Artículos

Endless Boogie, hasta el infinito y bastante más allá / gira española noviembre 2018

 

Con motivo de la visita este mes de noviembre de los navegantes estelares del boogie sin final recuperamos la entrevista con Paul Major, guitarra solista y cantante, que firmó Ignacio Juliá y que fue publicada en el número de octubre de 2017.

Sus últimos elepés, el tremebundo Long Island y el reciente Vibe Killer, podrían agotar la vida entera de un oyente compulsivo. Monstruos amables, los neoyorquinos activan un duelo de guitarras que te absorbe hacia un submundo de libérrima improvisación, desprecio por los estribillos y pureza sónica. Gira la rueda del rock’n’roll. Una guitarra rítmica se encalla en el fornido, sucio y repetitivo riff, mientras bajo y batería reptan cual lava borboteante y enseguida se dispara un electrizante solo que parece no tener otro propósito que retroalimentarse en su serpenteo hacia el infinito o la nada. Son Endless Boogie y sus temas aspiran a romper el continuo espacio-temporal para arrastrarnos a un trance regenerador. El bucle psíquico induce a una alteración de la conciencia que solo la gutural voz de Paul Major, cordero con piel de lobo, trasunto de Captain Beefheart o Screamin’ Jay Hawkins, detiene ocasionalmente. Atemporales aunque de un regocijante primitivismo, crean adicción. Y ni siquiera han inventado la rueda; se limitan a dejarla rodar.

Fundados a finales de los noventa con la única intención de tocar y pasar el rato, Endless Boogie son Harry Drudz (batería), Jesper Eklow (guitarra rítmica), Paul Major (guitarra solista, voz), Marc Razo (bajo) y, ocasionalmente, Matt Sweeney (guitarra, producción). Así lo explica Eklow: ‘’La excusa fue poder ver a Paul más a menudo, pues se pasa la vida encerrado en su apartamento. Pensamos que si quedábamos cada jueves a las siete para ensayar le veríamos’’. Major, además de fiel a su Gibson SG, es una eminencia en vinilos incunables, un coleccionista de 62 años que regenta su propio negocio de venta por correo.

Sin embargo, el catalizador parece ser Eklow, apodado The Governor. De origen sueco y responsable de las citas en sus canciones a la Guerra de Secesión, esculpe riffs metronómicos sobre los que podría construirse otro puente de Brooklyn. ‘’No creo que encajemos en ningún género’’, afirma. ‘’No somos una banda stoner ni psicodélica. Tampoco una banda de garage. Pero nos gustan todas esas cosas. Cuando empezamos queríamos sonar como los Groundhogs. Aspiramos a ser una banda de rock pesado, pero somos un poco ineptos para ello’’.

Al otro lado de la línea telefónica, Paul Major nos cuenta cómo se siente uno en el centro de ese torbellino capaz de horadarte un tercer ojo en el cogote y hervirte los sesos a fuego lento.

Creciste en Louisville, Kentucky, en una época en que la radio comercial pinchaba «Psychotic Reaction» o «96 Tears» entre los éxitos del momento, algo que para un adolescente de hoy puede sonar a otro planeta.

Exacto, una marcianada. Había escasez de medios de comunicación: las únicas dos emisoras de Louisville eran Top 40 y competían entre ellas. No programaban solo un tipo de música, sino las canciones más populares de todos los estilos de moda y, cuando el rock se hizo popular gracias a los Beatles y dominó el dial, seguían sonando cantantes como Engelbert Humperdinck y temas instrumentales o música de películas. Con doce años descubrí «Psychotic Reaction» y otros temas rock mezclados con todo lo demás. Parecían llegar desde otra dimensión, otro universo; hoy aquella experiencia es irrepetible, pues tenemos acceso ilimitado a la música. Escuchabas uno de esos temas que te apasionaban y podías tardar un año en localizar el single o enterarte de que el grupo había grabado un álbum. Sonaba todo tan misterioso precisamente porque parecía llegarte de un lugar remoto; no podías darle a una tecla y que apareciese al instante. Era excitante, algo misterioso que perseguías y tardabas mucho tiempo en conseguir, por lo que la excitación era mayor al encontrarlo. No había sobredosis de información.

Todo lo contrario que hoy…

Lo mismo ocurría con la televisión. En Louisville teníamos solo tres cadenas y funcionaban solo hasta la una de la madrugada. Recuerdo que emitían las películas de la noche a las once y media y duraban hasta la una. Si ponían una película como The Trip montábamos una fiesta con mis amigos solo porque íbamos a poder verla. Era muy excitante. Esto moldeó mi perspectiva musical, escuchaba todo tipo de cosas, de garage-rock a canciones pop, y todas sonaban distintas; no se grababan de modo homogéneo como hoy, que suena la radio y parece que todo lo haya grabado el mismo productor. Ya no hay variedad. A finales de 1966 el fenómeno psicodélico y hippy aparecía ya en las noticias, y en 1967, cuando yo tenía doce años, ya leía sobre ello en las revistas y se encendía mi imaginación. Así nació mi pasión por la música psicodélica. Esas chicas hippys descalzas sumidas en un trip misterioso, mientras todas esas bandas tocan en una especie de paraíso de la psicodelia que yo imaginaba. Sentías que estabas entrando en un mundo totalmente nuevo.

¿En qué momento sientes que vas a dedicarte a la música?

Te seré sincero, inmediatamente. Cuando era un niño parecía imposible, no había guitarra en casa; mi familia no tenía dinero, mi padre había sufrido un ataque al corazón y pasó años sin poder trabajar. A los trece años, encontré bajo el árbol de navidad una guitarra de juguete de plástico, la tocaba escuchando discos, aprendía los riffs de Cream y Hendrix. Sonaba horrible hasta que tuve la idea de introducir un lápiz bajo las cuerdas para que distorsionase. Finalmente tuve mi primera guitarra acústica y luego una eléctrica, a los diecisiete, una guitarra barata. Poco después, cuando fui a la universidad en St. Louis, Missouri, conocí a Wolf Roxon, tocábamos juntos y montamos una banda. Así que quise tocar desde crío, pero no pude hacerlo hasta los dieciocho, cuando empezamos a actuar por St. Louis. Entonces llegó el punk y conectamos al instante, ya éramos fans de los Stooges o los Sonics. Vimos que debíamos mudarnos a Los Angeles o Nueva York. Al llegar a Nueva York en enero de 1978, tocamos en Max’s Kansas City y GBGB. Fue estupendo durante unos años, aunque no sabía bien lo que me hacía. Era libre, vivía con mis amigos y la banda, nos dedicábamos a la fiesta más que ha pensar en cómo alcanzar el éxito.

Te refieres a The Moldy Dogs, otra de esas bandas prometedoras que no llegaron a nada.

Sí, Wolf Roxon y yo éramos los líderes de los Moldy Dogs, y Paul Wheeler tocaba el bajo. Al llegar a Nueva York cambiamos el nombre a The Peers e hicimos un montón de actuaciones, hasta que el resto quiso tomar una dirección más pop cuando lo que yo deseaba era meterme a fondo en un rock duro y enloquecido. Y monté The Sorcerers, cuyas influencias eran Hawkind, Motörhead y demás; hacíamos largas improvisaciones pero también le dábamos al punk agresivo y al hard-rock.

Para entonces ya eres un consumado coleccionista de rock psicodélico, hasta que descubres los llamados ‘’prensajes privados’’. ¿Qué te atrajo de esas grabaciones?

Soy coleccionista desde crío. Me gastaba hasta el último céntimo en discos. Compraba los elepés de Velvet Underground y Silver Apples, todos aquellos discos que no habían tenido éxito y estaban de saldo en las tiendas de Kentucky o Missouri. Coleccionaba ediciones limitadas, pero no les prestaba mucha atención, eran discos autoeditados de algunas bandas de Kentucky o de sellos pequeños como el disco de los tejanos Movin’ Sidewalks. No hice distinción entre los discos de un gran sello y los privados hasta que adquirí por correo el álbum de Kenneth Higney Attic Demonstration. Me impactó, la producción era muy rara, no parecía haber barreras entre él y el oyente, ni control de calidad por parte de una discográfica. Lo había grabado a su manera, dando rienda suelta a su locura. Me di cuenta de que estaba hecho por alguien real, que captaba a la verdadera persona. Y empecé a comprar prensajes privados, eran baratos y enseguida sabías si el tío que lo había grabado sonaba ordinario, si intentaba ser James Taylor y era tan aburrido como él, o por el contrario resultaba único. Algunos discos me sorprendieron, como los de Peter Griffin y Mark Mondy; no había nadie que les dijese lo que tenían que hacer, hacían lo que querían y eso me parecía muy excitante. Pensaba: ‘’Oh, conozco a estos tipos, me meto en sus cerebros’’.

Hablemos de Endless Boogie, cuyo nombre proviene de John Lee Hooker. ¿También el sonido?

Sí, podría decirse que nuestras improvisaciones sonaban a Hooker, que grababa temas largos e improvisados, de un solo acorde, primitivos. Pero nos influían otras cosas: los discos piratas de Velvet Underground con las distintas versiones de «Sister Ray», tan diferente cada vez que la tocaban. Nuestras influencias provenían de lugares muy distintos. No supimos muy bien cómo sonábamos hasta que en una revista británica dijeron que mezclábamos ‘’rock sureño y krautrock’’. No lo habíamos pensado, pero la batería a veces sonaba a krautrock. Nos pareció que tenía sentido y la verdad es que en aquella época escuchábamos mucho krautrock. Digamos que Hooker fue una influencia importante, pero siempre buscamos nuestro propio sonido. Nos juntamos e improvisamos a ver qué sale, no le damos más vueltas, y después de muchos años ensayando, pues no nos veíamos actuando ante público, cuando finalmente debutamos decidimos seguir igual: no planear las canciones que íbamos a tocar, no pensar demasiado en ello.

Vuestros primeros elepés, Vol. 1 y Vol. 2, se publicaron en tiradas muy limitadas. ¿Suenan como vuestras grabaciones posteriores?

Al principio, cuando solo nos juntábamos para tocar, disponíamos de un local que nos prestaban nuestros amigos de Chavez, que trabajaban en el sello Matador. Había allí una grabadora de casetes, con el micrófono colgando del techo, y grabábamos nuestras improvisaciones para escucharlas. La primera vez que fuimos a Reino Unido, en 2006, al festival All Tomorrow’s Parties, nos dimos cuenta de que las bandas participantes iban a tener a la venta sus discos y camisetas, y nosotros íbamos a quedar como unos pardillos si no llevábamos nada. Escuchamos aquellas cintas del local y elegimos las mejores tomas improvisadas para esos álbumes. No fue hasta 2008 que el sello No Quarter, regentado por Mike Quinn, quiso publicarnos un disco, y entramos en un estudio de grabación profesional.

Te refieres a Focus Level (2008), al que seguiría Full House Head (2010)…

Sí, ambos fueron ya grabados en estudio. Lo que hacíamos era entrar al estudio y ponernos a tocar a partir de las ideas que teníamos. Tocábamos y grabábamos cuatro o cinco horas, luego las escuchábamos y seleccionábamos los mejores pasajes y a lo mejor grabábamos la voz encima. Hacíamos los ajustes mínimos, pero éramos conscientes de que la gente iba a escuchar el disco una y otra vez y por ello debíamos ajustar el volumen de las guitarras o perfeccionar un solo. Básicamente se hicieron en vivo, con muy pocos retoques.

Desde el principio, Jesper Eklow fue el guitarra rítmica, el creador de los riffs, y tú el solista.

Y así seguimos. Jesper es el fabricante de riffs que se convierten en canciones. Él toca un riff y la banda improvisa a partir de él, y yo invento las palabras mientras tocamos, las letras surgen espontáneamente. Me encargo también de los solos. A veces Jesper usa el pedal wah-wah y yo uno de efectos, eso es todo. Matt Sweeney, de Chavez, también toca con nosotros, Jesper y él son amigos de hace tiempo, estuvieron juntos en un grupo antes de Endless Boogie, y cuando puede aporta una tercera guitarra. Es el quinto miembro. Tuvo que dejarlo pues le llamaron para tocar en la banda de Iggy Pop: ‘’Lo siento tíos, es Iggy, espero que lo entendáis…’’. ¡Ja, ja, ja…!

En el imperio del mp3 prima la información y la instantaneidad, mientras que Endless Boogie busca en el sonido la solidez de la escultura y la plasmación de una atmósfera duradera.

Sí, estoy totalmente de acuerdo. Lo que hacemos tiene que ver con atmósfera y escultura, y con realizar esa escultura sin preocuparnos demasiado por cómo será la obra final. Siempre estamos haciendo la escultura, es el modo en que funcionamos. Jesper y yo interactuamos con las guitarras, y cuando llevamos diez o más minutos tocando él puede tomar otra dirección, esto me afecta y reacciono. Es una escultura hecha en grupo, tiene más relación con el ambiente del momento, no con una presentación preconcebida de la canción. Nos interesa más el ritmo y extraer del sonido un sentido casi visual, que sugiera formas y cosas.

Ni se habían planteado actuar ante público hasta que, en 2001, Stephen Malkmus les invita a telonearle. Reconocen que la autopromoción no es lo suyo, que encargar camisetas a fábrica para venderlas en los bolos es un engorro, que son unos vagos y nunca tienen un duro. Pero es esta ausencia de pretensiones, su actitud ‘’por amor al arte’’, lo que les hace únicos, lo sabe cualquiera que se haya visto expuesto a sus telúricas e implacables excursiones. Lo cantan en «General Admission»: ‘’No hay lista de invitados, ni barra libre. Nada es gratis, espero verte fuera’’. Quizás por ello coleccionen bajas puntuaciones en las reseñas de Pitchfork: Endless Boogie no hacen música para exquisitos ni modernos, están más allá del mal y el peor. Y molan que te cagas…

Hablemos de Long Island, aparecido en 2013. ¿Tuvo una mayor producción que los anteriores?

Sí, suena mejor. Matt nos sugirió que grabásemos en los Dunham Sound Studios, la sala tenía un gran sonido y las voces suenan muy bien. Pudimos probar cosas y añadir otra guitarra, grabar la voz en vivo y más tarde retocarla si era necesario. Una de las cosas interesantes de Long Island es que el primer corte, «The Savagist», que ocupa casi toda la primera cara del vinilo, fue hecha al cien por cien en vivo en el estudio, sin regrabaciones, nada. El resto de temas también fueron básicamente grabados así, pero hubo más arreglos posteriores que en anteriores sesiones, intentamos que las improvisaciones quedasen mejor plasmadas.

Dices que te inventas las letras mientras tocáis, pero hay canciones en Long Island, pienso en «The Montgomery Manuscript», que parecen reelaboradas…

Bueno, como he dicho, la letra de «The Savagist» fue totalmente improvisada, pero en «The Montgomery Manuscript» primero se grabó la pista básica instrumental y más tarde se añadió la voz. Más que escribir una letra usé un montón de frases sueltas y las iba soltando en distintos momentos. Escribíamos hojas con lo primero que se me ocurría y luego yo las iba escogiendo un poco al azar. Mientras las grababa, Jesper me iba pasando otras frases que también incluía. Así que fueron escritas previamente, pero juntadas en el momento de la grabación. Eran frases que no tenían ninguna relación con las otras. Imágenes y demás.

Esta escritura automática me recuerda a lo que hacía Lou Reed en los Velvet, ampliando la letra de una canción con nuevas estrofas, o a los orígenes del blues, donde a partir de una canción tradicional cada vocalista pergeñaba su propia versión.

Aquellos primeros clásicos del blues fueron creados en el momento, como si se captase la vida real, pues trataban de expresar y comunicar una emoción, lo más importante era el sentimiento. Se improvisaban para evitar planear las cosas, para vivir la canción en el momento mismo de cantarla. Y las canciones cambiaban porque la vida cambia. Y lo mismo Lou Reed con los Velvet, todas esas improvisaciones en los discos piratas, las cambiaba de modo drástico. Cuando nosotros tocamos en vivo las letras nunca son las mismas. Hay algunas canciones, como «Smoking Figs in the Backyard» o «Tarmac City», en las que las primeras estrofas se mantienen, pero cuando nos soltamos en una jam las letras cambian. Siempre es distinto. Nunca explicamos el significado de una canción, esa es la razón de que juntemos palabras y las soltemos al azar. El significado se materializa en la mente de quien la escucha.

 Aclárame el significado de «Vibe Killer», ¿un muermo, un aguafiestas?

Sí, sí… Ya sabes, cuando quedas para cenar con un par de amigos y uno de ellos trae a alguien a quien nadie más conoce y, de pronto, esa persona te corta el rollo. O cuando estás pasándolo bien y llega un tío que arruina la fiesta. Así que la idea de la canción era el definitivo mal rollo que lo arruina todo, aunque por supuesto sea irónico, pues somos una banda positiva. No somos uno de esos grupos góticos con mensajes siniestros del tipo ‘’la vida es tan horrible’’. Esa era la idea, presentar el muermo definitivo y que la gente se preguntase qué nos había pasado. ¡Ja, ja, ja!

 Destaca en el álbum una de esas canciones habladas, «Back in 74», donde rememoras un suceso concreto. Aquel año imperaba en Estados Unidos la música más blanda, de los Carpenters a Elton John.

Lo que sonaba por la radio era blando, sí, aunque también había bandas como Grand Funk Railroad. Pero dominaban las ondas los cantautores, muy populares en 1974, y grupos como los Stones no estaban sacando buenos discos. La canción recuerda un concierto al aire libre de Kiss en un concurso de cometas, aunque allí todos iban de LSD y nadie estaba interesado en las cometas. Aquello acabó en un motín al concluir Kiss su actuación con «Black Diamond» y, tratar de escapar hacia la salida, fue uno de los peores malos rollos de mi vida. La canción también menciona a John Zorn, que era alumno de la universidad a la que yo iba en St. Louis, Webster College. En el departamento de música debías preparar una actuación y vimos a Zorn introduciendo todo tipo de cosas en su trompeta, comida incluida, un rollo vanguardista, con chirridos atronadores…

¿Qué influencia han tenido las drogas en vuestro sonido?

La verdad es que no tomamos drogas. A veces estando de gira aparece alguien con hierba potente y le das unas caladas después de la actuación. Pero durante el concierto quiero centrarme y, si fumo hierba antes, puedo empezar a pensar demasiado y perder fluidez. No somos una banda que consuma drogas cuando hace música; a veces bebemos unas cervezas en escena. Las drogas psicodélicas son cosa de mis días de juventud, cuando tomaba LSD y demás. Cualquiera que sean los efectos que han quedado en mi mente seguramente se manifiestan cuando toco. Disfruté de las drogas psicodélicas, eran increíbles, pero mi último viaje fue hace quince años, porque ya tengo una edad. A veces pienso que sería divertido volver a escuchar ciertos discos en esas circunstancias. Cuando Endless Boogie empezamos a girar, hace diez años, había mucha más fiesta después de los conciertos, pero soy el más viejo del grupo y prefiero estar sobrio, no irme a dormir perjudicado y tener que levantarme a las siete al día siguiente para ir al aeropuerto. Tan solo estar con la gente tras una actuación ya me estimula.

Ignacio Julià.

Publicado en Ruta 66 nº 352, octubre de 2017.

Endless Boogie Spanish Tour 2018

13/11/18 Barcelona, RockSound
14/11/18 Madrid, Cool Stage
15/11/18 San Sebastian, Daba Daba

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

*

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.

Contacto: jorge@ruta66.es
Suscripciones: suscripciones@ruta66.es
Consulta el apartado tienda