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Bob Dylan – Auditorio Nacional de la Música (Madrid)

 

La figura más importante de la música popular vuelve a recalar con su Never Ending Tour en España, con el Premio Nobel de Literatura en el bolsillo y las raíces de la música americana bajo sus alas. Una gira que se antoja muy especial, ya que los recitales se celebran en pequeños auditorios y teatros, donde la voz rota y errante del bardo de Minnesota podrá serpentear a sus anchas.

En plena Semana Santa, tras un primer concierto en Salamanca y antes de los dos finales en el Liceo de Barcelona, tres veladas seguidas en el Auditorio Nacional de la Música de Madrid, de las que elegimos (y acertamos) la última noche. Un miércoles Santo donde volveremos a contemplar el milagro: Robert Allen Zimmerman resucitará al tercer día, mudará la piel reinventando su cancionero y se hará, una vez más, eternamente joven a sus 77 años.

Porque Bob Dylan no sólo es el trovador que robó, hace más de cincuenta años, las artes y el fuego para compartir su propia historia, sino que sigue siendo honesto consigo mismo y escapa, a cada paso, de su propio mito/castigo prometeico. Un espíritu libre que fluye (a contracorriente) en el agua que han bebido y siguen bebiendo, a sabiendas o no, los máximos exponentes de la cultura de nuestro tiempo, detractores incluidos.

Mil vidas y mil mascaras en un tren de mercancías que no se detiene. Del folk de Woody Guthrie y la defensa a los oprimidos, al rock salvaje de Little Richard y Elvis, pasando por la melancolía country de Hank William. Miró a los ojos y le dejó los suyos a Blind Willie McTell, aulló en el camino de LSD de la Generación Beat y se chutó el simbolismo francés en vena, mientras brindaba con Harry James y Sinatra bajo una nube de nicotina. Esa magia esquiva de “estar allí, para dejar de estarlo y no pertenecer a nada ni nadie”, fue brillantemente reflejada por momentos en “I’m not there” (2007) de Todd Haynes.

Llego la hora, se apagan las luces y los miles de expectantes y afortunados ojos que llenan el auditorio, de varias generaciones, se iluminan en la oscuridad cuando saltan a las tablas Tony Garnier, George Recile, Stu Kimball, Charlie Sexton y Donnie Herron, (todos de riguroso y elegante negro), ocupando rápidamente posiciones. Seguidos del jefe, (botas blancas, pantalón confederado negro con raya blanca, camisa negra y corbata de lazo del mismo color, con broche plateado, más chaqueta blanca con finas tiras plateadas), que coloca su silueta desgarbada y pelo incontrolable, de pie tras el piano de cola. Siete focos de cine de los años 50 inundan la sala de un amarillo de otro tiempo, y Bob dispara a dar con la oscarizada ‘Things Have Changed’ (oscar que se encuentra como siempre en el escenario, en la parte derecha, al lado de un busto de mujer).

Es Semana Santa pero no huele a incienso, más bien a azufre, y las cosas claras desde el principio. La banda como una locomotora y Dylan desgarrando el aire con eso de “A worried man with a worried mind, no one in front of me and nothing behind…”. Pues sí, “la gente está loca, corren tiempos extraños”, pero Bob está “encerrado a cal y canto, fuera de todo alcance”, solía importarle, “pero las cosas han cambiado”. Sin pausa y el que avisa no es traidor: “Aléjate de mi ventana, vete tan rápido como quieras… Dices que estás buscando a alguien que nunca sea débil, sino siempre fuerte, para protegerte y defenderte, tengas razón o estés equivocada, alguien que te abra todas las puerta… Pero eso no soy yo, nena”. ‘It Ain’t Me, Babe’, con una poderosa base rítmica de la mano de Tony Garnier y George Recile, y un estribillo (esta reinterpretación es de las pocas que sí se acerca al tempo del tema primigenio en su esencia), en el que la voz rota de Dylan nos araña y el auditorio al completo lo acompaña.

Los espejos del pasado están ya hechos pedazos y el fuego encendido, así que “cogemos el camino que baja a la autopista 61” para avivarlo aún más. Una ‘Highway 61 Revisited’ en clave de boggie afilado y arenoso, que rompe el mercurio y desata la primera gran ovación de la velada. Cogemos aire y muchas bocas tragan saliva, recordando esa “alma gemela que nació en primavera”, mucho antes que ellos, y perdieron por culpa de un ‘Simple twist of fate’. Clásico en el que Dylan rompe a su antojo la estructura, creando una nueva, en la que destaca Stu Kimball, que se pasa a la acústica, y Donnie Herron, demostrando su maestría al steel guitar.

La montaña rusa dylaniana sigue con sus continuas bajadas y subidas, y ahora toca velocidad con el honky tonk ‘Summer Days’, uno de los temas más redondo del sobresaliente “Love and theft” de 2001, que desde entonces es una de las fijas del repertorio. Tony Garnier, mano derecha de Bob, empuja a toda la banda y exprime el contrabajo, sacando su lado más rockabilly para la ocasión, con Kimball y Sexton quemando todas las cuerdas. Los días de verano se van y llega la melancolía con el Dylan más crooner, dejando el piano y cantando a corazón abierto desde el centro del escenario ‘Melancholy Mood’, el primero de los tres standards de jazz vocal que tomará prestados esta noche de su admirado Frank Sinatra.

Una musculosa ‘High Water’ sube las revoluciones, con la banda a todo gas sudando blues pantanoso por los poros y Dylan desgañitándose con furia. Tras la canción para Charley Patton, dos “lentas”, una hermosa ‘Tryin’ to get to Heaven’ llena de matices, que saboreamos segundo a segundo, y una ‘Full Moon and Empty Arms’ en primera línea, en la que arriesga y se adorna en cada fraseo, sacándole de nuevo un aplauso y una sonrisa al mismísimo Sinatra allí donde esté.

La tempestad se desata con un ‘Pay in blood’ que se hace sangre y carne, con Dylan lanzado y sin red, conectando y transmitiendo una energía poco usual en esto últimos años, haciéndonos presagiar que, de un momento a otro, algo más que memorable puede suceder…

Nos sumimos en la triste belleza de una deconstruida, pero invencible ‘Tangled up in blue’ y dos más del “Tempest” (2012), su último disco de composiciones propias hasta fecha: ‘Soon after Midnight’, en la que mece hasta la luna, y una ‘Early Roman Kings’ que hace temblar los cimientos del auditorio a ritmo de blues, con Dylan haciendo que la letra cobre vida y levitando ya a un palmo del suelo…

Ahora sí, alquimia, magia, milagro o las tres cosas juntas. Dylan está sentado al piano, la banda no le pierde ojo y da la señal, comienzan a sonar acordes que creemos reconocer y acercándose al micro canta: “They’re selling postcards of the hanging, They’re painting the passports brown…”. Se para el tiempo y se erizan hasta las paredes. Antes de terminar la primera estrofa, justo en el subidón que se inicia en la novena frase “And the riot squad they’re restless…”, que desemboca en el primer “Desolation Row” y que suena esta noche en la boca de Dylan como algo mucho más real que la vida misma, nos enganchamos a la canción con uñas y dientes, como si hubiéramos tenido la suerte de agarrar con la mano una estrella fugaz que no nos quema, pero que ardemos junto a ella hacia un lugar desconocido.

La ovación se funde en un acompañamiento a las palmas desde ese instante. Dylan y Tony Garnier se miran y sonríen. Garnier suelta el mástil del contrabajo y se une a las palmas colectivas, mientras Bob arremete con la segunda estrofa, con más energía aún, para terminar por hacer también palmas mientras se deja el alma en el “And the only sound that’s left after the ambulances go, is Cinderella sweeping up on Desolation Row!”. Las siguientes ocho estrofas de una canción que, más de un Premio Nobel hubiera dado la vida por firmar, son un éxtasis sonoro continuo, en el que Dylan termina por aporrear el piano con las dos manos al son de las palmas, mientras se desintegra y renace en cada frase. Lágrimas y ojos vidriosos inundan la sala. Inolvidable.

Se podía haber acabado el mundo tras los irrepetibles diez minutos de ‘Desolation Row’, (si no estuviste allí, ojalá puedas contemplar algún eclipse de realidad parecido), pero seguimos más vivos que nunca y caen dos regalos habituales del magnífico “Modern Time” (2006), una ‘Spirit on the water’ resplandeciente, que sigue moldeando en el tiempo un Dylan en estado de gracia, y el rockabilly incendiario ‘Thunder on the Mountain’, en el que la banda vuelve a desatar la tormenta, con un piano que echa chispas y un solo atronador final de George Recile a la batería.

El crooner de Minessota vuelve al centro de los focos y hace caer hojas secas sobre nuestras cabezas, bordando un ‘Autum Leaves’ crepuscular, para poner luego el primer punto suspensivo con ‘Lovesick’, en la que se retuerce a las teclas y su voz se extiende por cada rincón de la sala. Se despiden y tras un ovación de libro, vuelven con dos más, la esperada ‘Blowin’ in the Wind’, que también reconvierte y muchos no reconocen hasta el estribillo, con Donnie Herron al violín, seguida de una sí totalmente clara, desafiante y apoteósica, ‘Ballad of a Thin Man’, en la que saltan al acantilado y nosotros con ellos.

Salimos del auditorio y una pregunta está soplando en el viento: “How does it feel?” Un joven músico callejero canta en la plaza, con una guitarra y un pequeño amplificador, ‘Like a rolling stone’. Dylan está en todas partes y es eterno.

 

David Pérez

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