¿Puede el rock and roll ser un vehículo para habitar ese espacio en el que futuro, pasado y presente forman un todo espiritual? Mick Collins, como un William Blake sudoroso, vacilón y guitarrero, demuestra que sí. No puede explicarse de otra manera la atemporalidad que encierra el detroiter en su garganta y en su amplificador cuando cabalga a Broadway Lafayette abriendo un nuevo margen musical repleto de chicha. ¿A qué obedece sino la sensación de inaugurar otro renovado espacio auditivo entre la fritanga rock and roll y la jovial crudeza del zydeco? Semejante acto solo es posible cuando lo conduce un maestro como Collins, fundido en alborozo con miembros de los indispensables Mama Rosin, escoltados por los ceñidos Rocio y Matt de Heavy Trash. Su soberbio y distorsionado poema a la indescifrable eternidad del rock and roll certifica que ese carro desvencijado al que llamamos música popular, en el fondo, sigue viajando, intocable, por conductos como Broadway Lafayette, un vagón del metro de Nueva York que refleja con sus férreos chispazos la incandescencia del Detroit negro y la algarabía de Luisiana. Collins no sabe hacerlo de otra manera. Bendito empecinamiento.
Rafa Suñén
