Rutas Inéditas

Jim Carroll: Nada es verdad… todo está permitido (1949 – 2009)

RUTAS INÉDITAS

En esta sección encontrarás textos no publicados en Ruta 66. Críticas de discos o libros, de conciertos,  artículos o entrevistas atemporales que por un motivo u otro no transitaron por la Ruta 66. Ahora ruedan en estas Rutas Inéditas……..

Un libro, The Basketball Diaries, y un elepé, Catholic Boy, nos descubrían a inicios de los ochenta a un poeta y yonqui, curtido en las calles de nueva york, que abrazaba con pasión la energía del rock’n’roll. Faltaba todavía mucho para que Leonardo Di Caprio le encarnara en un exitoso biopic. Le recordamos justo cuando se cumplen dos años de su muerte.

 

‘’Duermo en un tejado alquitranado / Grito mis canciones / A una perezosa plétora de estrellas / Un polvo blanco se abre camino a través de sangre y corazón / Y… / El sonido vuelve a mí / Puro y natural… / Esta ciudad está de mi lado’’ («Little N.Y. Ode», Jim Carroll)

Es una sensación que recuerdo bien. Como la conocerán todos aquellos que hayan consumido la noche y arribado a los albores del amanecer con el eufórico flujo de la química viajando por la corriente sanguínea. Polvos contaminando el rojo líquido primordial, la borrachera apenas atajada por la química, la mente vislumbrando una incómoda velocidad que hasta hace unos minutos parecía placentera, la primera luz diurna traicionado lenta pero inexorablemente a la reconfortante oscuridad, en esas horas en que todo parece irreal. Y el iluso, extraño convencimiento de que el mundo de ahí afuera, la vida misma, están de tu parte. Por lo menos hasta que la resaca se encargue categóricamente de poner las cosas en su sitio y tu organismo entre en un ominoso, fastidiosamente impertinente, proceso de recuperación fisiológica. ¿Por qué se empeñará la física en hacer bajar todo lo que sube?

En esas horas en que rompe el día, esas horas que siempre he detestado cortésmente, pues aún no ha descendido el nivel de intoxicación como para una reacción psicótica, solía llegar a casa y poner a rodar un elepé fetiche, el amuleto infalible. Antes de la fría cama y el colapso onírico, entre la última copa y ese petardo que siempre se queda a medio consumir. Era el primer disco de Jim Carroll: Catholic Boy. Nada mejor que esa lacerante obertura con «Wicked Gravity» para entrar en calor antes de la muerte figurada del sueño etílico; sí, mil veces maldita y jodida gravedad, elemento básico de ese orden universal que nos devuelve el día cada tantas horas. Nada mejor en esos momentos que el frenético latido del segundo corte, «Three Sisters», escupido a toda marcha, un tríptico femenino tan certero y bien tallado como el que más. Y nada más apropiado, a continuación, que el gozoso remanso melódico de «Day and Night», aceptando con resignación esa inalterable verdad de la naturaleza: ‘’Cuando muere la oscuridad / Sólo queda la mañana… / Sólo día y noche / Día y noche / Las sombras empiezan a resquebrajarse / Cuando las toca la luz / Todas las promesas quedan hechas añicos’’.

«Nothing is True», nuevamente lanzada al aire con pulso taquicárdico, te dejaba en las puertas de «People Who Died», el tema insignia de la colección, posiblemente la más tajante elegía que ha producido el rock. Y el corazón te daba un vuelco… mejor no juguetear con la idea de la muerte, propia o ajena, a estas horas de la madrugada. Pero lo innombrable tenía su antídoto: en esa urgencia con que el cantante apuntalaba su letanía de fallecidos antes de tiempo, desaparecidos en el combate de la vida, perdidos por accidente en la inmensidad de la nada. Y ahí estaban Teddy (palmó a los 12 años, precipitándose al vacío desde un tejado mientras esnifaba pegamento), Cathy (12 años, veintipico pastillas de Seconal y una botella de vino), Bobby (14 años, leucemia), G-berg y Georgie (hepatitis), Sly (Vietnam, un tiro en la cabeza), un segundo Bobby (sobredosis la noche de su boda), Mary y Judy (una intentó volar desde una habitación de hotel, la otra se tiró a las vías del metro), Eddie (le cortaron la yugular de un tajo limpio)… sólo inertes fantasmas, espíritus volatilizados al romperse la vida carnal, nombres para ser guardados a buen recaudo en los más recónditos parajes de la memoria. Bufff…

Con la mirada vidriosa y el corazón palpitante, si no te rendías al llegar la aguja al último surco, le dabas la vuelta al invento y te veías recompensado por una casi cinematográfica panorámica urbana. Y aspirabas profundamente los vapores de la imponente, sombría aparición: la metrópolis al caer la noche, esas mil historias que ofrece a diario, detalladas con logrado ritmo dramático en «City Drops into the Night». Luego venían el guiño cómplice a Patti Smith de «Crow» (sí, la chica se asemejaba a un cuervo, y hasta graznaba como uno de ellos), el frío negativismo de «I’ts Too Late» (con ese incisivo primer disparo: ‘’Es ya demasiado tarde / Para enamorarse de Sharon Tate’’), las visiones exaltadas y el ritmo contagioso de «I Want the Angel»… Y, por fin, si aún seguías consciente, el epílogo autobiográfico de «Catholic Boy», la canción, acorazada por el riff definitivo, recurrente como una atroz pesadilla, áspero como el mismo asfalto de Broadway un amanecer de enero. Con discos así, ¿quien necesitaba las frivolidades nueva-ola de la época?

Todo esto ocurría, si no me falla el recuerdo, hacia 1981. El álbum debut de Jim Carroll se convirtió en pieza inevitable de mil y una noches, y otros tantos amaneceres, de cubata, estruendo, Dexedrina y aceleración vital. Un estimulante garantizado contra el aburrimiento. ¡Joder!, Lou Reed debió ponerse pálido de envidia al escuchar al joven aspirante. El, que había abandonado la mala vida para retirarse al campo y gozar del cándido sopor del matrimonio, ya no escribía cosas así; se había refinado, hasta cierto punto, con la edad. El talento en si mismo es una cosa, la fuente a que se conecta otra muy distinta: Jim Carroll apestaba a realidad tanto como Lou en sus años mozos, y parecía disponer de idéntica facilidad para el verbo más afilado, la más intensa percepción. Era casi una década más joven, y había aprendido la lección viendo repetidamente a los Velvet Underground; él es, al fin y al cabo, quien pide Pernods a destajo entre canciones en Live at Max’s Kansas City, sentado al lado de su amiga Brigid Polk, que grababa los conciertos con un magnetofón portátil. Además, exudaba esa ansiedad de quien se pone al frente de una banda de rock’n’roll porque quiere comerse el mundo. Es la mejor actitud para esto, por supuesto.

Pero Jim era, ante todo, escritor, poeta. Lo había demostrado en su adolescencia publicando sus versos en varias revistas especializadas, y lo había confirmado con creces el exitoso The Basketball Diaries, donde revelaba sus correrías por el submundo neoyorquino siendo todavía un adolescente. Como las de todo escritor de confesiones, sus páginas desvelaban que siempre había estado un poco enamorado de sus pecados, sus desventuras. La dominante adicción a la heroína y el sexo por dinero con viejos maricones, vivencias enfrentadas a la carga asumida y subvertida de una educación católica, generaban una tersa e iluminada fricción literaria que hizo de estos diarios una suerte de hilarante lectura iniciática. Sólo faltaban el latigazo de un par de guitarras, el empuje de bajo y batería, para que sus palabras echaran a volar. Y así lo hicieron, con la furia de serpientes aladas surgidas de una pesadilla opiácea. Nuevamente la mala vida inspiraba un arte tan brillante que, hasta cierto punto, lograba redimirla. El chico, como rezaba la última frase del libro, quería ser puro.

2. ‘’Esta etapa mía en el rock’n’roll, el período 79-85, fue como un sueño’’, reconoce en las notas de presentación de A World Without Gravity, CD antológico publicado por la siempre excelente Rhino Records. ‘’Como en una suerte de peregrinación aborigen, me movía llevado por una inconsciente memoria muscular, siguiendo a ciegas los versos de las canciones. En vez de pozos de agua subterráneos bajo mis pies, revelados por los cambios térmicos en mi cuerpo y alma, encontré riffs y letras. Una gran banda partió en una camioneta VW y yo salté a bordo. Aquello fue como una de esas borracheras que nadie puede frenar. Nos tomó dos o tres años darnos cuenta de que éramos jodidos entertainers. Obviamente, no todo fue cuesta abajo en este paseo de ensueño. Evitaré tocar los prominentes puntos de desintegración que sufrió el grupo. ¿A quién le importan y quién sabe el porque de estas cosas?… el pasado te atrapa demasiado rápidamente como para buscar respuestas, sólo la música queda grabada a posteridad. Además, debo decir que todos los que tocaron en aquella banda se quemaron para que esta saliera adelante, en el estudio y en escena’’.

Antes del salto hacia el rock, Jim Carroll había hecho acopio de experiencias. Nacido en Nueva York en 1951, según cuenta en la misma fecha que Herman Melville, el emperador romano Claudio y Jerry Garcia, creció en el barrio neoyorquino de Inwood, mayormente habitado por irlandeses. A finales de los 60 ya es un habitual en las calles de Manhattan: juega a baloncesto con un equipo escolar y estas excursiones fuera de su territorio le llevarán a descubrir, azuzado por una incombustible curiosidad, los prohibidos derroteros de la droga y el sexo chungo. Pronto se introducirá en la escena poética, artística y musical del Village neoyorquino: lee sus poemas en la iglesia reconvertida en foro artístico de St. Mark’s Place, se mezcla con la fauna warholiana del Max’s Kansas, y publica sus poemas y prosa en revistas como Paris Review, Little Caesar, Big Sky o The World. Todo ello mientras persigue la próxima dosis, el siguiente refugio de dulce calidez desde el que templar la frialdad del mundo exterior.

En 1973, con solo 22 años, verá impreso su primer libro, Living at the Movies. Ese mismo año escapará de la gran metrópolis que le ha convertido en un yonqui más, por mucho que esta condición haya inseminado su obra literaria, para cambiar de aires e intentar la curación. Se traslada a California, instalándose en Bolinas. Se hace con un perro y escribe allí gran parte de su siguiente libro de poemas, The Book of Nods, al tiempo que se desintoxica alejado de la obsesiva sombra de Nueva York. Desde California, a través de la prensa, sigue el ascenso en los círculos rock de su amiga y alma gemela Patti Smith. El éxito de la huesuda, desgarrada poetisa de New Jersey debió animarle a reflexionar acerca de esa unión entre dos mundos, el rock y la poesía, que comparten la libertad total de ataduras formales, la expresividad utilizada como arma arrojadiza.

Unos párrafos inspirados en aquella época de transición recogen la siguiente reflexión premonitoria: ‘’Últimamente he estado considerando el escribir letras para algunos grupos de rock’n’roll. Ciertos amigos me han animado a ello durante años. Algunos incluso han sugerido la ridícula idea de que yo mismo cante estas canciones… ¡y lidere una banda! Me dicen que ven las posibilidades de esto cuando doy lecturas de mis poemas y diarios. En la forma en que me muevo. En el fraseo. Pienso que es cierto que un poeta poseería un sentido intuitivo del fraseo más fuerte con una canción rock… que hay una forma de meterse en las emociones de la audiencia simplemente por la combinación de una cierta frase, incluso una sola palabra, con un cierto acorde. Mi mente no alberga la más mínima duda al respecto. Pero siento respeto por la artesanía. Creo en la técnica… y mis habilidades como cantante serían un handicap tan grande que se necesitaría una nueva escala para que el resultado fuera menos que ridículo. Música sin melodía, en la que mi voz sería simplemente otro instrumento de ritmo, como un tambor’’.

Tras confesar que le horroriza la posibilidad de enfrentarse a una audiencia rock, que ya sufre bastante ante las pocas personas que asisten a sus lecturas poéticas, prosigue: ‘’Pero, llegados a este punto, ¿realmente necesito probar ante todo el mundo que soy un loco, y que parece gustarme ir por ahí cargando con el peso de los excesos sobre mis hombros, mis vísceras, mi frágil mente? En cualquier caso, aún tengo que destruir mis reflejos, endurecidos por el atletismo y la poesía. Sería mejor que lo hiciera. Son un vicio más que un don. Soy demasiado rápido; he utilizado esta rapidez para autodestruirme. La uso para robar cosas de mis propios bolsillos, mis propias manos, mis propias inclinaciones’’.

En 1978, publica una primera edición de The Basketball Diaries en una pequeña editorial de Bolinas. Dos años más tarde la poderosa Bantam lo reeditará y se convertirá en un best-seller underground: no es de extrañar dada la forma tan directa y vivaz que tiene de narrar lo vivido, con un lenguaje a la vez tierno, alucinado, sarcástico e inquietante. Ese mismo año 1978 visita al Patti Smith Group en San Diego, donde estos dan un concierto. Los teloneros tienen una mala noche, destrozan una guitarra y desaparecen; entonces Patti anima a Jim a salir a escena. Lee dos poemas, «Cruelty» y «I Don’t Live in my Body», acompañado por Bruce Brody al teclado y la Smith al clarinete. La experiencia le cautiva: la describirá como estar entre la espada y la pared, la energía de la música detrás, la del público delante. Sin darse cuenta, el poder del rock’n’roll le había desvirgado. Ya nada volvería a ser lo mismo; la suerte estaba echada.

Por casualidad, poco después topa con una banda llamada Amsterdam, por la ciudad donde se habían iniciado sus andanzas, aunque el único holandés de la formación ya se ha esfumado cuando les encuentra. Responden por Steve Linsley (batería), Wayne Woods (bajo), Terrell Winn y Brian Linsley (guitarras). La novia de Wayne, Suzanne Del Regno, se convertirá en la incansable road manager del grupo en los años venideros. Avezados ejecutores del riffarama básico del rock más urbano, muy influenciados en aquel momento por la emergente escena new-wave de San Francisco, le pidieron a Jim que escribiese algunas letras para sus metralleos de tres acordes, y éste aprovechó para proponerles que le acompañaran en un recital de poesía. Tan eficaz y contagiosa resultó la alianza que pronto entraban en un estudio de ocho pistas para grabar una maqueta; entre otras canciones que nunca aparecerían oficialmente, la demo contenía un esbozo primario de «Crow».

En su siguiente viaje a Nueva York, Jim presenta esta flamante maqueta a varios amigos, incluido el presidente de Rolling Stone Records, Earl McGrath, quien gratamente asombrado se la hace escuchar a Keith Richards. Keith alucina: la críptica y exclusiva fraternidad yonqui contaba con un nuevo hermano. Como consecuencia, Jim Carroll pasó a ser el único artista del sello, salvo por el bandido reggae Peter Tosh, que no era un canto rodado. Por contrato, contaban con la masiva distribución de Atco en Estados Unidos, y con la de CBS para el mercado europeo.

El lanzamiento del primer álbum se apoya en la conexión Stones como garantía sonora, y en The Basketball Diaries como salvoconducto intelectual. El libro recoge unos diarios escritos de los 12 a los 15 años, refinados literariamente a lo largo de los siguientes años, que reflejan como es el aprendizaje de la supervivencia para un adolescente que se curte día a día en las calles y cuya prosa parece, según la crítica, ‘’más negra que el cuero, más blanca que la heroína, multicolor como un arcoiris, cortante como una navaja y el doble de rápida’’. El elepé traduce esta verborrea al idioma rock con acerada prestancia, entre la coartada poética de Lou Reed o Patti Smith, la desfachatez de Johnny Thunders o Wayne County, y la urgencia característica del punk. Coproducían Earl McGrath y el desde entonces cotizadísimo Bob Clearmountain. Las críticas fueron muy positivas, motivando las expectativas del público rock más inquieto. Se presentaron en los clubs de Nueva York (My Father’s Place, Bottom Line, Trax, en este último con el mismísimo Kiz como invitado), telonearon a la J. Geils Band en una gira americana, aparecieron en los programas de televisión más enrrollados, hicieron su propia gira por clubs… El invento rodaba a la perfección.

3. En 1982 llegaba una segunda entrega, Dry Dreams, con un nuevo tándem de guitarristas, Paul Sánchez y Jon Tiven, sustituyendo a los originales. Repetía Earl McGrath en los controles, pero se había perdido en cierto modo el impacto de su debut. La música del grupo intentaba romper sus propios límites, ampliar su radio de acción, siempre tras las escaramuzas poéticas de Jim, empeñado en hacer pasar todo lo que caía en sus manos por lo que él llama la ‘’máquina literaria’’. Todo se complicaba un poco (en temas notables como «Lorraine», «Barricades», «Work Not Play», «Jody», «Jealous Twin») y esto diluía la fuerza corrosiva, la furia ciega de su antecesor. No es un mal disco, todo lo contrario, pero nunca llega a alcanzar el frenesí bestial de Catholic Boy, como si la banda hubiese quemado todos sus cartuchos en su primera salida a campo abierto. El mejor rock, está claro, no sabe de tácticas conservadoras: o lo das todo y te quemas, o mejor te dedicas a otra cosa.

Dry Dreams contaba como invitado de lujo con Lenny Kaye, gafoso historiador rock amén de guitarrista de Patti Smith, que había compuesto a medias con Jim «Still Life» y colaboraba con su curtida Fender en la grabación del tema. Unos meses más tarde, la salida de Tiven, propiciará la entrada como miembro fijo de Kaye. Y se suceden los conciertos, con un nuevo público, cada vez más joven, más pendiente de la descarga eléctrica, las filigranas poéticas. ‘’Una vez las canciones estaban grabadas, Jim florecía en escena’’, cuenta Lenny en sus notas para el citado CD. ‘’Era una improbable rock-star, y aún así su carisma inundaba la escena con un arte interpretativo que iba haciéndose más complejo a medida que las canciones se crecían y respiraban por si mismas’’.

Esta nueva formación registrará el álbum rock póstumo de la Jim Carroll Band, aparecido en 1984, el concluyente final de la trilogía: I Write Your Name. Siguen en manos de Earl McGrath, aunque han pasado de Atco a la casa madre, Atlantic. Además de canciones tan resaltables como «No More Luxuries», «Black Romance», «Love Crimes», «Freddy’s Store» o «Low Rider», el disco incluía por fin la versión con que acostumbraban a cerrar sus conciertos desde el principio, un tema que en cierto modo puede decirse que había inseminado todo el repertorio del grupo, la clásica «Sweet Jane».

Un nuevo guitarrista, Brian Marnell, que ya había colaborado en el álbum, reemplaza a Kaye. La muerte súbita de Marnell dejará al grupo consternado; le sustituye Adam Roth, y la Jim Carroll Band sigue en la carretera, de motel en motel, de bolo en bolo. Jim se cansará finalmente de esta vida fugaz, tal vez buena para la inspiración de un escritor, pero no para su producción más inmediata. Se agota su pasión por el subidón de adrenalina al salir a escena, la adicción a esa electricidad que mantiene sus palabras en el aire, ingrávidas, más potentes que nunca. Es hora de tomarse un respiro, tiempo de regresar a casa, a la página en blanco y la vida contemplada a través de lo cotidiano.

Reanuda sus lecturas públicas, en muchos casos acudiendo a los clubs del circuito rock, pues su reputación se lo permite. En varias ocasiones lee sus poemas junto a Lou Reed en veladas literarias que transpiran un inusitado aroma a rock’n’roll desnudo, sin ruido de fondo. En 1986 aparece The Book of Nods, otra colección de poemas, y un año después, en 1987, su editor le convence para publicar una secuela de sus famosos diarios. Esta segunda parte, titulada Forced Entries: The Downtown Diaries, resulta mucho más reflexiva, menos inmediata que su antecesora.

Forced Entries cubre el período 71-73, reencontrando a aquel muchacho despierto y voraz que, ahora, medra por el entramado social de los círculos artísticos de la ciudad: trabajando para Andy Warhol en sus oficinas de Union Square y poniéndose en manos de la oronda Brigid Polk, en el libro camuflada como Gloria Excelsior, para que esta trate de librarle de la heroína a base de diarias inyecciones de anfetamina; leyendo poesía ante públicos selectos junto a Bob Dylan y Allen Ginsberg, de quien se incluye una desternillante anécdota protagonizada por un revolucionado vibrador y su insigne pene; acudiendo a la consulta del Dr. Feelgood, para recibir su pico de sospechosas vitaminas, donde compartirá sala de espera con ricachonas envueltas en pieles y prohombres de la gran manzana. El libro documenta también su emigración a California, huyendo de los implacables fantasmas de la ciudad y la droga, así como su retorno a Nueva York, ya totalmente limpio, reencontrando su hábitat natural y sintiéndose como ‘’el último hombre vivo en la tierra’’.

Habremos de esperar hasta 1991 para recibir un nuevo disco, sólo que esta vez nos llega huérfano de música. Praying Mantis, lo que los anglos llaman spoken word, certifica que el poeta no necesita de amplificación eléctrica para impactarnos con sus sagaces juegos verbales. El álbum contiene recitados de viejos y nuevos textos, desvelando fehacientemente la dinámica cien por cien rock’n’roll de su expresión oral al desnudo. Son en su mayoría grabaciones en vivo de una de sus presentaciones en la St. Mark’s Church, y van desde lo exiguo (la totalidad de «Samplin’ Nietzsche» es como sigue: ‘’Nietzche decía, lo que no me mata, me hace más fuerte. Yo digo, lo que no me mata, me hace dormir hasta mañana por la tarde’’) hasta lo razonablemente extenso (la larga, cómica narración de la accidentada primera masturbación de un muchacho, relatada en «The Loss of American Innocence»), desde lo esencialmente poético hasta lo vivamente humorístico, siempre con el cortante filo de una voz que supura un velado sarcasmo, una tozuda vocación por desvelar la hipocresía que representa no confesar esos actos lujuriosos que seguro cometen los guardianes del orden y la moral (en este sentido, resulta ejemplar la ficción, urdida alrededor de su amigo el desaparecido fotógrafo Robert Mapplethorpe, que plantea «To the National Endowment of the Arts»).

Praying Mantis representa, en última instancia, un pasaje de ida y vuelta al corazón bohemio de la nueva Babel, y, como ya he dicho, la prueba de que, a Jim Carroll, le basta y sobra la palabra a secas para secuestrar la atención del oyente. Así lo insinúa el corte que titula la colección: ‘’¿Acaso necesitas música / Para rocanrolear? / Tan solo busca el ritmo / En tu corazón / Sube el volumen / A tope / Hasta que te encuentres ante mí / Cara a cara…’’.

4. La citada recopilación A World Without Gravity (Rhino, 1993) compila 18 temas extraídos de sus tres elepés rock, dos de ellos totalmente inéditos (el excelente «Differing Touch» y la maqueta «Plain Division»), más una versión en vivo de «City Drops into the Night» rescatada de un concierto de 1984. El librito de rigor contiene las letras de todos los títulos incluidos, las citadas notas a cargo de Jim Carroll y Lenny Kaye, y algunas fotografías.

Es el corto pero sustancioso testamento musical de alguien que quiso emprender la aventura del rock’n’roll llevado por esa misma curiosidad, esa misma pasión, que le habían llevado a vivir deprisa, muy intensamente, desde temprana edad. Quizá fuera todo un accidente, una coincidencia coyuntural, un proyecto que se desvaneció por falta de fe o ausencia de necesidad. Al revisar su obra me ha embargado la sensación de que, ahora mismo, tal vez Jim Carroll les parecerá trasnochado, otro discípulo de Rimbaud colgado de su propia decadencia, un producto tardío de la superada beat generation, a quienes leen a los autores más contemporáneos, la generación de plumíferos amamantada en el dirty realism y la narrativa pos-yuppy.

Pero sus reflexiones desprenden una cierta verdad universal que no caducará mientras existan grandes ciudades y la gente se vea obligada a sobrevivir en ellas. Hay algo en estos relatos urbanos de síndromes, desesperanzas, palpitaciones y excesos, en estos tensos pasajes suspendidos entre el dulce sueño inducido por la droga y la más cruda realidad, que sigue manteniendo, tantos años después, un muy especial latido. Por lo menos para mí. El mismo que imagino debía sentir en su pecho aquel muchacho pelirrojo que, subido a un tejado alquitranado, lanzaba sus palabras al firmamento y, arrogante ante tan grandioso decorado, esperaba una respuesta.

Texto: Ignacio Julià. Publicado en Ruta 93, marzo 1994.

 

  

5 Comentarios

  1. Donde puede conseguirse el libro???

  2. el libro yo lo compre hace tiempo en España, con el (terrible titulo) de «Diario de un rebelde«, y, peor, con Leonardo di Caprio en la portada, creo que igual lo puedes encontrar o encargar en La Casa del Libro, o igual en la web
    me ha gustado el articulo, que ya leí en su día en el Ruta, Patti Smith en una gira versión People who Died en su honor, tras la muerte de Jim Carroll
    saludos !!

  3. Pingback: Ruta 66 – ¿Sabes qué artículo fue el más leído en 2016 en tu web rutera?

  4. Este artículo es brutal!! Gracias!?

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