Encuentros

Todd Rundgren: El Individualista en el laboratorio

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Su larga carrera es un prolífico laberinto de exquisiteces y despropósitos, un prodigio de talento melódico e invención sonora, un péndulo que va de los más entrañables hits radiofónicos al más oneroso prog-rock. Todd al teléfono desde el siglo pasado.

Ahora que su etapa clásica, once álbumes en total más el doble recopilatorio Go Ahead, Ignore Me: The Best of —orientativo de su maestría pop pero poco representativo de sus otras facetas—, es reeditada en CD para el mercado europeo [1999], parece el momento oportuno para reescuchar o descubrir a este artista todoterreno, y por lo tanto de trayectoria irregular, comparado ya en sus primeras obras a Brian Wilson y Smokey Robinson, John Lennon y David Bowie. En esta música, siempre deleitosa y sorprendente aunque inabarcable en su totalidad para el gran público, las fórmulas del pop son moldeadas sin recato por un creador total que gustaba de grabar sus discos a solas y experimentar con los aparatos. Un claro precedente de tanto Juan Palomo actual, el artista que fue Prince antes de que este perdiera el nombre.

Esencias de British Invasion, rock americano, Motown y Philly Soul, cucharadas de surrealismo y psicodelia, melosas baladas, ritmos latinos y sonoros desvaríos, todo enhebrado por un músico que había iniciado su carrera discográfica a finales de los sesenta en Nazz, banda de Filadelfia —ciudad donde nació el 22 de junio de 1948— que por lo visto pronto se le quedó pequeña. Decidido a trabajar como productor bajo el patrocinio de Albert Grossman, ve sorprendido como unos primeros elepés registrados por pura afición le reportan éxitos en listas y la consiguiente demanda para salir a tocarlos ante público. Sin haberlo pedido, Todd iba encaminado a ser otra deslumbrante rock-star setentera, cosa que, afortunadamente para su equilibrio personal, ocurrió solo a medias por su independencia de criterio y documentada egomanía. Los álbumes ahora rescatados cuentan pues la historia de alguien que tuvo en sus manos el material con que se construyen los sueños y los desestimó para seguir adelante en su personal travesía.

En todos estos años no ha olvidado su vertiente de productor, lo demuestra que siga recibiendo opulentos cheques por su participación en el blockbuster debut del obeso histrión Meat Loaf. Sin ir más lejos, este año 1999 producirá tres discos, incluyendo el nuevo Bad Religion. Su reputación en este aspecto, denunciada por músicos maltratados como Badfinger o XTC, es la del ogro intratable. Su otra gran pasión, la informática, asunto que le apasiona desde los sesenta, le ha mantenido ocupado estas últimas dos décadas. A finales de los setenta fundó su propio estudio de video computerizado en Woodstock —ubicación del sello Bearsville en el que grabó estos elepés—, durante los ochenta trabajó con ordenadores y realizó giras acompañado por una máquina, en los noventa fue pionero de Internet —su página ofrece a los visitantes nueva música a cargo de Todd Rundgren Interactive— y profetizado algunos de los males que aquejan a la industria.

Precisamente hacia esos derroteros virará nuestra amable y fluida conversación telefónica. Instalado felizmente en Hawái después de una larga estancia en el area de San Francisco, Todd acaba de regresar de una gira junto a Ringo Starr —al que describe como ‘’un tipo afable al que básicamente le gusta pasarlo bien’’— en la que ha ejercido de guitarra solista. En la formación, Jack Bruce al bajo y Gary Brooker a los teclados; en el repertorio, además de «Yellow Submarine», clásicos de Cream y Procol Harum.

 

En los últimos años has trabajado básicamente con ordenadores, ¿qué sientes al ver tu etapa clásica reeditada?

Pensaba que ya estaban reeditados, pero la verdad es que solo estaban disponibles en CD en Estados Unidos. He seguido haciendo discos desde entonces, en los ochenta con Warner, aunque hayan sido editados esporádicamente. Sabía que había gente que seguía interesada en mi música, pero me sorprendió la respuesta obtenida por estas reediciones. Mi impresión era que no había nada que reeditar, que aquella música ya había pasado a la historia.

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¿Se debe este interés a que te adelantaste a tu época, utilizando el estudio como instrumento?

Quizás eso tenga algo que ver. Pero la filosofía general de la música ha cambiado, podría decirse que ahora hay más estilos y que la música es un poco más experimental, en particular en el hip-hop, el llamado techno o la electrónica. Se rompen más las reglas, se establecen nuevas fórmulas. Siempre me interesó hacer lo que los demás no hacen. Tal vez se deba a que mi catálogo es muy ecléctico, contiene técnicas y elementos estilísticos que son mejor comprendidos hoy. En aquella época se quejaban si metías sintetizador, pensaban que estabas tocando un juguete, no haciendo música real.

En los tres primeros elepés, hasta el magistral Something/Anything (1972), asimilas y dejas atrás tus influencias. ¿Fue un trayecto placentero?

Cuando hice mi primer álbum no pensaba en absoluto como un artista. El disco sirvió para quitarme de encima mis ansias experimentalistas, después de aquello quería dedicarme a producir discos de otros artistas. Y publicar algo propio muy de vez en cuando, como el Alan Parsons Project [risas]. No imaginaba que iba a salir a la carretera para tocar mi propio material y que algunos de mis temas serían hits, como lo fueron «I Saw the Light» o «Hello It’s Me». Fue una sorpresa. Me gustaba hacer música y estar en el estudio, tenía mucha libertad para experimentar y aprender. Siempre fui muy ignorante del mercado, no me preocupaba por la promoción, solo me interesaba el siguiente proyecto. Era una actitud muy distinta a la de mis coetáneos, que primero se hacían un nombre en vivo y luego grababan un disco para promocionar sus actuaciones. Yo entraba en el estudio y ni me planteaba salir a tocar aquellas canciones.

¿Hubieras preferido no verte forzado a actuar, permanecer en la sombra del estudio?

Fue algo inesperado y en cierto modo difícil, porque no tenía mucho fuelle como cantante y me faltaba confianza para actuar ante público. Ya había actuado en vivo en bandas, pero solo era el guitarrista, lo que me parecía perfecto; ser el centro de atención y cantar fue muy difícil los dos primeros años. Con el tiempo, si lo haces lo bastante, ganas nuevas energías, y mejora la calidad de tus discos; en el estudio no se aprende a cantar, si te cansas lo dejas, mientras que en vivo tienes que seguir cantando. Me desarrollé como cantante e intérprete, e incorporé esto a mis elepés. También empecé a tocar con otros músicos y acabé formando una banda, Utopia, que llegó a grabar sus propios discos. La oportunidad de tocar con otros músicos hace que veas si tu música funciona o no, pues si les gusta a ellos posiblemente le gustará al público. Tampoco se trata de amoldarse a lo que pide el público, es más importante tener claro lo que quieres hacer y esperar que finalmente la gente lo reconozca.

Dicen que A Wizard, A True Star (1973) es la plasmación de tu experiencia con drogas psiquedélicas.

Siempre admití que las drogas lo inspiraron, pero no necesariamente durante la grabación. Mi intención era crear en el oyente un estado mental semejante a un flujo de conciencia y no al filtro formal que el día a día impone al raciocinio, así que adopté algunas reglas: no tenían porque ser canciones, podían ser breves fragmentos de sonido y otras cosas mezclándose en un discurso casi inconsciente, a veces confluyendo en canciones y otras no. En general adoptó el ritmo de un viaje psiquedélico, empieza frenético y desorientador para irse haciendo más lúcido. Pero no tomamos drogas en el estudio, tenía que interpretarse de una cierta forma o el resultado no me hubiera satisfecho.

Con el infravalorado Todd (1974) llegaste a tu segundo doble álbum, ¿realmente eras tan prolífico?

En aquella época estaba solo, no tenía hijos, ni grandes responsabilidades. Mi vida entera era la música, no tenía otras aficiones, como ahora los ordenadores. Cada día me levantaba, pensaba en la música que quería hacer y la grababa en nuestro propio estudio, Secret Sound. Hacíamos música todo el tiempo. Podría volver a hacerlo por un corto periodo de tiempo, pero el problema es que tengo cuatro hijos, una familia, y otros proyectos que atender. Tampoco estoy en una capital, en aquella época disponíamos de un estudio en el centro de Nueva York y podíamos invitar a quien quisiéramos, ahora vivo en Hawái y es más difícil traer gente hasta aquí. Dicho esto, ahora tengo la libertad de hacer discos con mi ordenador y unos cuantos samples, ensamblar música a partir de todas esas piezas sin la necesidad de entrar en el estudio.

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¿No añoras el sonido real de una guitarra acústica o un piano?

Bueno, poseo un piano y lo he tocado cada noche con Ringo los últimos dos meses, así que no puedo añorarlo. Además, la música local de Hawai es más acústica que en otros lugares, aquí no saben nada de techno. Es maravilloso vivir en este paraíso, hay un gran interés por la música autóctona. Muy cerca de mi casa está una radio pública a la que voy a pinchar los discos que quiero cuando quiero. La escena local es muy abierta, bastante sofisticada, y está atrayendo a muchos músicos, como yo mismo o Peter Buck de REM, que descubren las ventajas de vivir en un lugar como este.

Desde tu privilegiado punto de vista, ¿cómo has visto la evolución del negocio rock?

Lo he visto pasar de moderadamente lucrativo para un relativamente pequeño grupo de gente, a la gigantesca industria en que se convirtió a finales de los setenta. En los noventa lo he visto llegar a la cima de la montaña y luego caer pendiente abajo; se atribuye a Internet, que sin duda es un factor, pero también es resultado de que lleva mucho tiempo funcionando y se ha hecho demasiado grande. Se pusieron a firmar contratos a todo el mundo, pero la mayoría de esos discos ni siquiera se escucharon, porque las discográficas viven demasiado pendientes de los superventas. Quieren artistas gigantes que vendan veinte millones de discos y les mantengan. Las ventas han caído en picado y resulta muy interesante ver a esa invencible industria asustada y sin saber cual es el futuro. Creo tener conocimientos que ellos no tienen, pues llevo varios años trabajando con Internet, tratando de convencerles de que ese va a ser el nuevo modo de distribución, como la televisión por cable. El disco en si mismo es lo que debe desaparecer, porque se fabrican cien mil discos para vender veinte mil, y el producto remanente es desecho. Además, irónicamente, cuanta más música pones en un disco, menos satisfecho está el público; porque darle a la gente sesenta minutos de música no garantiza la calidad, los discos son más largos pero a la gente siguen gustándole dos o tres canciones. Con Internet cada persona podrá tener su propia emisora de radio tocando solo las canciones que quiera escuchar.

La industria patalea cuando debería estar poniendo en marcha su propio sistema mp3 de alta fidelidad.

Exacto. Todavía no lo han pillado, porque la única forma que conocen de vender música son los discos, con ellos miden las ventas. Al final la distribución de música será como la televisión por cable, porque la gente quiere escuchar música y sus ingresos solo les permiten acceder a una pequeña porción de la música que se hace. Imagina que solo puedes comprar un CD al mes: aquí en Estados Unidos, por el mismo precio, tienes televisión por cable y puedes escoger entre una gran variedad de canales. ¿Por qué no podría hacerse lo mismo con la música? Pagas una mensualidad y escuchas toda la música que quieres, y los artistas que escuchas reciben una compensación. Eso implica muchos cambios en infraestructuras y en la forma en que se paga a los músicos. ¿Qué ocurriría si una gran empresa comprará toda mi música durante un año por un millón de dólares para utilizarla como reclamo publicitario o para regalarla con sus productos? Ganaría más dinero que intentando vender mis discos. Lo que la industria discográfica más teme son los músicos independientes, aquellos que no necesitan a las discográficas para hacer llegar su música al público.

¿No habrá también un vacío de talento, de creatividad?

Obtener un contrato discográfico se hizo demasiado fácil. Y hacer música lo mismo. Además, después de haberse producido tanta música existen demasiadas fórmulas. También ocurre que cuando aquellos jóvenes de mi generación, que crecieron con música que significaba mucho para ellos, se convirtieron en los principales consumidores, toda esa música pop pasó a ser la banda sonora de nuestro estilo de vida. Está en los anuncios de televisión, en todas las películas, en los locales públicos sonando de fondo, cuando en los sesenta era parte de un gueto, casi no salía por televisión, ni en el cine. Ahora se empieza una película buscando artistas para la banda sonora, y a menudo el disco de esta hace más dinero que la película misma.

 

Texto: Ignacio Juliá.

Publicado en Ruta 66 nº152, julio de 1999

 

 

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