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Si Bruce no se apellidase Springsteen hoy por hoy


Si Bruce hoy por hoy no se apellidase Springsteen, seguramente, todo sería distinto, menos comedido, más atrevido, diría que mejor. Pero Bruce se apellida Springsteen y, como tal, es una marca, que vincula a un gran artista con un enorme negocio. Bruce lo sabe. Por eso, mantiene un compromiso no escrito para con su masivo público y guía cada uno de sus pasos consciente de la cobertura y el eco mundiales. También Bruce sabe que tiene un compromiso con su glorioso pasado, siempre recordado por los aficionados y la prensa, nunca olvidado por él mismo. Y siente que tiene otro compromiso con su entorno, con el chico de la calle que siempre fue y con el padre de familia que ahora es. Lo siente desde sus primeras obras, pero se podría decir que se acentuó en la última década desde que aquel desconocido tipo se le cruzó un día por la calle y le dijo, días después de los atentados del 11 de septiembre: “Bruce, te necesitamos”. Y publicó The Rising, y Bruce, desorientado por completo en los noventa, volvió a enchufarse.

 

 

 

Tal vez, sea osado decirlo pero Bruce siente que le necesitan, se cree ese papel, y aún más atrevido sea decir que muchos realmente le necesitan. Pero es así. Hay personas que si no existiera Bruce Springsteen tendrían que inventarlo. También lo he visto con seguidores de Bob Dylan, los Rolling Stones o Madonna, y así hasta una larga lista de músicos pero casi ninguno llega a la fuerza de convocatoria y comunión de Springsteen. De ambas necesidades, la del músico y la de su público, surge una de las relaciones más duraderas, fieles y exitosas de la música contemporánea. Una relación prodigiosa desde el punto de vista comercial, pero que no tiene por qué ser la base para medir la trascendencia de su obra.

El último paso en la marca Springsteen, así como en esa relación sin apenas fisuras con su público, es Wrecking Ball. Vendido como “el disco más cabreado” del cantante de Nueva Jersey y a su vez una “obra experimental”, el trabajo venía realmente rodeado de una nube de incógnitas, en tanto en cuanto a la E Street Band le faltaba el irrepetible Clarence Clemons y se había anunciado una gira con la banda sin saberse nada del nuevo trabajo. Pero esas etiquetas promocionales, difundidas hábilmente por su manager Jon Landau, funcionaron bastante bien para fijar el álbum rápidamente en medios de comunicación y foros, dando a entender que Springsteen se hacía eco más que nunca de su entorno, consumido por la crisis económica, al tiempo que exploraba nuevas vías artísticas. Incluso parecía que algo muy diferente estaba por llegar. Pero, a decir verdad, sin tener que rascar mucho, no hay grandes novedades al respecto.Wrecking Ball resume todos los aciertos y los errores, todas las virtudes y los defectos, del Bruce de la última década. Springsteen decidió, de nuevo, tirar por el camino de en medio. El camino donde no se toman verdaderos riesgos artísticos pero tampoco se instala uno en la autocomplacencia.

Entre lo criticable, se hallan la falta de conjunción total, a pesar de ser un disco reconocible en contenido, y la producción. Sí, Wrecking Ball tiene el poso de obra conceptual, late en él un sentimiento determinado de denuncia, un propósito interno de principio a fin de retratar una realidad marcada por la crisis económica norteamericana, pero estilísticamente está con los pies en distintas aguas, algunas demasiado pantanosas. No es un disco de rock, no es un disco de folk, no es un disco de pop, pero lo más importante: no es un disco con alma imperecedera, cualquiera que sea el estilo. No es necesario limitarse a un género a la hora de crear un álbum con la idea de arrimarse a la eternidad, como bien demostró el propio Springsteen en The River o antes hicieron The Beatles, The Rolling Stones o Bob Dylan, pero las obras maestras guardan almas. Almas entendidas, como decía Saramago, como “voluntades”. Voluntades sonoras como lo fue, por ejemplo, Darkness on the Edge of TownNebraska o, sí, por qué no, la austeridad, la radical austeridad,The Ghost of Tom Joad, aunque el resultado final no fuera tan brillante como en otros discos. En Wrecking Ball, Springsteen toca diversos estilos pero no llega a maravillar por su voluntad artística. Se deja entrever, pero no se distingue con contundencia.

Lo más interesante, sin duda, es el folk coral, amparado por vientos y cuerdas, que forma el grueso del álbum, que lo convierte en notable pero no en sobresaliente o de matrícula al incluir baladas sin sustancia como This Depression, con su batería horrenda y su guitarra noña, o temas tan mal concebidos por esa docilidad y una inoportuna caja de ritmos como We Take Care of Our Own. Hubiese preferido que el músico se lanzase de lleno al folk, como ya hizo en We Shall Overcome: The Seeger Sessions, aunque fuera para rendir tributo. Es decir, hubiese preferido que se hubiese lanzado sin medias tintas a eso que consigue en la canción Wrecking BallDeath To My Hometown. Colocar el folk en un plano de marcha comunal, de himno de estadio inglés o canto del oeste americano, tal vez pareciéndose al espíritu sonoro de las Seeger Sessions pero, en esta ocasión, jugando con las cuerdas, los vientos y los coros como si fueran el galope de un país entero, de una comunidad que necesita hacer fuerza reconociéndose en su propia voz conjunta y busca instalar su razón de ser en la lejanía de su horizonte. Ese hubiese sido un camino a transitar sin peros, sin empaques, apostando por él como una voluntad estilística. Un camino que se deja ver en el álbum pero al que le salen curvas indeseables que lo estropean.

La conjunción se puede lograr más o menos, según la inspiración, pero se puede aspirar a ella. Y falta una aspiración determinante, sin frenos, sin pensar tanto en el aspecto comercial o en agradar a todos los prismas que tiene Springsteen como icono mundial, como músico que será portada de Rolling Stone con cada nuevo trabajo, en esa línea de jefe del mainstream que busca el punto medio entre lo que el gran público tiene preconcebido ya de él y lo que él mismo siente que puede dar. Es lo que también eché en falta en Working on a Dream, un disco que guarda una propuesta pop que, personalmente, me pareció muy interesante. Bruce, el rockero norteamericano más conocido del último cuarto de siglo, el más planetariamente aclamado, se confesaba con ese lado pop. Lo que muchos vieron como una herejía, una estupidez para alguien de su categoría, a mí me pareció una verdadera forma de buscar una nueva vía artística, con letras cotidianas y sencillas como el pop las ha parido siempre. Lo notaba: había una voluntad pop en ese álbum, pero de nuevo a medio tránsito. Se configuró un álbum irregular, sin atmósfera, entre descartes, nuevas canciones y homenajes, como sucedió con Devil & Dust. Otra cosa no, pero Magic, en cambio, con toda su carga política y rabia, aspiró a esa conjunción, a su propio discurso.

Seré de los pocos, seguramente. Me gustó mucho Magic, al que reconozco un alma, al tiempo que apreciaba el lado pop de Working on a DreamSurprise, surpriseKingdom of days, como antes había despuntado en la estupenda Girls in the Summer Clothes, eran relucientes joyas pop, de un compositor de sesenta años, sugerentes en sus sinfonías, a medio camino entre el Brill Building y Roy Orbison. Entonces, me dije: Springsteen, tío, lánzate de lleno al pop, si es lo que te pide el cuerpo, y haz un disco aunque sea de nueve cortes con solo pop, y no metas medias tintas entre medias. Y ahora digo: Bruce, tío, lánzate de lleno al folk coral que late en Wrecking Ball, que finalmente será el que presida la gira, y déjate de medir tanto cada paso que das. Si Bruce no se apellidase Springsteen, es posible, lo hubiese hecho como lo hizo, por ejemplo, a principios de los ochenta, con el folk sombrío de Nebraska. Se lanzó de lleno. Y, en este sentido, no solo palpita ese folk coral. Que lo haga con todas las de la ley por el soul de You’ve Got It, donde pulula el fantasma de Marvin Gaye de Let’s Get It On. Deliciosa composición de rock-soul, por su cadencia, por su estilo nada pretencioso. Si todo el mundo sabe que a Bruce le flipa el soul, ¿por qué no se lanza a un disco de este formato desde su perspectiva blanca, desde su visión rock de patrón clásico, de Costa Este, de antiguo instigador de lo que se conoció como Jersey Shore? Y si, de verdad, le gustaría probar con el rap o, mejor dicho, ese R&B moderno y de suave escucha, de samples y caja de ritmos que es Rocky Ground, pues adelante. O te la das o ahí sí que cambias la historia, tu propia historia artística. No saques la patita por un lado, para esconderla por otro. Salta a por ello, si lo sientes, como saltaste en esa increíble gira en solitario de Devil & Dust (el momento con más alma, aspiración e inspiración que le recuerdo en lustros). Pero Springsteen no siempre tiene necesidad de cambiar una historia de mucho éxito. Está claro.

También uno se pregunta que hubiese sido de Bruce si no se apellidase Springsteen y, cuando decide arreglar el disco para ofrecer ese grueso de folk, no hubiese tenido en cuenta antes una producción más cercana a la escucha “para todos los oídos de todas las emisoras” que al sabor intrínseco que pueden dar sus grandes canciones. Creo que Wrecking Ball tiene grandes canciones y, aún sonando bien, no se puede dejar de pensar en cómo serían de buenas, puede que mejores, si la producción fuera más clásica. Sin tanta saturación. Esa idea de que suene todo a todo trapo, de no dejar respirar los temas, funciona a veces y, si lo hace, no tiene por qué ser más impactante que lo más simple. Clasicismo y simpleza por una cuestión de orden: cada instrumento en su sitio y no todos los instrumentos en todos los sitios, peleando por estar en primer plano a cada instante.

Escuchando Jack Of All Trades, Wrecking BallWe Are Live, entre otras, pensaba en Tom Russell. En su cálida y arrebatadora sencillez folk-rock. Hace un par de años, Rusell sacó el disco Blood and Candle Smoke, que también, como en este álbum de Springsteen, guardaba un aire fronterizo, entre el folk y el tex-mex. Más allá de lo gran letrista que es, Rusell se juntó con los chicos de Calexico y salió un trabajo con canciones profundas, bellas, emotivas. Los vientos jugaban también una papeleta fundamental y los de Calexico en eso tienen calidad. Con arreglos sutiles, el conjunto desprendía mucho aroma a pueblo, a tierra húmeda o a campo seco, daba igual. Desprendía aroma natural, sin plástico. Russell recordaba también a Nick Lowe. Y será una tontería pero el bueno de Lowe decía recientemente que su forma de concebir las grabaciones nada tiene que ver con lo que se hace ahora. Me temo que ese ahora es lo que hace Springsteen, entre otros, de un tiempo a esta parte. Lowe es un clásico, o clasicista, o lo que sea, pero la elegancia de sus arreglos es difícil de encontrar. Escuchando las partes sinfónicas, con cuerdas y vientos, del disco de Bruce, que canta a las mil maravillas en este último trabajo, entran ganas de que se animase a hacer lo mismo al modo Lowe, que ha cosechado sobresalientes álbumes en la última década. Incluso diría que estaría bien que lo hiciese al modo Dylan. El Dylan de este siglo, ese que con la voz hecha un Cristo que no para de girar en su gira interminable que arrastra desde el siglo pasado, cuyas producciones guardan nervio, fibra, mientras parecen de lo más mundanas. Al final son arreglos más primitivos, pero no tan grandilocuentes. Puedes distinguir el polvo de la arena. Y ya no está Brendan O’Brien para echarle la culpa, ahora está Ron Aniello, que, al menos, no parece saturar al cuadrado. Pero, finalmente, como siempre, la culpa, para bien o para mal, la tiene Springsteen, el boss desde los setenta. El jefe siempre. Él decide finalmente cómo suena todo, mientras los fans que le perdonan todo buscan chivos expiatorios.

Con todo, aun pudiendo ser de otra forma, como siempre cuando se trata de hablar de música, a Wrecking Ball hay que reconocerle esa atmósfera folk-rock que domina buena parte del álbum. Un aire entusiasta, portentoso por momentos en esa búsqueda de animar a las tropas de civiles anónimos que fueron abatidas o heridas por “los buitres avariciosos”. En determinados momentos, Springsteen pone el punto de mira en el horizonte y allí llama al oyente cuando ensambla violines, saxos, palmas, coros y su voz se levanta entre medias. Es esa marcha celta que tiene Death to my Hometown, el júbilo rabioso de Schakled and Drawn o el dramatismo trascendental de Wrecking Ball. Se me antojan himnos del directo para la gira con la sección de viento (la mejor de las noticias) que le acompañará. Porque si hay algo a lo que huele este álbum es a disco para directo. Un magnífico disco de directo en su grueso, cosa que no fue Working on a Dream y sí fue el de las Seeger Sessions. Solo de pensar en estas canciones, con temas de The Promise, otros de la época Seeger y recuperar viejos clásicos propicios para los vientos, las guitarras afiladas y el jolgorio (gloria bendita fue ver lo que sucedió en el programa de Jimmy Fallon) se justifica este disco como excusa para la gira. Veremos.

Al álbum también hay que reconocerle su propuesta temática, aunque no deje de sonar un poco raro, o curioso al menos. Extraño mundo en el que vivimos que tiene que ser un músico multimillonario, un rockero que llena estadios de fútbol con entradas más bien caras, el que se erige como voz del pueblo, del pueblo llano y desprotegido de las decisiones de los más ricos y poderosos. La mayoría de medios de comunicación así le califican y a Bruce no le incomoda, más bien todo lo contrario. Se preocupa por intentar ser el cronista sentimental de la mayor crisis económica desde la Gran Depresión, como no se cansan de repetirnos un día sí y otro también por todos los altavoces públicos, mientras el mundo, nuestro mundo occidental con sus fronteras emocionales, sociales y políticas, cambia a velocidad de vértigo. No deja de resultar extraño, ya que a Springsteen, evidentemente, le moja la tormenta económica solo por lo que ve por televisión, lee por prensa o conoce por conocidos. Pero una cosa no excluye la otra. ¿Por qué iba a hacerlo por extraño que suene? Es el sentido de la responsabilidad el que le motiva. Ese “Bruce, te necesitamos”, que le dijeron. Esa relación de necesidad para con su país y sus propias convicciones. Esa relación de necesidad para con el que considera su público. Simplemente. Pensar lo contrario es como esperar que Springsteen no pueda cantar por los afectados del Katrina porque el huracán no barrió su casa, o hacerlo por las víctimas del 11-S porque no estaba en una de las Torres Gemelas. Si un solo desempleado o explotado en todo el ancho mundo consigue ponerse en pie al grito de “trae tu bola de demolición” o termina por creer que todavía hay tiempo para subirse a un “tren que lleva a la tierra de las ilusiones y los sueños”, entonces, es suficiente. Entonces, vale. Es como esperar que el arte se limite única y exclusivamente a la experiencia, si bien esta siempre enriquecerá y facilitará la credibilidad final, y no a las emociones o sentimientos, incluido el de empatía o solidaridad. El arte no está sujeto a eso, por suerte. Es mucho más abstracto e imprevisible, como le sucedió a Bob Dylan cuando su música pasó de la noche a la mañana a ser referencia para los líderes negros de la Marcha sobre Washington o como se vio con John Lennon cuando en los sesenta se involucró desde su atalaya en causas políticas y sociales y supo decir lo que muchos querían decir.

 

Por suerte, pese a su cegador éxito, el autor de Born to run no se ha terminado convirtiendo en una estrella de salón, como puedan ser Elton John o Sting, ni ha encontrado el botón del piloto automático, como Van Morrison, para sacar discos al paso que se hacen, como decía Woody Allen, tras tomar el dinero y correr. Por suerte, Springsteen está más cerca sobre un escenario o dentro de un estudio a Neil Young que a cualquiera de los anteriores o, viceversa, Young lo está de Bruce. Ambos, de cualquier manera, son animales musicales que guardan hambre y ganas de explorar el bosque, por mucho que haya gente entendida en la materia que no le perdona a Springsteen ser un ídolo de masas, haberse convertido en el acontecimiento social que representa.

 

Sin compartirlo, puedo entenderlo en parte. Sinceramente, a veces, cuando escucho a Bruce en los últimos años pienso en David Simon, creador de las magníficas series televisivas The WireTremeGeneration Kill, cuando para hablar de cómo se atrevió a hacer obras tan atrevidas, tan poco convencionales, tan carentes de los preceptos estilísticos imperantes, al tiempo que eran tan verosímiles e impactantes, dijo: “Mi secreto es solo uno: que se joda el espectador medio, esa persona acomodada a la que hay que explicárselo todo. Que le jodan pero bien”. Pienso: Bruce, que le jodan pero bien al oyente medio, ese que no acude a un concierto de Willie Nile, que no sabe quienes es Solomon Burke o Hank Williams, que no se ha comprado un disco de las Ronettes o las Crystals en su vida, pasa por alto el nombre de Phil Spector pese a leerlo mil veces en tus reseñas o no le preocupa ni un poco qué secretos guardan las músicas de Dylan o Elvis Presley para que a ti te cambiasen la vida. Lo pienso pero, claro, si no se entrega él a esas pasiones con más soltura, quién lo hará por él. Lo pienso pero, claro, imagino que nadie como él tiene tanto que perder, o ganar. Los demás no se apellidan Springsteen. Pero, a decir verdad, los demás tampoco se llaman Bruce, ese tío que vive todavía la música, con un talento tremendo, aún con olfato, con tanto sentido del espectáculo como interés por mantenerse en la brecha. Tal vez, siempre hay un precio que pagar por ser una megaestrella pero, por suerte, cuando asoma Bruce, no tanto como deseamos algunos, no tanto como acostumbró a todos en sus años de leyenda, todavía uno siente el valor de la promesa. La promesa inexplicable del rock’n’roll. Y eso, al fin y al cabo, para el oyente furtivo, lo puede todo. FIN.

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