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El Cabrero, cantaor o rockero

ElCabrero

Miércoles 21 de mayo. 11.45 de la mañana. Eduardo Izquierdo me notifica que va a requerir mi presencia el viernes 23 para la presentación de “Debo ser muy buena presa”, su último libro, en la Feria del Libro de Sevilla. En primer lugar me siento halagado y honrado. Edu y yo no nos conocemos personalmente, pero valoro profundamente su trabajo, que sigo desde hace años, y me siento en deuda con él por dedicarnos a mí y a mi banda bellas palabras en la web de la revista musical Ruta 66 a raíz de la publicación de nuestro primer disco, “Guillermo Alvah y Los Predicadores”. Tras ello rápidamente me asalta el temor… ¿qué sé yo de El Cabrero? Es más ¿qué se yo de flamenco? O más ¿me he leído acaso el libro? El autor, como hombre cortés que es aplaca mis miedos: “no te preocupes, léetelo, que es cortito, y habla un poco de las referencias al rock que se apuntan en la novela” Eso me tranquiliza, es mi campo y supongo que no habrá problemas. Dicho y hecho, leo y disfruto de la obra. Disfruto porque es un libro maravillosamente escrito, ameno y seductor, y sobre todo porque me hace llegar experiencias que por mí mismo quizás no hubiera llegado a descubrir.

 

Recuerdo que la primera vez que escuché hablar de El Cabrero fue en mi adolescencia, cuando en un directo de Reincidentes Fernando Madina presentaba a alguien (cito textualmente) “que no tiene nada que ver con el rock & roll pero que hemos llamado porque pensamos que expresa nuestros mismos sentimientos, inquietudes e ideas. Por esa conexión, con todos ustedes un cantaor, El Cabrero”. Y allí, en mitad de un disco de punk rock en directo, una voz, a cappella, se elevaba como la sombra de una montaña, haciendo enmudecer a un público que a priori se encontraba muy lejos de su discurso musical. Y comenzó a hablar de los hijos de los jornaleros, que nacerán con el puño levantado, y de una voz que recorrerá los montes y los barrancos hasta apoderarse de los campos. Han tenido que pasar diez años aproximadamente para que haya podido acercarme a la figura que se escondía detrás de esa voz rocosa y polvorienta. Por supuesto no voy a hacer biografía teniendo en cuenta que la mayoría de los presentes la conocerán, y probablemente bastante mejor que yo, pero si haré unos leves apuntes que me ayudarán a levantar mi discurso: quizás no haya rock & roll en las formas de El Cabrero, pero si en el fondo. Solo hay que mirar con cuidado y sin complejos.

 

Hijo y nieto de cabreros, José Domínguez Muñoz nace el 19 de octubre de 1944 en Aznalcóllar, provincia de Sevilla. A través de su padre heredará el oficio que le dará nombre, El Cabrero, y a través de su madre, toledana, aprende el arte que le dará la fama: el cante flamenco. Quién sabe si a partir de su mirada profunda y de su contacto con la tierra, de su corazón sereno y flamígero a la vez (recordemos que una de las etimologías del término flamenco lo entronca con “flamancia”, del léxico de la Germania que proviene de “Flama” y que hacía referencia al temperamento fogoso de los gitanos), quién sabe si por todo ello, José desarrolla esa lírica del desarraigo que lo hará único, poniendo voz al servicio del dolor de aquellos que no tienen nada porque nunca lo han tenido, o de quienes si lo tuvieron pero se lo han arrebatado. Como Dylan, como Johnny Cash, como Woody Guthrie. No hay que ser ningún lince para ver que José comparte la temática del folklore norteamericano de base humanista, influido por el comunismo, el socialismo y las doctrinas libertarias. “Piden tierra y se la niegan”, canta José. “Mientras que haya un hambriento que no hablen de igualdad, ya se encarga el capital la monarquía y el clero de que haya desigualdad”. Woody Guthrie canta: “Bajo la sombra del campanario vi a mi gente, esperando en los comedores, aguardando hambrientos, y me pregunté ¿no fue ésta tierra acaso creada para nosotros?”.

 

Eso es lo que distingue al verdadero artista: la mirada, la forma especial de ver el mundo y su capacidad para transmitir dicha experiencia y, en el mejor de los casos, cambiarlo o influir en él. Y José la tiene. Esos ojos que otean el campo y su devenir, la tierra y sus gentes. José aúna esa mirada con su conocimiento y amor por el flamenco. Desarrolla nuevas formas, nuevos caminos, moldea los géneros y palos, desde el respeto a la tradición, porque para él el flamenco siempre ha sido, musicalmente, parco y puro, árido, guitarra y voz, toque y duende. Como para Johnny Cash lo era el country. Pero lírica y escénicamente quema los puentes una vez que los transita ¿Un rebelde? Cómo mínimo José usa el flamenco como el artesano usa el barro, herramienta para dar vida a algo nuevo y singular, como lo es su obra. En esto, José vuelve a recordarme a Dylan, a Elvis, a Johnny Cash, a Hendrix, a Gram Parsons, a Woody. Artistas que se hicieron grandes en su singularidad, apostando por sí mismos y teniendo que hacer frente a las malas miradas y a las palabras disuasorias. En 1980 el jurado del Concurso Nacional de Arte Flamenco de Córdoba duda en darle el premio por malagueñas porque (cita del libro) “así no se canta una malagueña ¿Qué es eso de hablar de pobres y ricos? Las malagueñas hablan del amor y del orgullo”.

 

En el Café Wha y en el Gaslight del Greenwich Village, Nueva York, en 1962 hay un judío bajito y flaco con camisa de trabajador de ferrocarriles que fusila viejas canciones folk. Les cambia la letra, las mezcla, las hibrida. “Canta como una cabra” dicen algunos entre el público torciendo la boca. Ese mismo judío, convertido en toda una estrella llamada Bob Dylan, sube al escenario del Festival de Newport tres años después. Interpreta en eléctrico tres de sus nuevas canciones (una de ellas un blues de temática rural llamado “Maggie’s Farm”). Resultado: abucheos y acusaciones de haber traicionado al folk. Pete Seeger, uno de los padre del folk norteamericano exclamó que de tener un hacha a mano cortaría él mismo el cable del micrófono. Su pecado, haber intentado tender lazos entre el folk y el emergente rock & roll, al presentarse con una banda eléctrica. Entonces muy poca gente lo comprendió, pero la historia le dio la razón. Dylan jugaba con los géneros y los lenguajes musicales como los niños juegan o jugaban con las témperas. Plasticidad en las formas digna de un artista de gran calado. Como Dylan, José también ha sabido jugar a ese juego. También como Dylan, no le gusta estar rodeado de altavoces ni micrófonos en un estudio. No es natural, no se siente a gusto. Es famosa la anécdota de la primera grabación del de Duluth, tocando la armónica en un disco de Harry Belafonte y como el músico abandona la sesión hastiado por tener que repetir la toma una y otra y otra y otra y otra vez. ¿Dónde queda el sentimiento entre tanto cable? ¿Se puede enlatar el latido de un corazón?

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El Cabrero pisa los escenarios con las botas sucias, (Cita del libro: “¿dos premios para el guarro ese de las botas sucias? Me parece demasiado”), se le tacha de irrespetuoso, de no afinar, de no afeitarse, de perder el compás. Se arquean cejas y las bocas se llenan de muecas. Quién se ha creído que es éste para cambiar la norma. En el arte, y en la vida en general la heterodoxia siempre se ha pagado cara. Podemos cambiar el término “heterodoxia” por “valentía” o “rebeldía”: el significado siempre será el mismo, son vocablos íntimamente encadenados. No se puede ser heterodoxo ni rebelde sin ser valiente, el valor necesario para enfrentarse al juicio de las mayorías.

 

Elvis lanza en 1955 su primer single “That’s all right”, versión del músico de blues, negro por supuesto, Arthur Crudup. Muchos DJ’s de música country se niegan a emitirlo porque sonaba muy similar a un artista negro. Las emisoras de R&B y “race music” término usado en la época para la música negra, lo rechazan por sonar demasiado hillbilly, o lo que es lo mismo, demasiado blanco. ¿Quién se ha creído este para cambiar la norma? ¿Quién se ha creído este para mezclar música de blancos y negros? En 1956, su versión del “Hound Dog”, otro tema de blues, pone en alerta al FBI, a quien se notifica que Presley es “un peligro para la seguridad de EEUU; sus acciones y movimientos buscan avivar las pasiones sexuales de los adolescentes”. El 5 de junio aparece en la televisión nacional y hace su famoso movimiento de caderas durante su interpretación de la canción antes mencionada. Los críticos de abalanzaron. En el New York Times llegan a afirmar: “su fraseo consiste en variaciones similares a una aria cantada bajo la ducha por un principiante. Sus movimientos imitan al repertorio de las rubias explosivas de los cabarets”. En el Daily News afirman que la música popular ha tocado fondo con Elvis Presley, que alcanza niveles de salvajismo solo alcanzados en prostíbulos.

 

Un reconocido flamencólogo, que siempre encabezó las críticas puristas hacia José llegó a afirmar en una ocasión:  “… se gana los públicos por su imagen física, y él lo sabe… Dejemos que termine la gente de ver al Cabrero. El ojo quema mucho más que el oído”. Ni a Camarón permitieron que se saliera del tiesto. Cuentan que “La leyenda del tiempo” tiene el mayor índice de devoluciones de un producto discográfico en España. ¿Guitarras eléctricas? ¿Baterías? ¿Un órgano? Esto ni es flamenco ni es ná, dijeron la crítica y el público más purista de aquel lejano 1979. El tiempo daría razón al artista, y su “leyenda” se convirtió en uno de los discos más influyentes del flamenco avant garde, nuevo flamenco, o como queramos llamarlo.

Por eso a los puristas más conservadores no les gusta de José ni su aspecto. “¿Dónde has dejao el caballo, Clint Eastwood?” Le gritan desde el público. De negro. Como Johnny Cash. Camisa y pantalón oscuro, sombrero calado, y pañuelo rojo al cuello como única nota de color. De negro porque “to está mú negro en este mundo”, porque muchos sufren y pocos se enteran, y algunos lo escuchan pero no se quieren enterar, y esos son los peores. Y ese pañuelo rojo, rojo flama, rojo sangre, que envuelve las palabras del cantaor un segundo antes de salir desde su garganta al cielo. ¿Quién se ha creido éste que es? Con Johnny Cash comparte, además del porte y la hondura en el escenario, la fe en sus posibilidades y su discurso propio. Cuando el cantante de country puso sobre la mesa su intención de grabar un directo en una prisión en 1968 los directivos de Columbia Records se echaron las manos en la cabeza. ¿Un disco clásico de country grabado en una prisión en el año 1968, con la contracultura psicodélica golpeando a todo color el mundo de la música? Vosotros dejadme a mí, diría Johnny. El disco alcanzó el número uno en las listas de country de la revista Billboard y el 13 en las de pop, además de convertirse en todo un clásico de la música norteamericana. De la misma manera, en 1971, ante la publicación de “Man in black”, en Columbia intentan disuadirlo. Edu nos alumbra el momento en la novela. Demasiado oscuro, demasiado político, eso ya no se lleva, va a ser el fin de tu carrera. Por supuesto no lo fue, y el álbum y el single que le da nombre fueron un éxito. Al fin y al cabo, lo que molesta de la heterodoxia es reconocer que otras personas son más valientes que uno mismo. Cuesta reconocer la valentía del otro al tener que reconocer la cobardía propia. Valentía de enfrentarse al mundo a sabiendas de que serás rechazado, pero a la vez tener la certeza de que uno no se equivoca. Todo esto, sí que es rock & roll. Quizás El Cabrero, simplemente siendo como es, dejando a sus actos hablar, pueda dar lecciones a más de un rockero actual, entre los que me incluyo, sobre cómo han de hacerse las cosas si uno se toma en serio a sí mismo, es consciente de sus posibilidades y actúa en consecuencia. Todo un ejemplo para el mundo de la música de éste país, que, en consonancia con los tiempos, es cada vez más cobarde, cerril y sensible al gusto fácil y barato. Esperemos que así sea.

 

Texto: Guillermo Alvah

 

 

2 Comments

  1. Muy bueno el libro y muy buena la presentación

  2. Pingback: Ruta 66 – El Cabrero, el cantaor más rockero, presenta disco en Barcelona

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