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Mar Otra Vez, El Sol, Madrid

 

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Una fecha. “30 de abril de 2008, Mónaco. Bajo los auspicios de la Casa Real Monegasca y producido por la Société des Bains de Mer (…) se celebró con 850 invitados y a 750 euros el cubierto el último homenaje vinculado a la marca “Movida”. Almodóvar, Alaska, Bibi Andersen y Mario Vaquerizo posaron en el glamuroso cartel del festejo en el que aseguraron que con La Movida se celebraba también la Transición democrática.” (Carmona, 2009: 147).

Y otra fecha. “10 del cuatro del 84. Dos orejas unidas por un clip. Cruzo una puerta. Otra, otra, otra…”

Y otra más. 4 de diciembre del 2015. Ni Javier Corcobado, ni Luis Corchado, ni Julián Sanz Erizonte, ni Javier Rodrigo, ni Andrew Wax habían sido invitados a celebrar la Movida ni la Transición democrática en Mónaco. Aquellos que posaron ante las cámaras fueron los rostros de aquello que Pablo Carmona denomina “El carnaval de la Movida”, un periodo histórico reivindicado por medios culturales e incluso por el propio poder (“Movida promovida por el Ayuntamiento…”) como el estallido de la creatividad y la libertad en pleno paso de la Dictadura Franquista al impecable Estado de Derecho:

“La Movida madrileña, entendida en términos amplios, se puede definir como el periodo de explosión cultural y creativa que se vivió en el Madrid de finales de los setenta y primeros ochenta como producto de una condensación diversa y heterogénea de toda la pasión vital y creativa que se forjó en las cloacas de las culturas underground del franquismo.” (Carmona, 2009: 147).

Sin embargo, este periodo histórico no está ni claro ni definido. Ni siquiera se sabe si existió realmente o fue tan solo un producto de marketing de las grandes instituciones, empeñadas en negar el deterioro humano producido por las drogas introducidas de manera consciente y experimental en una población absolutamente desconocedora de sus efectos, ni el deterioro material producido por una crisis que, pese a espejismos reflejo de burbujas inmobiliarias, continúa dando dolores de cabeza al mundo de la cultura, siempre supeditado a la limosna de los “cuadrados” (H. Becker). ¿Existió realmente la Movida?

 

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“¿Cuál fue el principio de la Movida? Pues no está nada claro. A menudo oímos hablar de la “Movida de los 80”, pero es una expresión errónea, ya que el fenómeno había empezado antes, a mediados de la década de 1970. Podría pensarse que la Movida empieza necesariamente después de la muerte del Dictador, pero no es del todo correcto: en el verano de ese mismo año, con el dictador todavía alentando, se celebró en Burgos el festival (…) que la prensa franquista definió con un nombre que gustó a los organizadores y haría fortuna: el Festival de la Cochambre” (Lechado, 2013: 17).

Sobra decir que en ese Festival tampoco se encontraron los protagonistas de esta crónica. Más allá de anécdotas o ánimos de cifrar el inicio y el final, lo único cierto para José Manuel Lechado es que nada está claro. Que lo único cierto son las ganas de sacar partido hasta el hartazgo por parte de algunos (como también comenta Pablo Carmona) de una situación que ni sus propios protagonistas sabían que estaban viviendo. Y es que resulta poco probable que por la mente de un jovencísimo Javier Corcobado escribiendo sus letras en viajes de autobús durante la Mili (aún obligatoria), pasara la idea de que esos productos “cochambrosos” pudieran o no formar parte del “rollo” que se vivía en Madrid. Corcobado no estaba en “el rollo”. No formaba ni formaría parte de los rostros sonrientes y orgullosos que posaron ante los focos como representantes del periodo histórico más fecundo de la cultura madrileña (y española). Y, sin embargo, Corcobado materializaba con su espíritu, de manera mucho más pura, los ideales que han quedado supeditados al término final. Digo Corcobado por ser la cabeza más visible de toda la formación, alguien a quien después le tocaría hacer las maletas y emigrar en busca de mentes más abiertas y comprensivas. Porque ni Corchado, ni Rodrigo ni Wax continuarán después de la separación de su banda con la idea de hacer música. Tan solo Julián Sanz Erizonte se mantuvo en la brecha junto a Corcobado.

El espíritu de la “colmena” de outsiders capitalinos. “Rockeros, el que no esté colocado, que se coloque… y al loro”, que diría Enrique Tierno Galván. El propósito de salir de las “cloacas del Franquismo” y experimentar, probarlo todo, vivir por una vez sin sentir la bota de la autoridad en el cuello. Crear algo distinto a toda la mierda que supuraba “la calle caliente”. Y ser parte también de esa mierda. “No he olvidado cómo jugar embarrado” parecía el título perfecto para el concierto que tendrá lugar treinta años después. Quizás por eso, el mini-LP contenía otro, “Fiesta del diablo y el cerdo”. Dos títulos, uno ajustado al presente de los 80, el diablo bailando junto al cerdo. Tierno Galván haciéndose el drogata junto a los cerdos que pensaban que la Movida era solo heroína y cubatas en el Penta. Otro título para bautizar el futuro que, con esa precognición de la que hace gala Corcobado, fue realmente el único capaz de comprender los seis (siete) temas que albergaba el vinilo.

¿Es realmente Corcobado un adivino tocado por las musas, o es que simplemente el contexto de aquellos años 80 se asemeja demasiado a nuestro cochambroso presente? Leyes contrarias al desarrollo de la cultura en las salas, que impiden a los niños acercarse a la música, a los músicos tocar en la calle sin pasar antes por un examen que juzgue su “idoneidad”. Leyes que restringen el sonido de las calles, que supuran tinta y ganas de expresarse. Muchos dicen que estamos ante una “nueva ola”, como ya se definió a la Movida en su época. Si es así, lo que está claro es que los grupos que acompañaron al reencuentro de Mar Otra Vez en la sala El Sol, tampoco estarán invitados a la fiesta que se celebre en su honor cuando pasen otros treinta años, sustituyendo sus rostros por otros más convenientes e “idóneos”.

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Este 4 de diciembre, la entrada al reencuentro de Mar Otra Vez no costaba 750 euros el cubierto, tan solo 12. Los rostros que se dejaron caer con motivo de tan insigne ocasión no fueron los televisados y oficiales, sino los de aquellos conocidos como el “cáncer de la Movida”. Y, junto a ellos, rostros nuevos. Pues no se trataba de regocijarse en el pasado, sino de encontrarse haciendo gala (reivindicando incluso) la influencia y el poder invisible en los medios y presente en el resto de los productos artísticos que surgieron tras su marcha. Abrían Sagrados Corazones, con el ruido como carta de presentación y el concepto en la palma de la mano. Les seguían Pablo unk Destruction con una performance basada más en la poesía, acompañado de un Krapoola encendiéndose los fósforos en las cejas y tragando micrófono. El último de los teloneros era Les Rauchen Verboten, a pecho descubierto, sacando brillo a su saxo y acompañado también de Raúl Espectro. Cada uno de los grupos invitados destacó de este modo alguno de los adjetivos que definieron a Mar Otra Vez. El ruidismo, la performance, el salvajismo. Cada uno con dos temas, que se hicieron demasiado rápidos, como todo aquella noche.

Y de pronto, como si el resto solo hubiera sido un parpadeo paródico, entra Andrew Wax en el escenario de la sala El Sol y se inclina ante el público. El teclista, quien 30 años antes “parecía que estaba de atrezzo”, reivindicaba de manera silenciosa e inquietante su labor dentro de la banda: ser el maestro de ceremonias, la mano invisible que crea el ambiente sonoro. Y de pronto, vuelven Mar Otra Vez como si el parpadeo hubieran sido esos treinta años. Con un bidón de gasolina del que esta vez no cuelga ninguna cerilla presidiendo el escenario de la sala El Sol. Con un Corcobado que esta vez dejaba lo de abrirse la camisa para los más jóvenes. Con un Luis Corchado que esta vez tiraba de elegancia entre el ruido con una corbata negra. Con un Julián Sanz Erizonte del que esta vez, al igual que hace décadas, parecía emanar energía mientras se asía a su bajo. Con un Javier Rodrigo que esta vez se volvía purista. Esta vez no era la Rock-Ola, sino la Sol. No eran unos tan solo unos cuantos los que lograrían terminar el concierto. Esta vez era sold out y todo el público aguantó. Habían hecho falta treinta años para que la Fiesta del diablo y el cerdo se lograse comprender en toda su magnitud. Una magnitud que ni el mismo Corcobado (pienso yo) se imaginaría mientras componía aquellos temas durante la Mili. Porque la cuestión para Mar Otra Vez en aquel momento (pienso yo) no era “estar en el rollo”, sino ser libres para jugar en el barro. “Jonás” volvió a cobrar vida aquella noche, y ellos demostraron que jamás olvidarán cómo jugar embarrados, porque nacieron para ello. Para ensuciarse. Pero no como lo hace la “alta suciedad” que sonríe ante las cámaras. Ensuciarse de verdad. Una suciedad que ahora vuelve a hacerse necesaria entre tanta limpieza, educación y buenas maneras conseguidas gracias a la aséptica internet, que tampoco nos han llevado más lejos de lo que estábamos hace treinta años.

Debo confesar que mi principal deseo al acudir al concierto reencuentro de Mar Otra Vez era el de sentirme como debían de sentirse mis padres en los años 80, hacer un ejercicio de arqueología sonora y dejarme arrastrar por algo ya muerto que observar con ojo de investigador. Lo que encontré después, sin embargo, fue algo que sigue vivo, que sigue siendo necesario y que empuja a salir de los libros que analizan qué fue aquello, e invita a vivir lo que está siendo ahora. Porque nadie hablará de nosotros cuando hayamos muerto. Quizás, tan solo, el Ruta 66.

Texto: Elena Rosillo

Fotos: Kiko Ashti

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