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Eddie Cochran, Venga, tíos, el queli está libre y los viejos se han pirado

Ese trío de ases rocker que forman «Summertime Blues», «Something Else» y «C’mon Everybody» mantienen vivo el recuerdo de quien firmaba autógrafos añadiendo de su puño y letra ‘’Don’t forget me’’. No le hemos olvidado, la prueba en estas páginas que analizan en profundidad su fugaz carisma.

‘’Hay tres pasos para alcanzar el cielo’’, trinaba desprevenido Cochran, precoz Séneca, en «Three steps to heaven». Tres pasos también para hacernos el sueco, proseguía dicha canción —grabada sin sospechar que le restaban tres meses de vida—, ante lo feas que a medida que nos hacemos adultos se pueden poner las cosas. El primer paso consistía en encontrar una chica a la que querer, el segundo que la chica en cuestión se enamorara de ti. El tercero, besarla y estrecharla con fuerza. ‘’La fórmula para llegar al cielo es muy simple/sigue las reglas y lo verás’’. Simple no, simple de remate, simple hasta la extenuación. No es que entonces los chavales fueran más canelos de lo que siempre han sido y serán, o que precisaran de otro tipo de paliativos para calmar el déficit sexual, es que los tiempos eran distintos. En aquellos años y en aquellos lugares, finales de los cincuenta, en la América que en expansión cultural e ideológica empezaba a preocuparse de comprar el mundo y no de conquistarlo, el adolescente soñaba despierto. Podía permitírselo. Sus más acuciantes problemas existenciales consistían en agenciarse un buga y una novia. Blancos, sanos y con viruta que malgastar, hijos de una bonanza económica que bien había valido tomar parte en una sangrienta contienda, los chavales a los que se dirigía Cochran no eran rebeldes con causa, y si lo eran, la causa no residía en otra cosa que su condición de últimos monos de la pirámide social dominante.

No estaban en edad de votar, como se les recordaba en «Summertime Blues». No pintaban nada. Apostaría las muelas que me quedan que a muchos ya les iba bien así. Plácida, despreocupada vidorra la de los vástagos de la recién inventada clase media. ¿Para qué cambiar? Tan aleccionador del oportunismo como Chuck Berry, Cochran se manifestaba indolente en sus letras, raudas viñetas de hedonismo capitalista cuyos protagonistas son en esencia haraganes («Cottonpicker»), tramposos («Cut Across Shorty»), victimistas («Summertime Blues») o consumistas («Something Else»). Cultiva Cochran el héroe que tiene algo que ‘’no está escrito en los libros’’ y también guarda palabras amables para el que se le ha acabado o no ha podido vivir del cuento. En cualquier caso, son personajes que no por planos dejan de hablarnos de un hombre de origen campesino que aprende deprisa y vive la vida con plenitud, un hombre dispuesto a zampársela tranquilamente apenas cumplidos los veinte. Está en la cúspide, y desde allí dispensa optimista escapismo y falsa oposición, también romanticismo, a un mundo hambriento de francachela. Se diría que ese mundo de burbujas está hecho a su medida, como un flamante traje recién salido de la sastrería.

 

Carne de fábula que las circunstancias y la historia han preservado en ese único instante de gloria inabarcable que es lo eterno, Eddie Cochran (Albert Lea, Minnesota 1938, si bien otras fuentes señalan Oklahoma City) podría ser fácilmente acusado de usurpador pese a figurar entre los más prolíficos y laboriosos practicantes del género. Mimetizador de estilos ajenos, empezando por un Elvis que le marcaría profundamente, siguiendo por todos aquellos artistas con los que salió de gira… Buddy Holly sin ir más lejos, como puede comprobarse fácilmente en «Teresa»; Cochran protagonizó una evolución que le llevó de la banalidad melódica de Gene Vincent —preponderante todavía en su primer y único elepé oficial—, al rockabilly clásico de Presley en la Sun, hasta diseñar un tardo-rock’n’roll que como prueba el bajo de «Something Else», a cargo de Connie Smith, el más longevo colaborador de Cochran, transportaba genes punk. Tópico e impreciso, el arquetipo construido alrededor de Cochran le señala sin embargo como ejemplo clásico de la segunda oleada de fifties rockers, cuando en muchos aspectos resulta una excepción a la regla.

Ciertamente, dada su prematura muerte, la malvada industria discográfica no tuvo tiempo de malearlo. No sabemos pues que habría sido de él, de haber regresado a los Estados Unidos tras una gira triunfal por Inglaterra, si un accidente automovilístico no llega a inmortalizarlo contando veinte años. ¿Se habría consagrado en su país?, ¿hubiera sido inmune a la flatulenta decadencia que consumiría a Elvis y tantos otros?, ¿habría acabado amargado por las secuelas físicas del accidente, como le sucedió a su amigo y compañero de colisión Gene Vincent? Sólo sabemos que cumpliría los sesenta y nueve este pasado mes de octubre. Lo mismo podía haberse personado hace dos días en algún festival veraniego que estar a punto de hacerlo en el circuito revival de Inglaterra, donde tanto se le ha querido y se le quiere todavía. Así de fácil es imaginárselo, viviendo de las rentas del pasado y magnificando su declive ante públicos incondicionales y demasiado reaccionarios para admitir la triste realidad del rock&roll en la edad senil. Pero sería suponer más de la cuenta.

En su contra tiene también una carrera breve, de apenas cinco años, durante la que sólo consiguió dos éxitos propiamente dichos, «Sittin’ in the Balcony», una versión, que tardó año y medio en llegar, y «Summertime Blues». Después de eso, nada. Responsable en parte fue su discográfica, por confinar en la cara B de singles los que a la postre serían sus temas más difundidos —desde «C’mon Everybody» hasta «Cut Across Shorty»—, por superponer violines en su tremenda versión de «Hallelujah! I Love Her So», por cultivar su vertiente mas donjuanesca y crooner… Sin embargo, la mayoría de su material publicado puede escucharse todavía tan espontáneo, e influyente, como el primer día. Además, gran parte de ese quinquenio transcurrió entre las cuatro paredes de los Gold Star —Phil Spector y Brian Wilson fabricarían también allí algunos de sus mas conocidos éxitos— y otros estudios de Los Ángeles, donde Cochran grabó abundante material inédito que actualmente sigue manando con regularidad, sin que la calidad decrezca. Entra dentro de lo posible que de no haber dejado un bonito cadáver y poder vivir menos deprisa, la carrera de Cochran hubiese alcanzado la madurez, incrementándose su significancia. Pero ni siquiera de esto podemos estar seguros. Lo único cierto es que de no trasladarse su familia a un suburbio industrial de Los Ángeles, una ciudad que contaba con industria musical propia —y competentes músicos negros de sesión que, como el batería Earl Palmer y el saxofonista Plas Johnson, serían decisivos en la talla del rock&roll de la Costa Oeste—, puede que a estas alturas Cochran siguiera vivito y coleando, pero recolectando patatas en una granja de Oklahoma.

Cochran era sin duda uno de los artistas más completos de su generación. Dominaba la guitarra eléctrica, su voz le pertenecía y escribía la mayor parte de sus canciones. Ávido estudioso de la música, llegaría a la conclusión de que el proceso de grabarla era su asignatura predilecta. Tantas horas de clausura en los estudios Gold Star despertarían su natural curiosidad, permitiéndole adquirir unos conocimientos con los que pensaba dedicarse exclusivamente a la producción de terceros, ejerciendo así mismo de compositor, músico y arreglista. Pulcro y potente, sintético, el sonido con el que experimentaba es susceptible de augurar otras coartadas para seguir considerándolo contemporáneo. Verbigracia, la inmaculada sencillez de «Summertime Blues», construida sobre bajo, palmadas y guitarras acústicas; o el sabio empleo del eco. Todo señala que, siendo Cochran la clase de hombre que parecía ser, nada le impedía supeditar su popularidad como artista a una faceta, la de productor, en la que según todos los indicios se habría encontrado la mar de cómodo.

El personaje no resultaba amenazador. Todo lo contrario. Sonriente, franco, saludable, varonil. Inspiraba confianza. Hablamos de un limpio sex-symbol, erótico icono de los que ensimismaban a Terenci Moix. Daba todo el tipo para entrar en Hollywood y pasarse allí una larga temporada. El éxito le había llegado a cucharadas, poco a poco, sin subírsele a la cabeza. Observaba una vida ordenada, sin escándalos ni vicios conocidos. Tenía novia formal y era adicto al trabajo. Nada le distraía de sus intereses. Firme y lisa, la imagen pública que proyectaba podía ser la verdadera. Precisamente por eso, su enigma es aún mayor. ¿Puede haber alguien tan perfecto, sin fisuras interiores ni ciénagas morales en las que hundirse a solas?

Del mismo modo que nada hace pensar que el éxito de Cochran se sustentara exclusivamente en sus ventas discográficas —las giras acabarían llenando el 90% de su agenda—, tampoco debe darse por hecho que el de Cochran fuera el único talento involucrado en esta historia. En 1955, hallándose todavía en fase hillbilly con el dúo The Cochran Brothers, Cochran se asociaría con Jerry Capehart, un compositor novato que andaba buscando a alguien que maquetara sus canciones. Decisivo encuentro, pues Capehart conduciría a partir de entonces su carrera, consiguiéndole para empezar un primer y enérgico single en solitario que aparece en 1956. Es ese un año prolífico. Capehart, que acabará siendo su mánager y con el que co-escribirá varios de sus mejores temas (desde ese primer single, «Skinny Jim», hasta «Summertime Blues» y «C’mon Everybody»), firma contrato con una editorial musical por el que dispone de tiempo de grabación ilimitado. En ese periodo Cochran desarrollará su pericia a la guitarra, interviniendo de rítmica en incontables sesiones ajenas para distintos sellos que Capehart crea.

La habilidad negociadora de Capehart y la fortuna mediarán para que «Skinny Jim» llegue a las oficinas que el sello independiente Liberty ocupa en Sunset Boulevard. Fundado en Hollywood un año antes por el sureño Al Bennett, Liberty tenía su cuota de mercado pop gracias a Julie London y posteriormente Johnny Burnette, pero todavía andaba buscando su propio Elvis. Con Cochran tardaría dos años en rentabilizarlo, y para entonces, 1958, el rock&roll y sus primeros astros —Berry, Richard, Holly, Diddley— entraban en crisis. No deja de ser paradójico que en ese preciso lapso Cochran consiga afianzarse con «Summertime blues». El éxito le pillaba fuera de contexto —consideremos que Presley cae en las fauces de RCA un mes antes de que Cochran fiche por Liberty, también que su primera gira internacional es la misma que en Australia vio abdicar a Little Richard—, y sólo después de que Liberty le consiga dos estratégicas apariciones cinematográficas, en The Girl Can’t Help It, Presley ha rechazado antes la oferta, y Untamed Youth. En esa condición de one-hit-wonder —no sucederá mucho con «C´mon Everybody» ni con «Somethin’ Else», sus dos últimas entradas en Billboard—, deja América para embarcarse con Gene Vincent en una gira británica que iniciada a principios de 1960 hollará profunda huella en varias generaciones de músicos ingleses, desde Kinks, Move —le dedicarían todo un EP de versiones— y The Who hasta Marc Bolan; no por casualidad cargó el sumo bolanita con la guitarra de Cochran hasta la limusina que esperaba al americano al finalizar el concierto de la noche anterior a su muerte… puede que aquello le inspirara «One Inch Rock». Más casual se presume el hecho de que el fundador de T.Rex falleciera también en un accidente de tráfico, estampándose contra un árbol.

No salta el charco Cochran sin antes rematar sus últimas grabaciones oficiales para Liberty, «Three Steps to Heaven», «Cherished Memories» y «Cut Across Shorty», en las que le acompañan los Crickets de Buddy Holly que han sobrevivido al accidente aéreo en el que un año antes fenecen su jefe, Richie Valens y el Big Booper (Cochran les dedicó el tema «Three Stars», sollozando desconsoladamente en la estrofa dedicada a su camarada Holly, con el que había compartido no pocos conciertos y escarceos motociclistas).

«Somethin’ Else» había llegado en Inglaterra al sexto puesto de las listas, y allí, donde la subcultura teddy boy concede asilo al rock&roll mientras en EE.UU. se le da sepultura, transcurren cuatro intensos meses repletos de apariciones televisivas y radiofónicas —abundantemente documentadas en audio y video—, sedimentándose la popularidad que desde entonces han disfrutado ambos rockers en el Reino Unido. El 17 de abril de 1960, camino de Bristol a Londres, donde al día siguiente deben despegar desde Heathrow, Eddie Cochran y su novia Sharon Sheeley para regresar a casa y Gene Vincent en tránsito a Paris, el taxi en el que viajan se sale de la carretera en las afueras de la pequeña ciudad de Chippenham, impactando contra una farola. Cochran fallece debido a severos daños cerebrales y el taxista es acusado como responsable de su muerte por exceso de velocidad. Una multa de cincuenta libras, quince años privado de conducir y seis meses de prisión es su castigo.

 

A Cochran le aguardaba en Los Ángeles otra exhaustiva tanda de grabaciones que ya estaba programada. Se preparaba también su aparición en el programa televisivo de Ed Sullivan, y, después de eso, debía reunirse de nuevo con Vincent para asestar el golpe definitivo en Inglaterra con otra gira de diez semanas. Al mes siguiente de su muerte aparecería el single «Three Steps to Heaven», numero uno en Inglaterra pero incapaz de rozar el Top 100 en Estados Unidos. Cuatro años tardó en publicarse allí su primer álbum póstumo, My Way, pero desde entonces las grabaciones inéditas que han ido viendo la luz, casi todas ellas en el sello británico Rockstar, quintuplican la producción oficial.

Puede explicar tanta devoción el hecho intrínseco de que lo que fundamentalmente le diferencia de otros es su sentido de la posesión. Para Cochran, aquella era su música. No era algo instintivo, como el latrocinio negro de Elvis, ni coyuntural, como lo de Bill Haley. Cochran pertenecía a otro tiempo y otra generación —Berry y Richard le llevaban más de diez años, mientras que sólo era un par de años mayor que Zappa y Lennon—, su visión es por lo tanto consciente pero no menos dinámica, cuenta con el grado justo de arrogancia, dispone de humor y entusiasmo, y, sin inventar nada de peso, ejercita un original sentido de la reconstrucción que le vacuna contra esa matriz oldie automáticamente traducible en anacronismo. No hay nada de vetusto en esos grandes aggiornamentos rockabilly («Teenage Cutie», «Sittin’ in the Balcony», «Long Tall Sally» —sí, la de Penniman—, y el mejor, «Twenty Flight Rock»), ni en esas esculturales baladas aptas para adultos («Never», «Think of Me»), ni por supuesto en su trilogía de ases («Summertime Blues», «Something Else» y «C’mon Everybody», así como derivados del calibre de «Weekend» y «Cut Across Shorty»). Y de los varios factores que preservan moderno a Cochran, en vanguardia figura esa electrificante y corpulenta guitarra a la que tantísimo debe Brian Setzer, que tiende en el instrumental «Eddie’s Blues» un puente entre Chuck Berry y Jeff Beck digno de Calatrava; capaz así mismo de reducir a brasas «Milk Cow Blues» y de desenvolverse en diferentes matices. Como esa camaleónica voz, tan pronto felina como profunda, indistintamente de muchacho y hombre. Resulta desconcertante escucharle hablando en alguna de las entrevistas que concedió en Londres. Brota allí un registro socarrón, el de alguien con mucha confianza en si mismo, despierto y determinado, alguien que ha vivido el doble de lo que aparenta, frío y profesional tras una cortina de compacta simpatía. Me ocurre lo mismo con sus fotos. Su rostro nunca parece el mismo. En unas destella un brillo melancólico en su desvalida mirada, en otras los ojos delatan una voluntad maliciosa y narcisista, movida por esa vanidad que propulsa a todos los egos.

Se palpa esa personalidad incisiva en sus grabaciones en directo. Su paso en febrero de 1960 por el programa televisivo Boy Meets Girls, por ejemplo, rescatado en el elepé On The Air, redunda en una sublime, agresiva exhibición. «Something Else» avanza hasta situarse entre la Velvet y Sex Pistols, en una polvareda de ferocidad punk que también se lleva por delante a «Sweet Little sixteen». Y en «Money Honey» se siente la autoridad de un intérprete que nunca se contentaría con imitar a Presley. Ni a Frank Sinatra, al que, con resoplante orquesta y coros femeninos, pega fuego en «I Don’t Like You No More». No se me ocurre mejor introducción al que seguramente era el verdadero Cochran, ni mejor despedida a ese fuero interno al que nunca tendremos acceso, que ese coloso del escenario atrapado en el mágico ámbar de una fuerza impulsora propia. La misma que, según dicen, debía empujarle hasta el final de la noche cuando salía de juerga con los hermanos Burnette.

Jaime Gonzalo

Publicado en Ruta 243, noviembre 2007

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