Papel

La Feria Del Mundo – E.L. Doctorow

 

Salvo por las versiones cinematográficas de Ragtime y Billy Bathgate, descubro a uno de los mayores autores estadounidenses del siglo pasado en esta autobiográfica obra publicada en 1985. El niño a través de cuyos sentidos iremos descubriendo el todavía limpio, monumental, industrioso y moderno Nueva York de finales de los años treinta no puede ser otro que el autor de la reciente Homer y Langley. Hasta se llaman igual, Edgar. Siendo el benjamín en una familia judía del Bronx, en la todavía bucólica periferia de la milagrosa cosmopolis, es natural que su contrapicado punto de vista sea hacia un mundo por descubrir, el de la realidad que va dejando atrás el confort de la niñez, los afectos traicionados por recriminaciones y soledades compartidas.

Una perspectiva en todo caso nada ingenua, que trasciende la sorpresa de lo nuevo entre fantasías púberes y una activa especulación. Son los modelos una madre frustrada en su confinamiento doméstico, el padre progresista y algo tarambana que trabaja en una tienda de radios y discos de Manhattan y casi nunca para por casa, un admirado hermano mayor distanciándose misteriosamente, la clasista abuela que desprecia injustamente a su nuera. El contrapeso a esa realidad lo da la inminencia del bravo y moderno mundo que promete la Exposición Universal del título, cuestionado únicamente por la tristeza ante el hostigamiento al que le someten los gañanes del barrio por hebreo. Esta situación inconfesable, en una América que se ve a sí misma radiante y en marcha, corre paralela a la ascensión del nazismo y el presentimiento de una guerra. Pese a todo ello, gana el embelesamiento ante los episodios de otra iniciación a la vida adulta, el inesperado día en que las chicas dejan de parecer inexistentes y comienzan a desvelarnos su misterio. Cuando finalmente llegamos, con los ojos tan abiertos como el menudo protagonista, a La Feria del Mundo, hemos entrado nuevamente en la pubertad junto a él. Doctorow teje los distintos planos narrativos desde la primera persona —se intercalan tres capítulos donde quienes nos hablan son madre, tía paterna y hermano—, logrando esa rara perfección que abre ventanas a un mundo ajeno en tu propio interior, desvelando una emotiva transparencia literaria.

Ignacio Julià

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