Me tomo cada lanzamiento de Lincoln Durham como uno de los acontecimientos musicales del año. No puedo evitarlo. Y eso que, claro está, no se puede conservar la excitación de la primera vez. Esa en la que descubres a un músico que cuatro discos después sigues sin ser capaz de definir como ¿bluesman? ¿country rocker? ¿folk man? Se ha perdido el elemento sorpresa, pero la dosis de excitación es suficiente como para seguir esperándolos con ansiedad. Consolidado como one-man-band, parece que sus directos, que por cierto aún no hemos podido catar por aquí, son espléndidos, así que toca conformarse con sus discos. Y no es poca cosa. And Into Heaven Came the Night es buena muestra de su capacidad innata de emocionar, con el origen fijado en Son House o Robert Johnson, para a partir de su cruenta forma de entender el blues, construir un imaginario y un sonido propio. Porque no amigos, nadie suena como Lincoln Durham. Su propuesta es tan reconocible como cada uno de sus aullidos, sus gruñidos o sus susurros. Porque buenos músicos hay muchos, muy buenos, otros tantos, pero Lincoln Durham es único y, probablemente, irrepetible.
Eduardo Izquierdo