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Reseñas Neil Young (Parte 3)

MES NEIL YOUNG

Comenzamos esta tercera parte con Harvest Moon, una vuelta al country. Una secuela que acaparó menos atención que su antecesor. Tras dos prescindibles trabajos —un recopilatorio de rarezas de la etapa Geffen y una concesión comercial a la moda desenchufada de la MTV—, Neil nuevamente juntó fuerzas con Crazy Horse para alumbrar los excelentes Sleeps With Angels —según Ignacio Julià la última gran obra maestra de Young— y Broken Arrow. Si sumamos la perfecta sinergia sónica entre Young y Pearl Jam con Mirror Ball y la sobrecogedora B.S.O. de Dead Man, es fácil comprender que esta etapa queda para los anales como la más fértil de su madurez. Opinan: Ignacio Julià, Pere Sandoval, Julián Campos y Jaime Gonzalo.

 

HARVEST MOON

(Publicado en Ruta 66, nº 79, diciembre-1992)

Me siento incómodo ante el nuevo Neil Young. Harvest nunca fue uno de mis discos favoritos y este se anuncia como una secuela de aquél; además, permanece fresca en la memoria la memorable, cruda naturalidad de Ragged Glory. Ese es el Neil Young que prefiero, el de la bronca expresividad y Crazy Horse con las pilas puestas. A primera vista, se podría calificar a Harvest Moon de empalagoso, blando, excesivamente sofisticado; algo de verdad hay en los tres calificativos. Pero sería precipitado por mi parte hacerlo. Es cierto que es un álbum soberbiamente arreglado y grabado, pero también que constituye una colección de canciones urdida con el corazón en la mano. Canciones de amor a la mujer que vive a tu lado («Such A Woman») y también a esa otra que ves pasar como una exhalación («Unknown Legend»), canciones sobre amigos que se perdieron entre los sinuosos pliegos de la vida («One Of These Days») y sobre aquel fiel perro cazador que murió («Old King»), canciones sobre grandes escenarios —como esa Amazonia que la Humanidad lleva tiempo malgastando— o sobre pequeños dramas cotidianos. Canciones, en fin, exquisitamente invocadas por alguien que se confiesa un soñador, y aquí la música predispone al ensueño. Están los Stray Gators originales —los de Harvest, es decir, Kenny Buttrey, Tim Drummond, Ben Keith y Jack Nitzsche, más Spooner Oldham—, y una reunión de voces amigas encabezada por Linda Ronstand, James Taylor y Nicolette Larson. Pero tal profusión de talentos no logra disipar la verdad de Harvest Moon: que es esta, en esencia, una obra de sentimientos que vagan libremente más que de pretensiones humanistas o compromisos comerciales; una obra de emociones liberadas que invaden al oyente muy, muy lentamente. Sin forzar las cosas, con la sutil modestia del artesano veterano, Neil Young ha construido un álbum de una extraña, evanescente belleza. No es otra obra maestra, pero tampoco un tiro fallido. Sólo música para rellenar mil y una tardes de invierno. IGNACIO JULIÀ

LUCKY THIRTEEN

(Publicado en Ruta 66, nº 82, marzo-1993)

No, esta no es la suculenta y rogada colección de outtakes de NeiI Young que hace años se viene anunciando. Lucky Thirteen cuenta en su haber con trece gemas que dudosamente harán enloquecer al fan. Todo es material de la etapa Geffen (de Trans a This Note’s For You), detalle que ya habla por sí mismo. Todo un controvertido paréntesis en la ahora redignificada carrera del capo de Crazy Horse, que incluye momentos tan francamente bajos como Landing On Water, por no hablar de piezas tan inclasificables como Trans, que al parecer sólo es capaz de trastornar a gente como Sonic Youth. En esta colección hay temas de toda esa etapa, algunos ya publicados (aunque ahora se supone que el aliciente reside en poder escucharlos, por primera vez, en soporte CD). Los otros son rarillos (e incluso no pertenecen a los días de Geffen: la selección de temas la hizo el propio Young, que conste). «Don’t Take Your Love Away From Me», «Get Gone» son algunas de ellas. El resto, a decir por las notas del correspondiente libreto, tiene toda la pinta de reaparecer en la inminente colección de rarezas del autor de Tonight’s The Night. PERE SANDOVAL

UNPLUGGED

(Publicado en Ruta 66, nº 87, septiembre-1993)

Detesto la idea en sí misma de publicar en disco «desenchufaos», y especialmente que se haya convertido en otra moda idiota. Aborrezco la falta de imaginación y recursos que demuestran las grandes discográficas al apuntarse al rollo, y desprecio el borreguismo de ese consumidor medio de rock que se deja embaucar por tan zafia operación. Lo previsible siempre ha vendido más que la caña, hay que fastidiarse. Todo empezó con la lotería de Eric Clapton, ¿quién coño iba a suponer que el muy pasmado iba a recobrar la credibilidad y las ventas millonarias con una acústica entre las manos? Entre otros artistas menores, siguió Bruce Springsteen, que no se dejó desenchufar pero sí se avino a que se publicara en disco; ¿qué remedio le quedaba cuando sus últimos dos álbumes malviven en las cubetas de rebajas? Luego Rod Stewart, sin enchufar y sentado, pero con el mismo peinado manolo de siempre. Con el dedicado a Neil Young se les está viendo el plumero cosa mala a las multinacionales. ¿Qué tienes el armario un vejestorio al que es posible reanimar comercialmente con el invento MTV? Pues, hala, a cortarle el suministro eléctrico y a vender sus añejas creaciones como churros recién fritos. ¿Qué será lo próximo? ¿Los Velvet Underground a pilas? A pesar de todo, no puedo rematar es queja sin apuntar que, musicalmente, Young sigue brillando con luz propia… solo que estas alturas eso no es nada nuevo. El repertorio va de lo inevitable («HelpIess», «The Needle And The Damage Done», «Long May You Run») a lo sorpresivo (la versión ecológica, sin vocoder, de «Transformen Man», o la inédita «Stringman»), pasando por tres redundantes cortes de su anterior elepé Harvest Moon. Eso sí, que nadie interesado en el canadiense se quede sin escuchar el arreglo para órgano parroquial de «Like A Hurricane». IGNACIO JULIÀ

SLEEPS WITH ANGELS

(Publicado en Ruta 66, nº 99, octubre-1994)

No recibíamos un álbum así de manos de NeiI Young desde el sombrío, inagotable Tonight’s The Night. La nueva reunión con Crazy Horse, la primera desde el robusto Ragged Glory, reafirma hasta qué punto el entorno que el grupo conjura le sirve para revitalizar sus entrañas expresivas. No se da aquí la clase de espontaneidad de aquél, todo parece más reflexionado, más arreglado, y, quizá por ello, Sleeps With Angels va sedimentando en lo más profundo del ser hasta revelarse como otra de las grandes afirmaciones de un artista cuya larga carrera cobija un vasto mosaico musical preñado de humanidad. En un tono general de sobrecogimiento, planteado desde una melancolía trágica cuyos atisbos de esperanza suenan a pura futilidad, el álbum sigue un trayecto articulado sobre sucesivos cambios de tonalidad, de las baladas pendientes de un brillante hilo melódico a las salidas a campo abierto a lomos de guitarras de sostenida, hirviente ferocidad. Lejos de ese dulzón perfeccionismo que recubría Harvest Moon, estas canciones se arrastran y vuelan, transpiran y se revuelcan en el polvo, funcionan golpe a golpe, sobrealimentándose en sus propios hallazgos a medida que avanzan. Así, la inquietud sobre la que gira el disco no es tanto la muerte —como podría deducirse de algunas canciones que la tratan directamente: «Driveby», sobre la víctima fortuita de un tiroteo urbano, o la que titula la obra, inspirada en el final de Kurt Kobain— sino esa ilógica creencia, no confesada, de que a uno no ha de llegarle nunca. ‘’Te sientes invencible / Es parte de la vida’’, reza en aforismo que se repite, y no por casualidad, en el mentado «Driveby» y el correoso «Blue Eden». Hay abundancia de carne en el asador en el nuevo Neil Young, y no sólo en los asombrosos quince minutos de «Change Your Mind» —una suerte de «Like A Hurricane» menos fatalista—, sino en todos y cada uno de los pasajes del disco. «Prime Of Life», «Train Of Love», «Piece Of Crap» o la final «A Dream Can Last» ilustran de qué modo es posible envejecer en el rock’n’roll sin perder la compostura, fortaleciéndose a cada nuevo paso, adaptándose a las circunstancias como una rara criatura alienígena. Contadísimos artistas lo consiguen, quizá esto explique por qué Neil Young es ahora mismo una figura capital, tan vital como en los mejores momentos del pasado. IGNACIO JULIÀ

MIRROR BALL

(Publicado en Ruta 66, nº 108, julio/agosto-1995)

Si ni fuera quién es, cabría hablar de oportunismo. A principios de los 70 aprovechó el tirón comercial de Crosby, Stills & Nash para darse a conocer; a finales de década quedaba como un señor citando a Johnny Rotten en una de sus más conocidas canciones. En los 80 probó suerte con el tecno, el rockabilly, el country y el R&B, paro regresar a Crazy Horse cuando las ventas de sus discos caían en picado. Y ahora esto: va y se junta con la banda más ¿carismática? del momento (aunque Pearl Jam disfrutan de una credibilidad y ventas en Estados Unidos que aún están por ver en Europa), facturando un álbum que es cien por cien puro y clásico Neil Young. La banda de Eddie Vedder ya había tocado con Young: en Londres el verano de 1993 (un bis con «Rockin’ In The Free World»), en la ceremonia del R&R Hall Of Fame, y a principios de este año en Washington DC (en un festival pro-aborto) y en Seattle (con el alias Piss Bottle Men). En la famosa capital del Northwest y con Brendan O’Brien produciendo, se grabaron los once fornidos temas que componen Mirror Ball. El sonido es guitarrero y corpulento, más articulado y con más texturas que el habitual de Young con Crazy Horse, y las interpretaciones exudan el entusiasmo de la espontaneidad y el júbilo de un encuentro histórico entre dos generaciones unidas por un mismo espíritu. «I’m The Ocean» son siete pegadizos minutos bordados por un enigmático estribillo (‘’Soy el océano, soy la resaca…’’). «Downtown» reproduce el inconfundible toque rocanrolero del mejor Young. «Act Of Love» es la canción estrella en esta relación, interpretada siempre que el viejo canadiense coincide con los de Seattle. Y los títulos de «Peace & Love» o «Throw Your Hatred Down» lo dicen casi todo sobre esta excitante, y productiva, reunión. Hay quien habla de una relación paterno-filial entre Neil y Eddie, como si el primero quisiera evitar que a su hijo putativo le sucediera lo que no pudo evitar con Kurt Cobain. Quizá sea ir demasiado lejos, pues Mirror Ball es una obra directa y sin segundas lecturas, con lo que el autor de tantas páginas ya clásicas se sacude de encima el patetismo del anterior y espléndido Sleeps With Angels. Una hora de guitarras eléctricos y canciones memorables con que rellenar muchas noches de verano. Y una evidencia más de que ahora mismo, los denostados Pearl Jam, seguramente son la banda americana más combativa contra el sistema… y no sólo por el affair Ticketmaster. JULIÁN CAMPOS

DEAD MAN

(Publicado en Ruta 66, nº 116, abril-1996)

Admirador confeso del canadiense errante, es el propio Jim Jarmusch quien en el libreto interior se encarga de relatar cómo y por qué Neil Young acabó creando la banda sonora de su nuevo largometraje, Dead Man, poético western pro-nativos que narra la odisea de William Blake, un hombre en el que el salvaje oeste opera una profunda transformación interior. Crazy Horse no cesaron de sonar mientras el realizador escribía el guión, y desde un principio se pensó en Young para diseñar el score; la sangre india que dicen corre por sus venas, su proverbial identificación con los pobladores primigenios del continente, son factores que a priori le interconectaban a nivel personal con la carga emocional de la película. Su aportación se ha traducido en música poderosa y evocativa, reducida a una mínima expresión, mayormente protagonizada por impresionistas, gaseosos punteos eléctricos, pero no exenta de una embargante profundidad de campo. Salvo fragmentos de poesía recitados por Johnny Depp y extractos de diálogos, el soundtrack es Neil Young a solas, enfrascado en lo que constituye una experiencia instrumental, de triste belleza, sin precedentes en su discografía. JAIME GONZALO

BROKEN ARROW

(Publicado en Ruta 66, nº 119, julio/agosto-1996)

De todas las resurrecciones acontecidas estos últimos años entre la vieja guardia, la de Crazy Horse, hipotenusa del rock americano de guitarras contemporáneo, es la excepción que anula esa teoría, por lo general acertada, según la cual segundas partes huelgan. En 1990 el huracán volvió a desatarse con Ragged Glory, soberbio ejemplar, demasiado bueno para ser real pero a la postre señal inequívoca de que la historia se repite sin perder significancia. Salvo Arc, desde entonces los nuevos trabajos de Young y Crazy Horse han vuelto a abrir un ciclo, retomando, complementando y según como desarrollando lo que obras pretéritas parecían haber dejado atado y bien atado. Si la morbidez de Sleeps With Angels nos remitía a Tonight’s The Night, Broken Arrow, guiño a Buffalo Springfield aparte, tiende un puente aéreo entre Everybody Knows This Is Nowhere, Zuma y el presente. Son ocho canciones sin fecha, Crazy Horse al 100%, exámenes de conciencia que miden valores sencillos y cotidianos —la soledad, los vaivenes del corazón—, paradójicamente, con el baremo de la eternidad, que es lo que precisamente hace que la música de Young, además de universal, sea de esas que sabes va a estar ahí para siempre, como un sequoia milenario. Una acústica, tres de formato radiofónico y otras tres que mutan en esculturas eléctricas para perderse en el horizonte reformulando unas pautas que lejos de estar agotadas se regeneran magnificas. Grabadas en el estudio que Young se construyó en su rancho californiano, saturadas por el pretoriano acompañamiento del trío loco, se yerguen majestuosas, sea en un granero o en una mina de oro abandonada. Optimistas cuando el minutaje es breve, desencantadas y rabiosas si no existen límites, son como ese cometa en el cielo que guía la noche del protagonista de «Music Arcade». Redondo si no fuera por la larga, somnífera e innecesaria versión de Jimmy Reed grabada en un club de San Francisco que concluye el disco. JAIME GONZALO

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