaje erigiéndose en director de orquestina y sintiéndose liderar una sinfónica, pero de cuyas composiciones algunos púberes granulados pudimos llegar a tararear cada punteo.

Tunnel of Love y Telegraph Road en aquél Alchemy del 83 en doble vinilo rallado y empapado de toda secreción emanada de una buena fiesta estudiantil son válidas para aportar como prueba documental en el proceso, y eso sin sumarle los efectos tanto emocionales como físicos, principalmente en unos dactilares callosos de tanto emular solos de guitarra con una raqueta de tenis de madera maltrecha. Tras desbaratar un grupo al que solo él podía dar sentido, se empantanó en la tradición folclórica del reino unido propicia para bandas sonoras y poco más, y siguió girando para defender esa faceta con músicos de relumbrón para tours y conciertos de salón.

Y ahí teníamos por enésima a Knopler en Barcelona, en un Sant Jordi desangelado por la disposición de unas sillas demasiado espaciadas a ojo de dron para un respetable al que se le supone cierta edad y al que se le debe comodidad por el pago del precio de la entrada, para un primer concierto de una tanda que anunció, sin bombo y con boca pequeña, como la última de su carrera por cansancio y vejez, y también por la fragilidad en unas digitaciones sobre una guitarra cada vez más empalmada por el efecto de las debilidades zampatorias de un señor de setenta años. Se apagó esa noche para algunos la llama de un artista de extremidades tan largas en dedos como en nariz romana pero incapaz de parir ya canciones de peso, y menos de ejecutar a la perfección las de un repertorio anclado muy hondo para el grueso de su público desde hace más de veinte años.

Tenía su gracia saber que era el primero de la gira y desconocer las pocas sorpresas que podía deparar un set que seguirá clavando hasta que finalice la misma, y no decepcionó el hecho de defender orgulloso un legado post-straits con el que se siente cómodo no solo por cuestiones de identidad sino también de practicidad, sabedor de que algunas de sus letras no han aguantado el paso del tiempo y sus uñas no hacen vibrar las cuerdas como antaño. A fin de cuentas ha resultado ser un tipo más honesto que muchos de los que pueblan el panorama musical, capaz de ser investido en ese Rock’n Roll Hall of fake por el que muchos otros beben los vientos y no comparecer – descacharrante la entrega esa noche de SU premio a algunos de los escuderos en la banda madre – y reírse a pata suelta de la queja de aquéllos que se marchaban de este su último concierto en la ciudad sin haber oído y menos escuchado el Sultans of Swing, sabedor que hoy en día hay bandas tributo que clavan mejor esos solos que él mismo. Siendo ecuánimes me atrevería a decir que, simplemente por eso, cabe una sentencia absolutoria para el señor Knopfler.

Texto: Frank Domenech

Fotos: Xavi Mercadé

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