Rutas Inéditas

Procol Harum, Fuck Mozart! Let’s Boogie

Nunca está de más reivindicar bandas clásicas que poco a poco van cayendo en el olvido. Recuperamos este artículo firmado por Ignacio Juliá y publicado en el número 329 de septiembre de 2015 de Ruta 66.

Ensombrecidos por el inmenso éxito universal de su primer single, «A Whiter Shade of Pale», los británicos publicaron álbumes tan definitorios de su tiempo como A Salty Dog. Pero no fueron profetas en su tierra. Su caso merece revisarse.

Siete cosas que no debes hacer si tu conjunto lo ha petado en 1967

1.- Publicar tu primer álbum, homónimo, y no incluir el exitazo que te ha animado a cuajar el grupo. Bueno, la discográfica estadounidense sí lo hizo, situando «A Whiter Shade of Pale» al inicio de la primera cara. En cierto modo, esto les condenaría a ganarse las lentejas en los dos Fillmores y toda capital de reputación rockera entre ambas costas norteamericanas. Con lo a gusto que estaban en el pub, allí en Southend-on-Sea, Essex.

2.- Declinar la invitación para actuar en el festival de Woodstock. Se sentían exhaustos tras meses girando por Estados Unidos y la esposa del guitarrista estaba a punto de dar a luz. Prefirieron que volase a casa para estar presente en el parto de su primogénito que, ay, se retrasó tres semanas. Tocaron en Woodstock II, celebrado un año después del primero, pero ¿quién se acuerda de aquella anticlimática secuela.

3.- Dejarse bigotillo antes que nadie, pero ver con pasmo como los Beatles se llevan los aplausos por sus tímidos mostachos y, ejem, Sgt. Pepper’s… La culpa fue de un celoso representante, que alargó las negociaciones con posibles sellos tratando de dar con el mejor postor —finalmente, Regal Zonophone, asociado a EMI—, resultando en un retraso para su elepé, que no se publica hasta 1968. Han transcurrido ocho meses desde «A Whiter Shade of Pale», que hoy será un clasicote para certificados momios, pero en su día inauguró el Verano del Amor.

4.- Conservar un sentido de la proporción y el buen gusto. No alargar la manga más que el brazo, como hicieron EL&P y demás botarates. ¿Cómo iban a competir con los delirios de grandeza de tanto asaltador de Moogs sabiendo instintivamente que barroco no significa necesariamente megalomaníaco? Justicia poética: su álbum con orquesta In Concert with the Edmonton Symphony Orchestra (1972) —otra manía de la época, melenudos buscando un sonrojante barniz académico— les ganó un disco de oro en EE.UU. Dicen quienes atienden tan bostezante subgénero que el suyo es de los mejores.

5.- No comprender correctamente a Karl Marx, como muchos de sus coetáneos. Donde todos leyeron una cosa, ellos parece que leyeron otra: ‘’La historia siempre se repite. La primera vez como tragedia, la segunda como… ¿álbum conceptual?’’. También sirve una suite engarzando distintos pasajes o temas, por muy opuestos que suenen, de no menos de diez minutos de duración. Una cara entera de elepé era lo suyo.

6.- Grabar sin pensárselo dos veces «El Danubio Azul», a petición del ayuntamiento de Viena, para la celebración del segundo centenario de Strauss. Lo hicieron en 1976, en plan toma el dinero y corre, pues estaban en las últimas. Poco después la oficina francesa de Chrysalis, discográfica de su segunda etapa, les sugiere que graben el «Adagio» de Albinoni. Ni ellos saben qué fue de aquel estropicio.

7.- Relajarte —sí, en el pub de la esquina— y esperar a que lluevan parabienes; nada extraño, por otra parte, cuando los cheques se amontonan en los buzones de Brooker y Reid, autores oficiosos de «A Whiter Shade of Pale», según la BBC, la canción más radiada en Reino Unido. Cuando en 2013 entran en la lista de candidatos para ingresar en el Rock’n’roll Hall of Fame, o no entendieron a quien debían untar, o no lograron hacerles llegar el sobre. Cayeron en la primera eliminatoria. ¡Buf!

La culpa fue de Guy Stevens

Que tenía el mejor surtido de vinilos americanos de R&B y derivados en el Reino Unido, y un amigo de este cuyo gato respondía a la llamada de, sí, Procol Harum. Guy Stevens, DJ en las veladas púrpuras e iridiscentes madrugadas del Soho londinense a mediados de los sesenta, será por supuesto descubridor de Mott The Hoople, cuyos primeros elepés guardan claros paralelismos con Procol Harum. El joven teclista y cantante Gary Brooker, líder del conjunto beat The Paramounts, era de los que transitaba por el domicilio del calvo con afro.

‘’Fue importante en nuestro desarrollo’’, comentaba a Record Collector en 1995. ‘’Solíamos visitar su casa y nos hicimos colegas. Nos decía, ‘Escucha esto… sí, sí, discos raros de importación’. Siempre pillábamos alguna de aquellas canciones y la añadíamos a nuestro repertorio. Esos discos no estaban a la venta en Gran Bretaña. No había forma de escuchar a Screamin’ Jay Hawkins o Howlin’ Wolf. Hasta 1963 solo podías comprar los discos del hit parade, Del Shannon o estrellas pop’’.

Brooker había formado a The Paramounts junto al guitarrista Robin Trower, el bajista Chris Copping y el batería B.J. Wilson. Su versión de «Poison Ivy», la asalvajada chica imaginada por Leiber & Stoller para los dicharacheros Coasters, les deparó un éxito menor en 1964. Dos años más tarde, seguían expectantes ante otro hit que no llegaba y habían aceptado ser la banda de Sandie Shaw. Pero aquello no les llevaba a ninguna parte y, cuando se les propone respaldar a Chris Andrews —trocando «Puppet on a String» por «Yesterday Man»—, Robin Trower dice basta.

‘’No quería seguir tocando versiones de R&B’’, explicó a Mojo el guitarrista en 1995. ‘’Quienes habían grabado los temas originales empezaban a actuar por Inglaterra. Podías ver a Booker T. en vivo, no tenía sentido seguir con aquello. Empecé a interesarme por el jazz. En casa de un amigo descubrí a Art Blakey, me fumé un par de porros y todo sonaba fantástico. Luego escuché a Charlie Mingus’’.

Abril de 1967. Gary Brooker, que ha rechazado sustituir a su sosías Steve Winwood en el Spencer Davis Group, pone en marcha Procol Harum, respaldado por Guy Stevens. Junto a ellos están el organista Matthew Fisher, el guitarrista Ray Royer y el bajista David Knight. ¡Ah!, importante, y un poeta residente, Keith Reid, niño prodigio becado para estudiar piano en el Trinity College, instrumento que abandona hastiado por la dedicación requerida para concentrarse en su candente obsesión literaria, que le ha mantenido con la vista pegada a un libro desde que aprende a leer por si solo antes de ir a la escuela. Tanta grafomanía no podía ser buena…

Brooker le conoce a principios de 1966, cuando The Paramounts todavía existen: ‘’Fue en casa de Guy. Me entregó un abultado sobre lleno de letras. Cuando unas semanas después The Paramounts se separaron, encontré el paquete y me acordé de él. Estuve hojeándolo y acabé componiendo una canción. Por una extraña coincidencia, al día siguiente recibo una carta de Keith. Bajo la firma, una cita de una de sus letras, ¡la canción que yo había compuesto el día antes, «Something Following Me»! Le llamé por teléfono, con la idea de componer juntos para otros artistas’’.

Montan un primer repertorio y, producidos por Denny Cordell en los Olympic Studios, graban «A Whiter Shade of Pale», composición tan perdurable en la conciencia colectiva anglosajona como cualquier clásico de los Beatles, también pesada losa que acabará anulándoles. Lanzada en single el 12 de mayo de 1967, la evocadora balada copa los primeros puestos en Reino Unido, Australia y Canadá, alcanzando el número 5 en EE.UU. Los efluvios del Hammond, la garganta hirviendo en denso soul, un abarrocado arreglo y el contrapunto afanado a Bach, además de una de las letras más erradamente tarareadas del rock —¿de verdad dice ‘’fandango’’?—, se compactan en misteriosa nocturnidad y una sinuosa melancolía.

Cuando en octubre aparece un segundo sencillo, «Homburg», han regresado dos ex Paramounts, Robin Trower y B.J. Wilson, sustituyendo a guitarrista y baterista. El disco funciona gracias al empujón de su predecesor —suena a prolongación de aquel, aunque el tono solemne carezca de su indeleble extrañeza— y deben presentar ya un primer álbum, consolidar la formación. ‘’Keith Reid, Guy Stevens y yo decidimos la clase de banda que sería Procol Harum’’, contaba Brooker a Record Collector. ‘’No hay forma de escapar del bajo y la batería. Yo tocaba el piano y quisimos un Hammond para darle al grupo la expansión de la que carecía. Queríamos una guitarra blues sobre ese fondo: un poco de Booker T., un poco de Dylan’’.

Enfundado en una carátula de abigarrada, monocromática ilustración, Procol Harum (1967) suena todavía rozagante, pese a que fue grabado a toda prisa, o quizás por ello. A medio camino entre Beatles y The Band —«She Wandered Through the Garden Fence» parece la imposible unión de Paul McCartney y Rick Danko, «Good Captain Clack» tiene un característico aire de music-hall—, el álbum influirá decisivamente en Music from Big Pink, publicado un año después, como señaló Paul Williams, fundador de la pionera de la revistas rock Crawdaddy. La influencia de Blonde on Blonde era todavía novedosa y Keith Reid le había pillado el truco al ensortijado estilo verbal de Zimmerman. Desde la inicial «Conquistador», que años después sería éxito en la versión orquestal junto a los maestros de Edmonton, hasta el concluyente instrumental «Repent Walpurgis», donde Fischer y Tower se lucen elevando un mero pastiche gótico, Procol Harum no aminora su inspirado devenir, sea en «Cerdes (Outside the Gates of Eden)», las jubilosas «A Christmas Camel» —ripio tras ripio del resabiado letrista— y «Kaleidoscope», o la fantástica «Salad Days (Are Here Again)».

Comprensiblemente, Shine On Brightly (1968) dejaría atrás la henchida frugalidad de su antecesor para aspirar a lo que entonces se llamaba ‘’madurez pop’’, pues no en vano eran británicos. Su compostura les llevaba a depurar los orígenes plebeyos —qué digo, esclavistas— del R&B del que estos sonidos provenían para arrogarse categoría ‘’artística’’. Es decir, pintar de palabrería esotérica o directamente inexplicable lo que provenía de los molientes Ray Charles y Bobby Bland. Por estas pretensiones no siempre aprehendidas, merece menor calificación. Acoge sin embargo destacables títulos, sean «Quite Rightly So», el rumboso blues «Wish Me Well» o la memorable balada «Rambling On», con su falso final, duelo entre la voz de Brooker y la insidiosa guitarra de Trower. ‘’En su propio estilo, es el mejor guitarrista del país’’, decía de este último B.J. Wilson a NME en 1967. ‘’Es totalmente original, totalmente sincero en todo lo que toca. Y como persona, lo mismo, honesto’’.

Por si el desequilibrio fuese poco —puntúan a la baja cositas como «Skip Softly (My Moonbeams)» y la balada «Magdalene (My Regal Zonophone)»— ocupaba gran parte de la segunda cara la extensa suite «In Held Twas in I», ejemplar síntoma de La Maldición Prog-Rock. Musicalmente virtuosa, es cierto, con pasajes para el lucimiento de todos los implicados. Pero la simple enumeración de los intertítulos que la conforman basta para que mi ceja se eleve en irónica acentuación: «In Glimpses of Nirvana», «Twas Teatime at the Circus», «In the Autumn of my Madness», «Look to Your Soul» y, cómo no, «Grand Finale». Apariciones de Jesucristo y el Dalai Lama mediante, la ominosa monserga toca todos los palos sin profundizar en ninguno y acaba sucumbiendo a su glotonería. Era el signo de los tiempos, aunque no sirva de disculpa.

El hundimiento del Hesperus

En su tercer elepé, Procol Harum evitarán tales alardes, reconciliando las pretensiones intelectuales de músicos que están llegando a su esplendor con las cualidades viscerales del R&B, en cuarenta y pico minutos que son generalmente considerados su mejor obra. Pasan de las cuatro pistas de Olympic Studios a las ocho del Estudio 2 de Abbey Road, aprovechando la panoplia de instrumentos —xilofones, por ejemplo— que allí encuentran. El sonido se ramifica en varias direcciones, gracias a una apertura democrática que invita a Fisher —que firma la producción— y Trower a cantar, perdiendo protagonismo Brooker.

 A Salty Dog, un lobo de mar, se sustenta en una concentrada épica, que en esta ocasión se limita juiciosa a los cuatro minutos, segundos arriba o abajo, acotando su opulencia a la escala humana que exige la música pop, por muy seria que se quiera. El primer corte, «A Salty Dog», expone el trasfondo marinero con lirismo y contención, apoyado en una leve orquestación, situando el drama en la interpretación de Brooker. Otro emblemático himno de Procol Harum, transmite al oyente los temores y melancolías del marinero vocacional que, temeroso de la imponente naturaleza, surca los siete mares. Pero su duración, casi cinco minutos, la condena; las emisoras no radiaban singles que superasen los dos minutos y medio.

Hay otros pilares en A Salty Dog. Están en la monumental cadencia de «The Devil Came from Kansas», su tono elegíaco y voces unidas en rotundo exorcismo, dicen que inspirada en «The Beehive State» de Randy Newman. O en el eje central del álbum, la mayestática «Wreck of the Hesperus», entonada por Fisher, en la que, tras un brillante inicio de piano, se asciende a una orquestación sinfónica cabal, que suma en vez de restar, no alejada de lo que John Cale lograría en Paris 1919. Por último, la extraordinaria conclusión que es «Pilgrim’s Progress», suerte de secuela musical de «A Whiter Shade of Pale», que canta Fisher. La interrupción que inicia la coda instrumental —minuto 3:23, piano y luego batería, palmas y hasta campanas, coros Beach Boys— conserva uno de los momentos mágicos del rock británico de la época.

‘’Siempre vi los singles como el formato básico’’, decía Brooker a Melody Maker en 1969, en un artículo de premonitorio titular: El grupo que Gran Bretaña olvidó. ‘’Hasta que leí que The Moody Blues habían llegado al número uno con su álbum y que los elepés eran el futuro. Hemos publicado dos álbumes muy buenos, y la prueba es que se han vendido en otros países, pero no aquí. La diferencia entre singles y elepés depende de la música que hagas. Hay quien prefiere comprar el álbum porque incluye el single, pero en otros casos con el single basta, el resto es relleno’’.

Aquí, en cambio, los temas secundarios servían de ecléctica argamasa cristalizando una sólida colección: la curiosamente titulada «The Milk of Human Kindness», la balada de raigambre folk «Too Much Between Us», la rítmica entre caribeña y pop de «Boredom», el country-blues puro de «Juicy John Pink», «All This and More» arrancando a lo Ray Davies hasta devenir puro desfogue en la voz y la guitarra, el desgarro a lo Otis Redding de «Crucificion Lane», que canta Trower. En su conjunto, el álbum resulta una estampa definitiva, sin pasajes desdeñables, gloriosamente autosuficiente.

 

Leiber & Stoller Vs. Beethoven

Tras A Salty Dog, Matthew Fisher abandona: le incomodan las giras y quiere dedicarse a la producción, montar un estudio pero, debido a sus carencias organizativas, no prosperará en ese ámbito. Tras su marcha, Procol Harum despiden a Dave Knight y vuelve Chris Copping, que se alternará al bajo y el órgano, reduciéndose a cuarteto. De hecho, vuelven a ser los mismos The Paramounts y, para celebrarlo, graban un álbum de viejos rocanroles, de Jerry Lee Lewis o Little Richard, que permanece inédito. Sí llega a las tiendas su cuarta entrega, Home (1970), que ya desde su pedestre inicio con la nada refinada matraca de «Whisky Train» —rotundo riff de Trower, en efecto— anuncia que el agreste R&B va a imponer orden diluyendo en parte las ínfulas progresivas.

Hay decente material en Home —la fúnebre balada «The Dead Man’s Dream» al principio o la resultona «Your Own Choice» cerrando, «About to Die» y «Nothing that I Didn’t Know» en la estela de The Band—, pero la homérica «Whaling Stories», con su interminable solo de guitarra final, más monolítico que expansivo, transluce adocenamiento y cansancio. Se echa claramente en falta a Fisher, Copping debe concentrarse en el bajo en detrimento del órgano. Esto fomenta el protagonismo de la guitarra de Trower, a quien esperaba una exitosa carrera en solitario. En «Song for a Dreamer», incluida en Broken Barricades (1971, ya en Chysalis), Brooker y Reid le componen un homenaje a Hendrix para que afile su hacha, pero el gesto no evita que el guitarrista vuelva a largarse. Ah, no, ni hablar… él no graba con la Edmonton Symphony Orchestra. Lo hará el guitarrista interino Dave Ball.

La curva descendente prosigue en el todavía audible Grand Hotel (1973), con Mick Grabham sustituyendo definitivamente a Ball, y Exotic Birds and Fruit (1974), hasta que acuden en su auxilio Jerry Leiber y Mike Stoller, con quienes producen el competente Procol’s Ninth (¡como Ludwig Van, tú!). Pero los míticos compositores estadounidenses son veteranos maniáticos, trabajan según sus horarios. Además, pretenden endosarles sus propias composiciones: ellos piden grabar «Baby I Don’t Care», pero les ofrecen descartes de Peggy Lee. Aún así, les proporcionarán su última entrada en listas con «Pandora’s Box», que reestructuran a partir de un antiguo esbozo psicodélico que no entró en el primer álbum.

El ocaso se produce finalmente en 1977, fecha en la que bandas como Procol Harum son vistas como quincalla viejuna. Solución garrafal: largarse a los Criteria Studios de Miami, donde los Bee Gees han regresado de ultratumba por conjuro de Saturday Night Fever, con unos jóvenes magos de la disco music que les sueltan, solo empezar, que el material que traen para el álbum es ‘’mierda de perro’’. Something Magic quizás no sea hez canina, pero tampoco les honra. Ofuscados, insisten en marcarse una suite de veinte minutos, «The Worm and the Tree», cuya ridícula letra y fatua musicalidad convencen a Brooker de que no hay más que rascar.

Procol Harum darán su último concierto cuando se cumplen exactamente diez años del lanzamiento de «A Whiter Shade of Pale». Brooker, que ya ha practicado el pluriempleo —tocando teclados en All Things Must Pass de George Harrison y, más tarde, en Back to the Egg de Paul McCartney—, se convierte en satisfecho propietario de un pub. Grabará tres elepés en solitario que pasan desapercibidos —nada raro conviviendo día y noche con surtidores de tostada cerveza— y, deportivo pero menos, se dedica a la pesca con mosca, llegando a ser campeón de Europa. ‘’Le enseñé a Eric a pescar —dice en referencia a Clapton, con quién giró a principios de los ochenta tras unas espontáneas jams en su pub—. Creo que fue terapéutico para él’’.

Pero no es con el ínclito Brooker, todavía liderando una anónima franquicia de Procol Harum surgida de la reunión oficial en 1991, sino con el teclista Fisher con quien concluirá esta retrospectiva. En 1973 declaró a NME: ‘’Quise irme de la banda ya en julio de 1967, cuando se hizo obvio que no iba a conseguir el crédito debido por mi contribución a «A Whiter Shade of Pale», y que aquello iba a ser un solista con grupo de acompañamiento. Pero me convencieron, en repetidas ocasiones, para que me quedase’’.

En 2009, un juez británico le daba la razón… y un 40% de la autoría de aquella frondosa, sugestiva balada que condenaría a Procol Harum a la imposible misión de superar su primera inspiración, su más recordada filigrana.

Curiosamente, Fisher era de los que tenían claro el devenir de Procol Harum. Repetía una y otra vez que ellos no eran los putos Moody Blues, sino una banda de rock’n’roll.

O, como les gritó un enojado fan durante uno de sus decadentes últimos conciertos: ‘’¡Que se joda Mozart! ¡Queremos boogie!’’.

 

Amén a eso…

 

Texto: Ignacio Julià, publicado en Ruta 66, nº 329, septiembre de 2015.

 

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